lunes, febrero 20, 2017

la caza del carualo





El pasado otoño, coincidiendo más o menos con la publicación de No estábamos allí, vio la luz en Nórdica Libros mi traducción de uno de los poemas narrativos o nonsense poems de Lewis Carroll, The Hunting of the Snark (para nosotros, La caza del Carualo), con las ilustraciones que la artista finlandesa Tove Jannson realizó en la década de 1960 para la célebre editorial sueca Bonniers.

Tengo la sensación, quizá injustificada, de que el libro ha pasado algo desapercibido. Aparte de una reseña entusiasta de Luis Alberto de Cuenca en ABC Cultural, no me consta que hayan aparecido notas en prensa; y la reacción en los medios virtuales ha sido escasa. Por eso me alegró la iniciativa de Joaquín Torán, de la revista virtual Fabulantes, de escribir un largo artículo sobre este divertido y hermoso poema de Carroll que diera cuenta de algunas de sus claves y también de los desafíos que supuso traducirlo. Con ese motivo se puso en contacto conmigo y me pasó un pequeño cuestionario con tres preguntas que respondí por escrito a comienzos de año. El resultado de sus pesquisas es francamente iluminador y puede leerse aquí.

Como el cuestionario es sólo una de las fuentes que maneja (y es citado de manera más bien sucinta), me parece oportuno darlo íntegro en esta entrada. Se explican ahí cuestiones que abordo también en la nota del traductor que acompaña la edición y que quizá merecían desgranarse con más detalle. En todo caso, no me resisto a citar algunas de las estrofas del Pronto VII, que relata la lucha desigual entre uno de los protagonistas del relato, el Banquero, y el monstruo Magnapresa. Es una demostración de por qué lo pasé tan bien traduciendo este poema, aunque a veces el desafío formal terminara consumiendo mis fuerzas y mi paciencia. Buena lectura.


¿Cuáles son las principales dificultades y desafíos que te encontraste traducido un texto como La caza del Carualo, lleno, entre otras cosas, de numerosos neologismos?

Las dificultades que plantea la traducción de un texto como La caza del Carualo son principalmente de naturaleza formal. Es un poema muy blindado formalmente, con un metro y un ritmo muy marcados, rima consonante, aliteraciones, asonancias internas, neologismos y guiños a la propia tradición literaria inglesa, sobre todo la literatura infantil y de viajes, que tanto auge tuvo en el siglo diecinueve, tan aficionado a las misiones científicas y las exploraciones de nuevos territorios.

Como explico en la nota del traductor, «un poema como The Hunting of the Snark no admite medias tintas y sólo puede traducirse en una prosa más o menos literal, rítmica y elocuente, o intentando crear –hasta donde sea posible– un poema medido y rimado con resabios clásicos». Lo que quiero decir con esto es que uno puede optar sencillamente por recrear en prosa la historia que cuenta el poema de Carroll, ya que el relato –digamos– tiene interés por sí mismo y se basta para entretener al lector y hacerle pasar un buen rato. Es una opción legítima, y yo entendería que cualquier editorial optara por ella.

La otra alternativa, que es la que hemos adoptado en este caso, entiende que Carroll escribió un poema narrativo con todas las marcas formales de la poesía tradicional, y que hay un margen amplio en nuestra tradición poética para ensayar algo parecido en español: esas marcas formales no están ahí para estorbar u oscurecer el sentido sino para enriquecer la experiencia del lector y subrayar la comicidad del relato, sus coqueteos con el absurdo. En última instancia, los neologismos de Carroll (las famosas «palabra maleta» de las que habla en su prefacio) eran lo de menos; quiero decir que no suponían mayor problema. Por ejemplo, opté por «Carualo» (Caracol+Escualo) en vez de por «Carabón» porque me parecía un término más dócil o manejable dentro del cauce impuesto por los versos endecasílabos. Pero crear los correspondientes neologismos en español fue infinitamente más sencillo que traducir el poema como lo hice, en cuartetos de endecasílabos con rima consonante en los versos pares. Creo que hice bien, aunque a veces me pregunté si no me había excedido siendo tan rígido. Pensaba: si hubiera optado por el alejandrino… Pero las limitaciones agudizan el ingenio, y debo decir que terminé disfrutando enormemente con la tarea. El placer del trabajo literario está en relación directa con la magnitud del desafío.


¿Te has tomado alguna licencia a la hora de realizar la traducción? Si es así, ¿cuál (o cuáles)? Asimismo, ¿consultaste para tu trabajo otras traducciones, quizás a otros idiomas?

No consulté ninguna traducción, ni al español ni a otros idiomas. Me bastó con la edición de Martin Gardner y el rastreo en los diccionarios (sobre todo de términos náuticos o relativos a la caza). Toda traducción debe tener una lógica o congruencia interna, es decir, debe fluir de principio a fin con un mismo tono de voz, una atmósfera, un cierto sentido del ritmo… Lo bueno de la traducción literaria es que puede haber varias soluciones satisfactorias a un mismo problema. Y otro traductor puede haber dado con una solución estupenda que funciona muy bien en su contexto pero no en el contexto de mi trabajo.

No cabe traducir un poema semejante sin tomarse algunas licencias, siempre que no sean excesivas ni atenten contra su sentido final. Lo comento en la nota del traductor: «No he dudado en aprovechar las rimas internas y aliteraciones que iban surgiendo casualmente, sin pensar, conforme iba leyendo y traduciendo. Si me he tomado alguna (pequeña) libertad ocasional con la letra, ha sido siempre con permiso de la música y con pie en ella». El traductor de Carroll (bueno, cualquier traductor) tiene que hacer caso de los azares y guiños creativos que le salen al paso; es preciso que haya un elemento de frescura y casi de improvisación en el trabajo si no queremos caer en la rutina y el aburrimiento. Ahora bien, el texto original ha sido en todo momento mi guía, también para saber priorizar qué es lo importante en cada momento: a veces se trataba de conservar el sentido literal; otras, de reproducir con otros medios, o dando un pequeño desvío, el efecto que buscaba el autor; y otras, en fin, de recrear la capacidad cómica o la dosis de absurdo de una imagen o una situación.


¿Qué quisieras destacar del poema de Carroll?

Carroll es un maestro trabajando en varios planos a la vez: el poema es un cuento infantil algo perverso, un relato burlesco que parodia los libros de viajes de su tiempo, un ensayo metafísico y una especie de crucigrama narrativo con enigmas que han despertado toda clase de interpretaciones (y seguro que Carroll, allá donde esté, no para de reírse con la inventiva de algunos de sus críticos). Lo que me gusta del poema es su sentido del humor –oscuro, hiperbólico, disparatado– y esa capacidad que tiene para mirar a sus personajes con una mezcla de ironía y ternura piadosa. Y algunos golpes de efecto, como el célebre «mapa en blanco», que se han hecho justamente célebres.


 […] Y el Banquero, movido por un brío
que a todos sorprendió por novedoso,
echó a correr y se perdió de vista
ansioso por hallar a su coloso.

Con dedales y esmero iba y venía…
Mas salió un Magnapresa de la nada
que hizo gritar de pánico al Banquero
cuando vio que su suerte estaba echada.

Le ofreció un gran descuento, y luego un cheque
(al portador) por libras diecisiete;
mas redobló su ataque el Magnapresa
y al Banquero infeliz puso en un brete.

Sin pausa ni descanso —pues frumiosas
chascaban las mandíbulas al vuelo—
fue brincando, cayendo y tropezando
hasta dar con sus huesos en el suelo.

Su horrendo grito a los demás atrajo
y el Magnapresa huyó con gran oprobio;
y el Heraldo exclamó: «¡Me lo temía!»,
sonando el cascabel con gesto sobrio.

Atónitos, le ven tiznado el rostro:
nada pervive de su viejo aspecto.
¡Hasta el chaleco está blanco del susto!
(Y muy digno de asombro es en efecto).

[…]




domingo, febrero 05, 2017

tanto depende / w.c. williams


  
Casa de William Carlos Williams, Rutherford, N.J.


William Carlos Williams (1883-1963) fue el último de los grandes modernists en obtener el reconocimiento popular, pero quizá por ello su presencia en la poesía norteamericana contemporánea ha sido más intensa y perdurable. Él mismo se quejó amargamente en sus memorias de que la publicación de La tierra baldía «aniquiló nuestro mundo como si una bomba atómica hubiera caído sobre él y nuestras valientes incursiones en lo desconocido hubieran sido reducidas a polvo […]. Sentí de inmediato que me había hecho retroceder veinte años». Lo que viene a ser otra forma de decir que el impacto de Eliot había retrasado dos décadas el encuentro con sus lectores naturales, capaces de entender el sesgo de una escritura «radicada en el lugar donde debía dar fruto». «Eliot nos empujó de vuelta al aula» cuando el designio de Williams era salir a la calle y prestar atención a la superficie del mundo, la infinita coreografía de formas, colores y texturas que compone un lugar en el mundo. De ahí esa poesía de saltos y zigzagueos, de pausas y vislumbres y rápidas transiciones, ese verso nervioso que arranca con una conciencia casi somática del espacio antes de echar a andar entre las cosas que lo rodean, cosas que le llevan y le traen sin rumbo cierto («Es la anarquía de la pobreza / lo que me encanta») y por las que siente una profunda simpatía.

Como Wallace Stevens, abogado de una compañía de seguros en Hartford, Williams llevó una doble vida, pero en su caso sin doblez ni disimulo: médico de familia y pediatra, los versos surgían durante sus rondas o en el dorso de las recetas que expedía en la consulta de su domicilio en Rutherford, en las afueras de Paterson; sus hijos recuerdan el traqueteo de la máquina de escribir hasta bien entrada la noche: «el suave y regular andante cuando estaba sereno y feliz, y el estacato discontinuo cuando las cosas se ponían feas, el estruendo del carro, y el folio arrancado, hecho una bola y lanzado a la papelera. La noche era la hora del rugido. Ahí encontraba su dicha, su amor, la poesía…». La imagen de Williams improvisando en la máquina («El ritmo era el ritmo del habla, un ritmo entusiasta porque me entusiasmaba cuando escribía») prefigura los rollos de papel continuo de Ginsberg, Kerouac o Ammons, el verso proyectivo de Olson, la cadencia jazzística de Creeley, la extroversión algo bipolar de Kenneth Koch o la frescura naif de Ron Padgett. Es también la sístole de una diástole compasiva: sus visitas a los enfermos le permitieron conocer como nadie lo que había tras las fachadas de Paterson, el corazón secreto del reloj. Y de ese conocimiento surgió su extenso poema homónimo, ese Paterson cuya escritura le ocupó media vida y que es un buceo demorado en la historia y la geografía del lugar, sí, pero también una puesta en claro retórica de ese afán tan americano de crear una épica coral siguiendo el ejemplo de Lee Masters (Antología de Spoon River) o Sherwood Anderson (Winnesburg, Ohio). Paterson es el nombre de la ciudad y a la vez del doctor que habla y deja hablar en el poema, algo que Jim Jarmusch traduce con astucia en su película al convertirlo en un conductor de autobús que escucha en secreto a sus pasajeros; y el poema junta verso y prosa, pasajes líricos, narrativos y documentales –listas, cartas, informes– en su ambición por levantar testimonio de una comunidad, como el río Passaic recoge el reflejo de quienes se asoman a él. El poema, en realidad, es el río, con sus meandros, remansos y saltos de agua –los mismos que retrata la película–, sus cambios de caudal y su avance sinuoso.

La peculiar inmediatez de esta poesía se paladea mejor en pequeños sorbos. Y una de tantas miniaturas que no se olvidan es esa «carretilla roja» que asomó relativamente pronto, en Spring and All (1923), y que nos recuerda el gusto del poeta por la energía evocadora de las descripciones: «tanto depende / de una // carretilla / roja // laqueada de / gotas de lluvia // junto a las gallinas / blancas». Pero la fineza casi oriental de esta imagen sería muy poco sin ese «tanto depende» [so much depends] que introduce una nota de anhelo romántico que no extraña, que no puede extrañarnos, en el imitador de Keats que fue de joven. ¿Qué es lo que depende tanto de esa imagen, exacta y sugestiva al mismo tiempo, de la carretilla? Tal vez que su presencia puede mostrarse en términos que sean fieles a la dignidad tácita de la cosa misma; que la imaginación puede ser educada en los rigores de la percepción; o, en fin, que la percepción puede verse a sí misma en la aparición gradual, verso a verso, de cada palabra sobre la página. El objetivismo de Williams saludó al mundo con un entusiasmo sensual que contagió a casi todos los grandes poetas norteamericanos que le siguieron. Y si alguno cree que Paterson queda fatalmente lejos, quiero recordar que el verso de Williams fue el modelo que un escritor inglés, Charles Tomlinson, empleó para traducir «Poema de un día» de Antonio Machado, otra pieza que registra el curso sincopado de la percepción y el pensamiento. No hay círculo vicioso que se resista a estas cuadraturas.

[Publicado en Babelia (El País), el 6 de enero de 2017]

sábado, enero 28, 2017

escritorio



foto de Paula Doce


Lo importante es la mesa y la silla. Lo demás –libros, utensilios, fotos, talismanes…– es accesorio, incluidos los diccionarios, los altavoces y hasta ese ordenador rutilante donde todo parece orbitar en una especie de animación suspendida. Lo importante es encontrar el lugar propicio, la distancia que nos separa del hogar sin perderlo de vista. Aunque no siempre se tiene elección. Como escribía Charles Tomlinson, One builds a house of what is there («La casa se construye con lo que ahí encontramos», según la versión de Octavio Paz), y lo mismo que la casa, el escritorio, el rincón de trabajo. En Sheffield fue, sucesivamente, una mesa sufrida y corpulenta de colegio mayor y un tablero de aglomerado que daba, tras la ventana, a un pequeño solar de tierra negra y arbustos minerales; en Oxford otro cuarto de los trastos, algo menos precario que el anterior, esta vez con vistas a un taller de alfarería y al patio ajardinado donde los jóvenes artesanos hacían un alto para fumar o comer sus sándwiches; en Madrid, años después, fue una salita asomada al bulevar y la sombra casi líquida de las acacias. Siempre lugares pequeños, en pisos bajos, con el mundo exterior a la mano. Casi siempre cuartos traseros, con vistas a un jardín o un patio de luces. Al principio sin nada: apenas un cuaderno, dos o tres libros, un diccionario. La insistencia en la precariedad, sobra decirlo, era una forma perversa de exhibicionismo. Ted Hughes decía haber escrito algunos de sus mejores poemas en una mesita del descansillo y aquello era una invitación clara a excluir toda forma de «pompa y circunstancia», esos aliños de nuevo rico que tanto se estilaban entre nosotros y que ahora –al ver, digamos, a Juan Luis Panero en los tramos iniciales de El desencanto– resultan tan ridículos, como fetiches compensatorios de niños grandes. Claro que el exceso de puritanismo podía ser no menos narcisista. Faltaba la lección del tiempo y su ingrediente principal: la naturalidad. Todo pasa y termina acomodándose como es debido, a su ritmo, que es el ritmo de la vida gastada, desgastada, de las cosas que fluyen y quedan varadas en la orilla y se acopian sin razón aparente. Así que a estas alturas el escritorio –este escritorio que sólo tiene cinco años, pero que es secuela y depósito de los anteriores– es un lugar como cualquier otro, hecho de libros y cuadernos y papeles sueltos y cables y postales y regalos y objetos extraños y utensilios de mesa que intento mantener en un orden más o menos tolerable. Tengo la impresión de que este cuarto –otro cuarto de atrás, otra ventana que mira a un patio interior– ha ido haciéndose de manera imperceptible conforme escribía en las libretas o tecleaba en el ordenador, moviendo y engranando sus piezas según crecían mis trabajos. El espacio mental ha configurado el espacio físico. Lo ha hecho sin plan previo, a golpes de intuición, dejándose llevar por las ganas de decir, la exigencia del decir. Volvemos así al punto de partida. Porque lo importante en realidad –y me apena haberlo olvidado a veces– son las palabras.


[incluido en Proyecto Escritorio, ed. Jesús Ortega, Cuadernos del Vigía, Granada, 2016, pp. 56-57]

miércoles, enero 18, 2017

james merrill / ángel





Sobre mi mesa de trabajo, zumbador y engreído
(aunque no mucho más grande que un colibrí),
envuelto en finas telas, escuela de Van Eyck,
planea un visitante ciertamente seráfico.
Asoma un dedo índice por la ventana
apuntando al invierno que codicia su corazón,
al vacío del vidrio, al empañado
aliento de las casas y la gente que vuelve a sus hogares,
huyendo del sol gélido que golpea el océano;
mientras que con la otra mano
señala el piano de pared
donde la Sarabande nº 1 sigue abierta
por un pasaje que nunca lograré dominar
pero que ya ha logrado, y sin esfuerzo, dominarme.
Tiene caída la mandíbula, como si dijera, o cantara,
«Entre el mundo hecho por Dios
y esta música de Satie,
apenas vislumbrados tras sus velos, pero íntegros,
radiantes y surgidos por un acto de voluntad,
exigiendo alabanza y exigiendo sometimiento,
¿cómo puedes estar sentado ahí con tu libreta?
¿Qué crees que estás haciendo?».
Sin embargo, no dice nada… sabiamente; pues yo podría mencionar
errores en el mundo de Dios o de Satie; y, si vamos al caso,
¿cómo llegó a adquirir su gusto por Satie?
Un poco para fastidiarle vuelvo a mi página,
salpicada de frases como grumos…
El ángel diminuto menea la cabeza.
No hay sonrisa en su rostro lampiño y ovalado.
Ni siquiera soporta que haya escrito estos versos.


trad. J.D. / el original, aquí