jueves, julio 28, 2022

paseos por la cara oculta de la imaginación

 

 

Carlos Edmundo de Ory, Aerolitos completos, edición de Carmen Sánchez y Laure Lachéroy, prólogo de Ignacio F. Garmendia, Cádiz, Firmamento, 2022.

 

 

El muy recomendable Práctica de la emoción, tomo que recoge la correspondencia entre los poetas Rafael Pérez Estrada y José Ángel Cilleruelo, se abre con una carta del malagueño que apostilla, refiriéndose a Carlos Edmundo de Ory: «Es increíble la estupidez de un país que se permite el desperdicio de tener a uno de sus locos más lúcidos en el exilio». La nota de Pérez Estrada está fechada en febrero de 1986, así que el exilio al que se refiere es más bien espiritual, la incapacidad testaruda de nuestra poesía reciente para orientarse en torno a sus mejores voces. Casi cuatro décadas después, la situación es más propicia, pero sin exagerar. De Ory murió en 2010 sin uno solo de los reconocimientos oficiales que tanto nos gustan en España. Con todo, tres libros publicados sucesivamente al final de su vida ayudaron a reparar años de desdén: la generosa antología poética Música de lobo (2003), los tres tomos de su diario (2004) y el volumen con todos sus aforismos, Los aerolitos (2005).

 

Digo la palabra «aforismo» y me doy cuenta de su inexactitud en este caso. Los «aerolitos» de Ory desbordan el perímetro natural de un género ya impreciso por definición para desplegar el ideario o manifiesto personal de su autor. Aquí, como en botica, hay de todo: en palabras del prologuista de este volumen, Ignacio F. Garmendia, «imágenes, paradojas, requiebros líricos, analogías, formulaciones irónicas o a veces crípticas»… A lo que cabe añadir: citas ilustrativas, desplantes, juegos de palabras, bromas privadas y obsesiones (como, por ejemplo, anotar el modo en que ciertas figuras del pasado hallaron la muerte). Lo que importa aquí es la rapidez del trazo, su fulguración, que lo libera de todo engolamiento o tentación de solemnidad. En de Ory y hay siempre un trasfondo de humor, la ligereza del niño que juega y al hacerlo aligera la carga del vivir. Lo que no quita para que el poeta nos hable muy en serio: «Hay días que parecen noches»; «¿De qué color es el vacío?».

 

El poeta José Ramón Ripoll nos recuerda la doble filiación de la palabra «aerolito», en la que confluyen dos voces griegas: aer, «aire, pero también oscuridad», y litos, «piedra arrojadiza, y al tiempo, piedra preciosa». Para Garmendia, es un término afortunado por «su doble connotación material y celeste, su implícita referencia a la velocidad y el vértigo, a la procedencia remota y el impacto impredecible».

 

El linaje del poeta, más que en la vanguardia (que también), está en la gran tradición romántica y visionaria europea, a la que inocula un gusto muy suyo por el disparate y la greguería ramoniana. Él mismo definió estos fragmentos como «perlas del cráneo llenas de corazón». Y una emoción cordial las recorre de principio a fin y le permite soslayar el peligro letal de la abstracción. Como su admirado Blake, de Ory es una paradoja andante, un materialista inconfeso que responde a los dictados de la imaginación y sabe ver el mundo en un grano de arena. Como a Blake, a de Ory no le interesa demostrar, sino mostrar. Algunas de estas entradas son meros asertos, sintagmas que limitan con el enigma o el desplante: «Estornuda una hormiga»; «La mosca es el diablo»; «La abeja descarriada»… Otras, más personales, nos permiten entrever algo de la intimidad de su creador: «Los árboles negros de mi espíritu». Otras, en fin, son migas de pan de su poética: «No digo palabras, hago palabras».

 

Esta edición definitiva de sus Aerolitos completos es una ocasión inmejorable para volver al centro emocional de su escritura. Preparada con esmero por Carmen Sánchez y Laure Lácheroy (viuda y compañera cómplice del poeta) con el respaldo expreso de la fundación gaditana que lleva su nombre, recoge un total de 2.450 textos, «254 de los cuales no habían visto la luz hasta ahora». La labor de cotejo y fijación textual no ha debido ser fácil, pero el resultado vale la pena. No hay página de la que el lector no salga con una sonrisa, pensativo o maravillado ante el don oryano para el relámpago verbal y la sorpresa feliz. Es como si nuestro poeta fuera capaz de convertir en «aerolito» todo lo que toca y piensa y escribe. Leyéndolo, he recordado a otro gran raro, el francés Julien Gracq, cuando anota (en Nudos de vida): «Nadie comulga de verdad con la literatura si no tiene la sensación de que, en literatura, el todo está presente en la más pequeña parte». Así es, justamente.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 8 de julio de 2022.

 

 


 

 

Yo soy poeta, o sea, nada que sirva para nada que tenga nada que ver con el dinero y la mierda del mundo.

 

 

 

Los camiones en la noche llenos de personalidad.

 

 

 

Sueño palabra que sueña.

 

 

 

Cuando el cartero me trae una carta yo quiero al cartero por su generosidad anónima más que a la persona que me escribe.

 

 

 

La sangre fría de las puertas.

 

 

 

Inventa tu familia.

 

 

 

La inspiración es recordarle a Dios que existe.

 

 

 

lunes, julio 25, 2022

en los dominios del sueño lúcido

 



Esther Ramón, Semilla, epílogo de José Luis Gómez Toré, Madrid, Bala Perdida, 144 págs.; Los naipes de Delphine, epílogo de Lina Maruane, Madrid, Fórcola, 200 págs.

 

 

Hace años, al comentar grisú (2009), señalé un rasgo primordial de la escritura de Esther Ramón (Madrid, 1970), y es que, más que una creadora de poemas, lo es de libros, conjuntos textuales que acotan un fragmento de mundo y permiten habitarlo. Pero estos libros, lejos de seguir un orden cronológico, se configuran en forma de constelación y dialogan o se ubican sin jerarquías, reordenándose levemente con cada nueva aparición, como un puzle que no acaba nunca de cerrarse y que a la vez recibe el impacto de cada nueva pieza. Nada se rebasa, todo se integra. Y el orden de aparición de los libros, a la larga, no modifica de manera sustancial nuestra lectura del conjunto. Pienso en Tundra (2002), primer elemento del puzle: libro de madurez en el que comparecen muchos de los rasgos de estilo y las obsesiones de su autora y que podría haber visto la luz hace tres años, o ayer mismo. Lo mismo cabe decir de Semilla, libro de largo alcance que ha tardado más de una década en cobrar forma.

 


 

 

Como los poemas de En flecha (2017), Semilla surge de un diálogo deliberado con artistas cuya labor, como explica Gómez Toré en su inteligente epílogo, «evoca una materialidad que [esta] poesía, evitando lo puramente abstracto, no deja de confirmar». Las nueve suites que componen el libro son ensayos de aproximación a obras de otros tantos artistas –instalaciones, series fotográficas, esculturas, videos, cuadernos– en los que Esther Ramón adopta el papel de ayudante o de observadora, como un testigo que estuviera a la vez dentro y fuera de la acción. Y lo que aquí se cuenta, lo que sucede, es la forma en que cada obra interviene en el mundo natural y revela sus ritmos insistentes, circulares, su inagotable capacidad de resistencia y renovación; también la fragilidad de un entorno que la actividad humana no deja de poner en riesgo: «En el borde lanceolado de la desaparición».

 

Semilla está escrito con una mezcla deslumbrante y enigmática de precisión, delicadeza y onirismo. La atención casi quirúrgica a los detalles –la frialdad aparente con que se describe cada escena, su desarrollo, sus ramificaciones– convive con una predisposición innata a explorar cada resquicio del relato y dejarse llevar por su haz de sugerencias. Estamos en el reino elástico del sueño lúcido, en un espacio/tiempo alternativo que brota de la conciencia embebida en las cosas del mundo y cuyo rasgo primero es la sinestesia, la percepción simultánea de los sentidos (olores y sabores, colores, texturas…): «También huelen sus pensamientos, un dolor suyo».

 

Esa misma lógica del sueño domina Los naipes de Delphine, que toma como punto de partida el personaje homónimo de El rayo verde, la película de Éric Rohmer (en concreto, las dos escenas en que Delphine encuentra un naipe), para crear un juego delicioso que es también muchas otras cosas: un libro de relatos sugestivos, una poética, una declaración de amor al arte, una autobiografía velada…

 

La Delphine de Esther Ramón sale de la película de Rohmer para encontrarse naipes a cada paso (hasta 54), que son como puertas que le permiten ingresar en las distintas estancias de su memoria y su imaginación. Estamos quizá ante el libro más accesible y luminoso de su autora, también el más explícito, y que nos acerca –por si fuera poco– a una gran prosista. Aquí se citan muchas de las obsesiones y referencias habituales de Esther Ramón: los símbolos y los relatos míticos, la cábala, los sueños, el mundo animal, Roland Barthes, París… El resultado es un paseo por la mente de una poeta tocada por el don de la analogía, capaz de tender lazos entre realidades muy lejanas entre sí. Un paseo, también, en el que asoma una veta de humor y de ligereza ausente en su poesía, y que hace de esta lectura una vivencia risueña, llena de sorpresas: «Cuando ves de nuevo una película que amas, los nuevos detalles que descubres son como los naipes que ella encuentra: regalos de apertura».

 

A lo largo de más de veinte años, Esther Ramón ha ido desplegando con admirable tenacidad una poética del sueño y el deseo, de la imaginación fértil, capaz de vivificar la realidad. Nadie entre nosotros ha ido tan lejos por ese camino, a riesgo incluso de quedarse sola en el intento. Parece evidente que buena parte de nuestra crítica no ha sabido ponerse a la altura de esta propuesta.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 24 de junio de 2022.

 

 


miércoles, julio 20, 2022

la escritura como gabinete de curiosidades

 

 

Ana Luísa Amaral, Mundo, edición bilingüe, traducción de Paula Abramo, Ciudad de México/Madrid, Sexto Piso, 2022, 192 págs.

 

 

Buena conocedora de la tradición poética angloamericana, a la que ha dedicado no pocos esfuerzos como traductora y profesora en la Universidad de Oporto, Ana Luísa Amaral (Lisboa, 1956) ha hecho suyo el célebre lema de William Blake: «Ver un mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre». Así, Mundo, se titula justamente su último libro, pero con la humildad ambiciosa de quien sabe que solo mediante lo pequeño, lo que podría pasar desapercibido si no tomamos la decisión consciente de mirar bien, podremos tener un vínculo saludable con nuestro entorno.

 

A lo largo de las cinco secciones del libro, Amaral hace inventario de las cosas del mundo y despliega un catálogo de las muchas formas en que se las puede cantar o contar. Por aquí desfilan, literalmente, hormigas, ciempiés, una urraca, una abeja… O el pavorreal, símbolo de la belleza cuya cola desplegada es «otra manera de volar / sin alas // colmo de la pasión». Este bestiario es un ejemplo de un modo alegórico que toca también a los objetos cotidianos: si «la mesa» es «mi patria», lo es porque –finalmente– «los átomos que me forman y me hicieron / pudieron ser los suyos».

 

A Amaral le gusta fabular, y así «La lucha»: un cuento de niños en el que los libros (El Principito, Frankenstein…) pelean por su vida cuando sienten que un «ajuar de tontas sábanas» les amenaza. Humor blanco, sí, pero con un dejo de amargura.

 

En «Intervalo», la sección central, la escritura se vuelve más lúdica y hasta juega con el pastiche («Oda al cigarrillo»), con resultados que no tienen la intensidad certera de sus poemas breves o sus evocaciones históricas («Tren a Cracovia»). Bien servida por la poeta mexicana Paula Abramo, Amaral se muestra dueña y segura de su oficio en las piezas finales, más largas y reflexivas, en las que se dan cita un café de Praga, su admirada Emily Dickinson, versos de Thomas Gray y un amor juvenil. Así hasta llegar a un final que es un recomienzo: «un cuerpo amado / y vivo».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 17 de junio de 2022.

 

 


viernes, julio 15, 2022

un homenaje necesario y luminoso

 

 

Guadalupe Grande, Esa llave ya nieve, Pamplona, Alkibla, 2022, 172 págs.

 

 

La muerte inesperada de Guadalupe Grande (Madrid, 1965) en los primeros días del año pasado truncó de manera prematura una existencia cuyo centro magnético fue siempre la poesía, en todas sus expresiones. Hija de los escritores Francisca Aguirre y Félix Grande, militó de forma activa en el género como docente, editora y gestora cultural dentro de la Universidad Popular José Hierro en San Sebastián de los Reyes. Hasta 1996, con la aparición de El libro de Lilit, no se dio a conocer como poeta, lo que fue en un sentido profundo que rebasa lo puramente verbal, como veremos.

 

Esa llave ya nieve, que juega con el título de su segundo libro, La llave de niebla (2004), es un hermoso libro de homenaje a la creadora y amiga que recoge una breve muestra de sus poemas, algunos de ellos inéditos, y textos en prosa que giran en torno a sus preocupaciones más íntimas: la vieja dignidad de la cultura del libro, la memoria histórica, los fantasmas familiares y domésticos… Hay también páginas del inédito Cuaderno de Roma, escrito durante su estancia en la Academia de España en la ciudad, y que ofrecen el lado más introspectivo, incluso onírico, de su producción.

 

A la espera de la publicación del libro que Grande dejó inédito, Jarrón y tempestad, este volumen nos permite volver sobre una obra que se propuso, explícitamente, «abolir el olvido», en la certeza de que «el tiempo es una estación de ida y vuelta».

 

El resultado es mucho más que una antología al uso. No solo por el cúmulo de fotografías que ilustra el volumen, sino por su afán de mostrar y hacer justicia al brillante trabajo gráfico de Grande. Sus collages y fotomontajes dominan la puesta en página y nos acercan un universo entre lúdico, alucinado y melancólico que se prolonga en los videopoemas que la autora realizó hacia el final de su vida. Imágenes de película muda y coloreada que sondean el tiempo de los antepasados para hacer de la extrañeza virtud, esto es, una puerta hacia la piedad y la comprensión.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 17 de junio de 2022.

 

 


martes, julio 12, 2022

saña

 

 

No hace falta adentrarse mucho en El Quijote para encontrar una de las muestras de crueldad más sombrías de nuestra literatura. Es el capítulo IIII, más conocido como el de la «Aventura de Andrés», lo que delata las simpatías del propio Cervantes, pues Andrés, al que llama casi siempre por su nombre, es un pobre muchacho de quince años al que descubrimos atado a una encina mientras un labrador, que lo acusa de descuidar el rebaño, le propina «muchos azotes» con un cinturón de cuero. Don Quijote, recién ordenado caballero, no pierde ocasión de intervenir y se encara con el «medroso villano» para pedirle explicaciones. Descubrimos entonces que el labrador no solo es «medroso», sino «ruin», pues le debe al muchacho la soldada de nueve meses. Don Quijote resuelve el incidente con admirable sentido de la justicia, pero también con su ingenuidad de viejo loco, y se contenta con las falsas promesas de reparación del verdugo. No bien el caballero reanuda su marcha, el labrador se vuelve hacia Andrés y le dice estas palabras terribles: «Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado […]. Por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga» (mi cursiva). Tras lo cual, añade Cervantes, «asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que lo dejó por muerto».

 

Aquí la crueldad del labrador solo es comparable a su cinismo, su desvergüenza homicida. La frase final rezuma satisfacción por todos sus poros: la satisfacción del que tiene en sus manos la justicia y puede hacerla desaparecer a golpes de cinto. Él es la ley, y lo sabe: se siente impune y sin obligación de responder ante nada, ni siquiera su propia conciencia. Este labrador, de nombre Juan Haldudo, es uno de los grandes canallas de nuestra literatura. Nada que ver con el ciego del Lazarillo, digamos; al ciego, por lo menos, le anima cierto impulso didáctico: el duro aprendizaje de la vida. Aquí solo hay saña y violencia gratuita. Una crueldad viciosa que dice más de la falta de calidad moral de aquella sociedad que muchos libros de historia. Bien es cierto que no haría falta rascar mucho para encontrar entre nosotros –cada uno con su variante distintiva de crueldad– a los mil y un descendientes del labrador Haldudo.

 

jueves, julio 07, 2022

todo lo que la tierra esconde

 

 

Lucian Blaga, La luz que siento. Antología poética, edición bilingüe, traducción de Corina Oproae, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2022, 316 págs.

 

 

Cuando fue apartado de su cátedra en 1948 por negarse a apoyar el nuevo régimen comunista, el poeta y filósofo rumano Lucian Blaga (1895-1961) decidió traducir el Fausto de Goethe. El dato no es casual. Si el poema que abre esta antología, «Yo no aplasto la corola de milagros del mundo», parece una glosa nada velada de la célebre frase de Mefistófeles –«Gris es toda teoría y verde es el árbol dorado de la vida»–, su evolución dibuja un arco muy goethiano, desde el expresionismo neorromántico de sus comienzos hasta el tono más clásico y contenido de los libros que escribió en el exilio interior (y que vieron la luz en 1962, un año después de su muerte).

 

Como muchos, Blaga se vio envuelto en el torbellino ideológico de la Europa de entreguerras, pero siempre a distancia de unos y otros, como dejó zanjado Marta Petreu en su libro de 2021, donde desmiente el viejo mito de su filiación fascista.

 

La obra de Blaga se postula desde un inicio como una celebración amorosa del «misterio del mundo»: «no mato / con la mente los secretos que encuentro / en mi camino». Un misterio recorrido por la conciencia de la muerte, que encarna en la naturaleza, en los árboles (por ejemplo, en ese roble «en la linde del bosque» del que «tallarán / un día mi ataúd») y en la tierra misma, símbolo también de la fuerza vital y del amor. Y este sentimiento oceánico no tarda en mezclarse, en fin, con el acento nocturno y gótico propio del expresionismo de entreguerras.

 

Con los años, el tono se vuelve más sobrio y la escritura se vierte en toda clase de formas, desde la canción popular al verso meditativo («El cementerio romano», «La milagrosa semilla») pasando por el poema breve, donde su peculiar lirismo se tiñe de acentos epigramáticos. Esta muestra, seleccionada y traducida de manera ejemplar por la poeta Corina Oproae, nos permite subir de nuevo a una de las cimas de la poesía europea moderna: «tan sólo el amor me edificó, afable».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 3 de junio de 2022.

 


 


domingo, julio 03, 2022

1001: ensayo y error

 

 


 

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas solo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.

 

A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.

 

Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien solo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.

 

El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.

 

Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.

 

Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que solo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido solo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es solo una variante de la resignación.

 

 

[Originalmente publicado en Perros en la playa, Madrid, La Oficina, 2011, pp. 169-192].