jueves, octubre 28, 2010

yeats en coole

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Los cisnes salvajes de Coole

Los árboles ostentan su belleza otoñal,
los senderos del bosque se han secado,
bajo el atardecer de octubre el agua
refleja un cielo inmóvil;
sobre el agua vibrante, entre las piedras,
cincuenta y nueve cisnes.

Y diecinueve otoños han pasado
desde que los conté la primera vez;
antes de que pudiera hacerlo,
les vi de pronto alzar el vuelo
y dispersarse en grandes anillos rotos
sobre sus alas bulliciosas.

He contemplado a estos seres radiantes
y ahora me duele el corazón.
Todo ha cambiado desde que oyera, aquel ocaso,
por vez primera en esta orilla,
el golpe de sus alas sobre mi frente
y los pies me llevaran con paso más ligero.

Siempre incansables, amante con amante,
discurren por las frías
corrientes amistosas o ascienden por el aire;
sus corazones no han envejecido;
conquistas o pasión, por donde vayan,
no dejan de escoltarles.

Ahora surcan el agua inmóvil,
misteriosos y bellos;
¿en qué juncos harán su casa,
a la orilla de qué estanque o laguna
deleitarán los ojos de los hombres
cuando despierte un día y vea que han partido?


Trad. J. D.

El original, aquí.

domingo, octubre 24, 2010

ritos de paso

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Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.
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martes, octubre 19, 2010

mercedes roffé / las linternas flotantes

Hace pocos días tuve el privilegio de acompañar a Ernesto García López en la presentación madrileña de Las linternas flotantes, el nuevo libro de la poeta argentina Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954). Fue una ocasión muy grata, que me permitió, además de escuchar algunos poemas del libro en la cálida voz de su autora, saludar a un buen puñado de amigos. Éstas son las palabras que pronuncié entonces, como breve testimonio de una lectura que (sobra decirlo) aún no se ha cerrado.

Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, Buenos Aires, Bajo la luna, 2009, 68 pp.

Recuerdo el impacto que me produjo, hace ya algunos años, la lectura del comentario que Moisés Mori dedicaba a La perseverancia del desaparecido (1988), del poeta Miguel Suárez. Aquella lectura comenzaba con inteligencia −también con gran astucia− por el final, abriendo el libro por el poema de cierre y leyendo el conjunto a la luz retrospectiva de sus versos. Me pareció un modo sugerente de leer, no sólo aquel poemario, sino cualquier otro, en la medida en que un libro de poemas no se cierra jamás ni responde de forma tajante a nada; sólo ofrece, a lo sumo, un delta, una embocadura por la que entrar y subir río arriba hasta las fuentes, el magma emocional que brota y cobra forma al brotar, poblándose de contenidos intelectivos y lingüísticos. En realidad, un libro de poemas, hasta el más estructurado, se puede abrir por cualquier página, pero a menudo hacerlo por la última es un modo de reaccionar a la ansiedad estructural del autor, desarmar su afán de dejarlo todo atado y bien atado. Si el poema final suele ser una forma sutil de echarnos de la casa del libro, entrar por esa puerta nos concede una perspectiva oblicua, inédita, capaz de hacernos entrever en sus frutos, en la huella que ha dejado impresa, el impulso primero de la escritura.

He recordado la estrategia de Moisés Mori porque, leyendo este nuevo libro de Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, he encontrado también un final que es un comienzo. Un comienzo explícito, de hecho, que remeda el de los libros sagrados de nuestra tradición cultural: «En el origen fue el Bien. / Y de él, todas las cosas». Así podría comenzar el libro; sin embargo, así se cierra, con un breve epílogo que contiene igualmente una obstinada súplica amorosa, una petición de afecto que quiere escuchar «mil veces al día / que me quieres». Vale la pena tener en mente esta simple declaración en toda su persuasiva crudeza, porque es el punto final o destino de un viaje que nos lleva de lo global, de lo colectivo desplegado en los ejes sincrónico y diacrónico, a lo personal, lo afectivo, el diálogo íntimo con los otros y el otro, y finalmente al vislumbre de aquello que nos constituye, la raíz del ser o su conciencia. Un viaje que empieza con un oxímoron o algo que se le parece mucho («Dormir con los ojos abiertos, bien abiertos / Dormir alerta»), con infinitivos estáticos, de naturaleza impersonal, y que termina con una declaración de raíz inequívocamente personal, urgente, a la vez expresiva y apelativa: «Dime que me quieres».

Descontando este epílogo, Las linternas flotantes consta de veinte secciones o cantos de diversa extensión que responden, de manera evidente, a una ambición de totalidad. Se trata, como bien ha dicho Ernesto García López, de un libro-poema, de un largo poema que se despliega en movimientos y que parte, en el primero de ellos −uno de los más determinantes−, de una aceptación, lúcida pero no resignada, de los opuestos que gobiernan la existencia: día-noche, bien-mal, vida-muerte, pleno-vacío, visión-ceguera… Maniqueísmo, sí, pero como punto de partida para el viaje de una conciencia que trata de reunir, eliotianamente, los fragmentos dispersos y contrarios a fin de darles un sentido. Y no sólo sentido, sino un uso en el sentido filosófico del término: quiero decir, algo que nos ayude a vivir, que sea herramienta de vida y nos haga más sabios, más felices. Se trata de un viaje incierto, donde a menudo se pierde pie o se encuentra uno con indicios embusteros que lo apartan del camino. La propia autora confiesa hacia el primer tercio del libro:

¿Por qué caminos vamos
si hay camino
--tiempo herido en su costado?
¿Hay antes y después?
¿Sendero hay?

Este carácter incierto del avance se inscribe en la forma misma del poema, lleno de preguntas, de negaciones, de aparentes contradicciones que se resuelven en súbitos aforismos que nada resuelven. O mejor dicho: que nada demuestran. Que sólo muestran, afirmando con rotundidad verbal lo que, por lo demás, tampoco podrían argumentar por la vía de la lógica. Entretanto, sobre todo en los cantos inaugurales, se oyen ecos abundantes de tradición de la mística negativa o del Eclesiastés, también del eco mismo que estas voces dejaron en el Eliot de Cuatro Cuartetos, por ejemplo, o en la sequedad astillada con que Jerome Rothenberg retoma la tradición de la primitiva poesía oral:

Suspensión del sentido para ver lo pleno
Suspensión del sentido para oír lo pleno
Suspensión del sentido para oler y tocar […]
Suspensión del sentido para sentir lo pleno
Suspensión de todos los sentidos para el sentido pleno […]

Las aporías recorren este poema-libro en todos sus planos, del sintáctico al morfológico, creando neologismos y palabras compuestas (vórtice-tiempo, sangre-alma, ángel-lechuza, velos-vendas, Fórmula-madre, Vasija-cofre, Luz estético-ética…) que, además de intentar corregir la propia visión maniquea de la que parten, son ejemplos extremos de un decir austero, abocado a lo mínimo, que sin embargo es capaz de fluir ágilmente, desplegarse en un discurso de ritmo y cadencia eficaces gracias al uso de anáforas, oxímoros, negaciones que afirman y asertos que niegan, dibujando así un ámbito plural de referencias que trata –ya se ha dicho– de asumir la totalidad, comprenderla en su riqueza inagotable. Se trata, en última instancia, de encarar a la existencia sin disimulos, de mirarla a los ojos en lo que tiene de bondad y maldad, conceptos que la autora emplea sin ironía como apoyo para el salto de trampolín del discurso: «Moremos / en el seno de la noche / en el fétido seno del mal // contra el mal». Dicho de otro modo –como quiere una larga tradición humana de ritos iniciáticos–, es preciso afrontar los propios miedos, los ángulos ciegos o viles de uno mismo, a fin de superarlos. Aquí el yo toma responsabilidad por el colectivo, rinde cuentas por la maldad del colectivo a que pertenece, y trata de expiar el cúmulo de infamias que impregnan nuestro presente. Lo que viene a decir Roffé, me parece, es que no es posible sentirse ajeno a ese mal, entre otras cosas porque es parte de nosotros, pero que tampoco el mal puede limitarnos: es preciso verlo como un instante o peldaño en la dialéctica incesante del aprendizaje humano. También hay verdad, hay luz, hay amanecer, hay día (palabras y nociones que comparecen una y otra vez en esta poesía a modo de hitos numinosos, con la energía que tienen en la poesía primitiva), y esa realidad alternativa y simultánea nos permite tener confianza, albergar esperanzas frente al continuo declive ético-social del que somos juez y parte, pues es la existencia misma.

La forma en que Roffé trae o invoca lo histórico al poema me ha hecho recordar unas lúcidas y más que nunca necesarias palabras de Tomás Segovia en El tiempo en los brazos. Cuaderno de notas (1950-1983), cuando denuncia la tendencia de cierta crítica contemporánea a caer en la trampa de los sistemas y ciclos temporales, su voluntad (en gran medida de raíz hegeliana) de dibujar tramas autosuficientes de acción y reacción que ignoran la existencia de realidades a-históricas, es decir, originarias:

La traición en la poesía y el arte modernos es cuando en lugar de restituirnos a la naturaleza −y a nuestra naturaleza−, como es su misión, se deja engañar a menudo y acaba por hacerse sierva de la Historia, por conducirnos nuevamente al mundo puramente histórico. El mundo histórico es el desierto. La poesía es el agua viva, natural, que fertiliza este desierto, y sólo ella puede fertilizarlo.

Y añade: «Si no hubiera historia no seríamos como somos, naturalmente. Pero si no hubiera la hermosura del mundo y el amor no seríamos. Y no habría historia […]». Segovia se refiere aquí a la facultad del pensamiento analógico, del pensamiento fundado en el ritmo y la imagen y la visión, para saltar por encima del tiempo, de la historia, y encarnar la continuidad del ser, la continuidad de lo humano. Eso humano, sin embargo, que no puede vivir fuera de la historia, porque el hombre es tiempo y es historia desde el momento mismo de su nacimiento. Por eso dirá, desde su condición de poeta, que «la historia no tiene sentido sino con relación a la restitución de lo originario. La Historia es al mismo tiempo el lugar donde hemos perdido lo originario y el terreno en que lo buscamos». La poesía, sobra añadirlo, es nuestra forma de buscarlo.

Esta búsqueda de lo originario es precisamente el asunto central de Las linternas flotantes. Una búsqueda que opera por retracción, por contracción, al modo de la cábala luriana. Es un abandono del mundo que trata, al achicarse, de conceder al mundo su presencia justa, pero también de descubrirlo en el ser, en las palabras del ser, como si eso que encontramos al final del trayecto de la conciencia fuera un reflejo holográfico de la totalidad, una réplica a otra escala. El yo descubre entonces que todo estaba en él/ella, bienes y males, afirmaciones y negaciones, que la plenitud estaba aquí, adentro. El canto final, el número veinte, es justamente una denuncia explícita del relato sagrado que nos separa de ese tiempo originario, una denuncia de la presunta caída o lapso que nos hace mortales, finitos, imperfectos:

Caída no hubo.
Lo alto está aquí. Es aquí.
Adentro.

Caída no hubo.
Distracciones hay. Vientos. Fugas.
Maquinarias. Grandes, grandes.
Juegos de sombra, preocupación y olvido. De sí. […]
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De pronto la validez de otros relatos míticos se desmorona. La plenitud no es ni puede ser exterior, no depende de dones de fuera, arrancados a los dioses o sacados a hurtadillas de paraísos artificiales. Prometeo no existe y puede decirse, entonces, un verso incitante y sentencioso a la vez como un aforismo: «Robar el fuego no es robar ni es fuego». Cada cual es su propio dios, cada cual porta su propia llama, que es doble y prolongación de las demás: «en sí y fuera de sí / −todo es uno−».

Las linternas flotantes se cierra, así, en el origen, en el tiempo del origen, que es el tiempo del amor, del Bien que se dice incesante (mil veces) a sí mismo: «En mi fin está mi principio», decía Eliot en «East Coker»». El viaje, pues, ha llegado a un término que es un recomienzo, un nuevo empezar. Un viaje, por lo demás, en el que Roffé ha sabido espigar ideas y figuras de distintas tradiciones espirituales, pero siempre al servicio de la lógica poética, es decir, de la lógica de la imagen y el ritmo. Y en cuyos últimos cantos aparece con insistencia un que es doble o reflejo del yo, sombra con la que se dialoga, pero que a la vez apunta, me parece, a la pareja originaria, la fundadora, habitante primera del Edén. Tan pronto oímos ese conativo, también cada uno de nosotros, como lectores, está ahí presente, implicado por fuerza en ese diálogo que se proyecta hacia nosotros, que debe proyectarse hacia nosotros, para cobrar sentido.
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lunes, octubre 18, 2010

retorno

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Entrar en la ciudad con el coche en silencio, cada cual en sus pensamientos, mientras los ojos desplazan su desgana sobre fachadas y carteles y sólo el balbuceo de la radio aventura algo semejante a una conversación. Todos estamos ya en otro lugar, otro día, lo que vivimos quedó atrás y es un bagaje levemente incómodo que va de mano en mano a la luz vidriosa de los semáforos. La tarde que declina, el coche suturando las calles, las rotondas, las frases que se dicen por decir y son como la máscara del silencio, su pequeño altavoz. Allí seguimos, horas después, junto al olor de ropas oreadas, el tacto de unas llaves en los bolsillos. Cuando la complacencia es una forma de la inercia. Cuando el cansancio tiene forma de complacencia. Cuando llegar no importa, sólo la inercia del llegar, su expectativa.
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domingo, octubre 17, 2010

jueves, octubre 14, 2010

ráfaga


En ocasiones, al sentir de reojo el salto repentino de una urraca entre dos troncos o detrás de una verja, me ha parecido que era una lagartija, algo frío que repta clandestina o culpablemente para evitarme. Sólo entonces, entre dos parpadeos, cuando no estoy atento, se me aparece el origen reptiliano del pájaro, su linaje de escama y furtivismo, como si rastrear gusanos bajo tierra fuera una penitencia por haber traicionado su clase original, no recordar la mugre que manchaba sus vientres.
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miércoles, octubre 13, 2010

david shapiro / poema

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Modelo de Journey II, de John Hejduk


Además de ser un muy activo profesor universitario de arte y literatura, un violinista consumado, el autor en 1979 de un estudio pionero sobre John Ashbery y traductor de Rafael Alberti (en concreto, de los poemas que dedicó a Picasso), David Shapiro (1947) es un espléndido poeta. Publicó su primer libro en 1965, a los dieciocho años, y desde entonces no ha mirado atrás: prolífico, inventivo, lúdico y atrevido, Shapiro ha trabajado en la ancha estela abierta por los poetas de la escuela de Nueva York, con los que comparte un gusto acentuado por la pintura moderna (ha escrito libros sobre Mondrian y Jasper Johns, entre otros) y cierta sana distancia irreverente de los productos de la alta cultura, que es sin embargo su hábitat natural.

Shapiro es un agente cultural de primer orden. Uno de sus mentores fue el arquitecto, proyectista y también poeta John Hejduk (1929-2000), uno de los teóricos más influyentes de la arquitectura contemporánea. Con Hedjuk compartió poemas, inquietudes y conversaciones (una de ellas, por cierto, aparece en un número reciente de Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes). Entre los diversos poemas que Shapiro ha dedicado a su maestro me quedo con esta «Oración por una casa», que tiene una estructura de fractal o cajas chinas (de muñeca rusa) en las que cada elemento aparece una y otra vez en distinto lugar; una plegaria enloquecida y al mismo tiempo metódica (though this be madness, yet there is method in it) que recuerda el trabajo geométrico de Hejduk, su obsesión por jugar con las leyes de la perspectiva (también con el paso de las dos a las tres dimensiones) y explotar el caudal de posibilidades inherente a las cuadrículas o rejillas y los sólidos platónicos.

El original, por cierto, aquí.



David Shapiro

Oración por una casa

para J. H.

Bendito es el arquitecto de las estructuras desmanteladas
Bendita es la estructura a la intemperie entre nieve de primavera
lo mismo que mentiras
Bendito es el cristal que salta de la roca matriz como un bufón
Y bendita es la escuela

Benditas facturas
Benditas como nieve de primavera
Benditas como un Bufón
Y un libro quemado

¿Es la escuela una estructura o la intemperie
O una mentira como nieve de primavera
Y salta la roca matriz como un bufón
Y es un libro quemado o construido?

Bendito es lo desmantelado
Bendita igualmente la incrustación que es como la primavera
Bendito el tigre de la roca matriz como un bufón encontrado
Y bendita es la escuela

Bendito es el corte y el grito
Bendito el cuerpo del paciente en la nieve de primavera
lo mismo que mentiras
Bendito es el cristal que sale de la roca matriz como un bufón
Y bendito es el libro quemado

Bendito es el anacoreta y el arquitecto en el borrón oscuro
Bendito es el desmantelador inclinándose para desmantelar
Bendita es la bufonada saltando de la roca matriz
Y bendito cada libro no iluminado

Bendito es el arquitecto del corte desmantelado
Benditas las estructuras a la intemperie entre mentiras
como nieve de primavera
Bendito es el cristal que salta de la roca matriz como un bufón
Y bendita es la escuela como una biblioteca en llamas

Vieja nueva oración
Vieja nueva canción
Bendito es el cristal y el grito y la roca matriz como un bufón que pinta
Y bendita es la escuela


Trad. J. D.
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martes, octubre 12, 2010

desde fuera

Un buen amigo, hispanista extranjero, regresa de hacer un estudio de campo sobre la joven o nueva o última poesía española. Le pregunto cuál es su impresión general, con qué se queda después de tanta charla: «Mi impresión -dice, con algo de perplejidad en la sonrisa- es que, salvo excepciones, los poetas jóvenes en España quieren ser todos novelistas».
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domingo, octubre 03, 2010

error rima con aviador

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Leonard Baskin, Cuervo


Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas sólo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios. […]

Y

Así empieza una breve y algo azarosa reflexión sobre el error en literatura que escribí aprovechando la tranquilidad del verano y que ahora ve la luz en la revista/bitácora Las razones del aviador. En realidad, es un juego de palabras al que traté de sacarle algo de jugo. Podéis leer el escrito en su totalidad aquí.
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