domingo, marzo 28, 2021

migas

 


 

El ciego, que vuelve a escabullirse detrás de la cortina de sus ojos.

 

 

 

La última vez que lo vi, había salido de caza. Echado en el suelo, entre rastrojos, dejaba que los gorriones le picotearan la oreja.

 

 

 

No ha parado de hablar desde que entró en el vagón. Veinte minutos de casuística legal que no dejan un cabo suelto ni un pelo fuera de sitio. «Vamos a ver, el papel lo aguanta todo», le espeta a su cliente. Un abogado, claro. Y cuántos de nosotros le estaremos dando la razón sin saberlo.

 

 

 

Han pasado quince años, y aún hoy, en el sueño, el desdén de C. al saludarme. Y los ojos astutos y altivos de su mujer, que no era la suya –la que le conocí en aquel tiempo–, pero que le iba a C. como un guante…

 

 

 

Silencio del entusiasta. La lengua hinchada del elogio no le cabe en la boca.

 


miércoles, marzo 24, 2021

un espejo de palabras

 

 

Cartas de Sylvia Plath. Vol. 1 (1940-1951), edición de Peter K. Steinberg y Karen V. Kukil, traducción de Ainize Salaberri, Tres Hermanas, Madrid, 2020, 460 págs.

 

 

Pocos escritores han visto estudiada su vida (y su muerte) con las lentes de aumento que Sylvia Plath lleva concitando desde aquella fría madrugada del 11 de febrero de 1963 en que decidió meter la cabeza en el horno. La veda se abrió muy pronto, con una necrológica del crítico Al Alvarez en The Observer que aludía al «genio peculiar» de una poeta «poseída», poniendo la primera piedra de un mito que en apenas dos años se volvió ingobernable. La publicación de Ariel en 1965 fue un estallido cuyo eco nos sigue llegando amplificado por multitud de biografías, estudios críticos y guías de lectura que hacen difíciles equilibrios entre la vida y la obra. Es agotador servir a dos amos a la vez. Ese es justamente el tema de La mujer en silencio de Janet Malcolm, uno de los libros más lúcidos que ha generado el mito Plath y que estudia con piedad cómplice las distorsiones que la fama mediática –y más en una cultura tan ofuscada por la celebridad como la estadounidense– introduce en la recepción de la obra y el modo en que nosotros, los lectores, percibimos a sus protagonistas.

 

Así que bienvenida sea la oportunidad de volver a la fuente, las palabras mismas de Sylvia Plath. Después de la publicación de sus Diarios completos (Alba) en 2016, nos llega de la mano de Tres Hermanas el primero de los cinco volúmenes en que verán la luz sus cartas. La edición reproduce fielmente la edición inglesa, cuidada por Peter K. Steinberg y Karen V. Kukil (que fue también la editora literaria de los diarios), pero convierte los dos volúmenes originales en cinco, de modo que este primer tomo no llega a 1956, como su homólogo inglés, sino a finales de 1951, cuando Plath es una brillante joven de diecinueve años que cursa su segundo curso universitario en Smith College. Estamos, pues, ante un relato en primera persona de la infancia y adolescencia de la autora. Un relato discontinuo y parcial que conviene cotejar con los diarios que empezó a escribir en enero de 1944, con apenas once años; pero también un relato sesgado, pues las cartas son la versión que da de sí misma a los demás: una imagen bien delineada que se amolda a las expectativas ajenas, en especial las de su madre, y que es tanto ficción tranquilizadora como su modo, largamente perfeccionado, de obtener afecto y recompensa.

 

Conocemos el estilo epistolar de Plath gracias a Cartas a mi madre (Letters Home. 1950-1963), el volumen con que Aurelia Schober quiso corregir el retrato feroz que su hija había dado de su relación en La campana de cristal y en poemas como «Medusa». El tiro le salió por la culata: algo ingenuamente, Aurelia no se dio cuenta de que las cartas, que para colmo se ofrecían expurgadas, no hacían sino confirmar el carácter asfixiante y hasta enfermizo de un vínculo que preludia y explica en parte la «intensidad claustrofóbica», según los propios implicados, de la relación con Ted Hughes. La muerte del padre, Otto Plath, en noviembre de 1940 arrojó a la familia a una precariedad económica que Aurelia suplió con una mezcla de trabajo duro, buena economía familiar y una exhibición de abnegado sacrificio que su hija, observadora atenta y hambrienta de cariño, percibió casi por ósmosis.

 

El grueso de este volumen sigue la tónica de aquel viejo Letters Home y está conformado por las innumerables cartas y postales (a veces a un ritmo de dos o tres al día) que Plath dirigió a su madre, bien desde la casa de sus abuelos, donde pasaba temporadas cada vez que Aurelia conseguía trabajo, bien desde los campamentos de verano a los que asistió entre 1943 y 1948. Son las cartas prolijas y expresivas de una niña muy inteligente con ganas de agradar y sobre todo de impresionar; cartas llenas de dibujos, miniadas, en las que su autora da rienda suelta a su talento visual y su afición al detalle llamativo. La inquietud por el dinero asoma enseguida en forma de listas de gastos y tablas contables, todo anotado con detalle: «he gastado alrededor de 45 céntimos en la lavandería cerca de 20 céntimos en fruta, 1,50 en nesesidades y 20 céntimos en caprichos. 2,40 en total. No voy a necesitar gastar mucho más, solo en la lavandería y en fruta» (21 de julio de 1943). Por cierto, gran parte del mérito de que oigamos tan claramente a esta niña de diez años es de la traductora, Ainize Salaberri, capaz de recrear con gracia el lenguaje infantil de Plath, sus errores de ortografía y léxicos, etc. Con los años esos errores se corrigen, pero no así su afán competitivo y su inseguridad, que van a la par. Esta veta perfeccionista le impide creerse sus propios logros y una y otra vez la vemos poniéndolos entre paréntesis (que es, claro, una forma inconsciente de subrayarlos).

 

El otro leit-motiv de estas cartas infantiles es la comida, de la que Plath ofrece informes exhaustivos. Al deber filial de alimentarse bien se le suma el placer mismo de comer, del que ofrece un testimonio que concurre con su gusto manifiesto por la vida, la naturaleza, las actividades al aire libre, todo lo que ponga a prueba su cuerpo y su capacidad de resistencia, que en ella es una forma de sensualidad.

 

Particular interés tienen los poemas que intercala de vez en cuando y en los que la voz infantil de Plath augura muchos de los motivos «adultos» de Ariel, como si ese libro final (cumplidas las lecciones del oficio, arrumbado el saco de influencias que arrastraba desde el bachillerato) hubiera sido en parte un regreso a las raíces. El rigor descriptivo de «Un atardecer de invierno», escrito nada menos que con trece años, trasluce una inquietud amenazante que rima con el aire gótico de «La luna y el tejo»: «… La luna pende, un globo de luz iridiscente / En el cielo de una noche helada, / Mientras que contra el brillo occidental uno ve / el esqueleto desnudo y oscuro de los árboles. // Las estrellas aparecen y una a una / Escudriñan el mundo con mirada arrogante». Así también estos versos, escritos seis meses después en el campamento de verano y en los que se oye un ritmo, un decir, que cualquier lector atento de Plath sabrá reconocer: «El lago es una criatura / callada pero salvaje. / Dura y pese a todo amable, / un hijo indómito…». El tono algo petulante de algún pasaje («No puedo permitir que Shakespeare se aleje demasiado de mí, ya sabes», escribe en 1947) puede hacernos sonreír, pero no despistarnos sobre el alcance real de su talento.

 

Con el tiempo Plath amplía la nómina de corresponsales: Margot Loungway, con quien intercambia confidencias filatélicas y juega a ser mayor; o Hans-Joachim Neupert, joven alemán con el que establece amistad por correspondencia y que le permite explayarse sobre las sutilezas de la cultura popular americana. Las cartas a Neupert nos dan pistas sobre sus lecturas (con dieciséis años, ojo, ha leído a Robert Frost, Willa Cather, Eugene O’Neill y Sinclair Lewis, pero también Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell) y también atisbos de sus inquietudes espirituales y sus dudas íntimas: así el relato del sentimiento oceánico que experimenta en el campamento de verano de 1948 («creo que la grandeza de la naturaleza cura el espíritu») o su temor, nada infundado, al cambio de vida que supone el ingreso en la Universidad.

 

La lejanía garantiza la confidencialidad y hace que Plath pueda mostrar su flanco más vulnerable. Así ocurre en las cartas que escribe a Eddie Cohen poco antes de entrar en Smith College. Después de incontables rechazos, Plath logra publicar su cuento «And Summer Will Not Come Again» en la revista juvenil Seventeen, lo que provoca que Cohen le escriba un mensaje admirativo desde Chicago. Muchas de las cartas a Cohen fueron destruidas, pero las pocas que se conservan nos dejan ver la manera coqueta, casi teatral, con que la joven estudiante dosifica la información y muestra (a distancia) su mejor rostro. Pero Smith no tarda en sepultarla con sus exigencias académicas, lo que implica un recrudecimiento de la correspondencia con su madre. Como explican los editores, «de las 85 cartas reunidas que escribió durante el primer semestre en el Smith College, todas menos dos son para su madre». Sorprende la franqueza con que Plath le narra su vida cotidiana, la espiral de clases, deberes y actividad social, sus citas desganadas con alumnos de colleges vecinos (Smith era un centro exclusivamente femenino) y su ambición literaria, que se traduce en una contabilidad exacta de lo que escribe, ha escrito o espera publicar.

 

Al final de este primer volumen seguimos en Smith, con una Plath recuperada del shock del primer curso, haciendo planes de futuro y escribiéndose con uno de sus pretendientes. La vida le sonríe y disfruta en primera línea del espectáculo de pirotecnia de los «felices cincuenta», cuyos valores ha empezado a cuestionar en secreto. Todo está por hacer y, sin embargo, el mecanismo deja escapar un ruido sospechoso allá dentro: «herrumbrosa ensoñación, las ruedas / De hojalata de los manidos tópicos sobre el tiempo, / El perfume, la política, los ideales fijos». Continuará.

 

 

[Babelia, 21 de noviembre de 2020]

 

 

sábado, marzo 20, 2021

un cuestionario

 

Hace un año estábamos sumidos en el estupor de los primeros días de confinamiento, y este blog iba dando cuenta de algunos momentos de mi vida cotidiana, del hogar y sus misterios, que no quería ver esfumarse en el aire. Fueron las entradas que luego dieron en La vida en suspenso. Meses después, a punto de arrancar el verano, la directora de la revista Ínsula, Arantxa Gómez Sancho, tuvo la gentileza de invitarme con otros escritores españoles –Ada Salas, Francisco Ferrer Lerín, Ricardo Menéndez Salmón o Harkaitz Cano, entre otros– a responder a un breve cuestionario sobre «escritura y pandemia». Tres preguntas tan sólo. Pero suficientes, parece, para avanzar indicios o sospechas que el paso del tiempo no ha hecho sino apuntalar. El resultado se publicó en el número 886 de la revista, correspondiente al pasado mes de octubre.

 

 

¿Cómo ha sido tu experiencia de la pandemia? ¿Se ha reflejado en tu escritura durante estos meses de cuarentena?

Mi experiencia de la pandemia ha quedado reflejada de manera bastante directa en La vida en suspenso, el diario que ha publicado la editorial Fórcola y que fui compartiendo por entregas en la revista asturiana El Cuaderno Digital. Sucedió que a lo largo de los días que precedieron y siguieron inmediatamente a la declaración del estado de alarma (un viernes 13 que hizo honor a su mala fama supersticiosa) toda mi actividad como editor externo, profesor y conferenciante quedó paralizada o en suspenso. Todas las citas que tenía marcadas en mi agenda de marzo y abril –clases, presentaciones, lecturas de poesía– se fueron cancelando una a una y de pronto me vi desocupado, con una extensión insólita de tiempo libre ante mí. Una vez hechas las cuentas y resueltas las cuestiones de intendencia doméstica, me pareció que lo más razonable era dejarse llevar por la corriente –o doblarse cual junco de proverbio oriental– y asumir el parón con normalidad. Pero no pude evitar que en ese vacío dejado por la falta de cargas laborales brotara la escritura. Lo hizo sin estridencias, como respondiendo a la necesidad de sosegar y ordenar la mente. El carácter excepcional de lo que vivíamos me llevó de manera espontánea al diario, que es tal vez el género más flexible y mejor dotado para dar cuenta del día a día con una palabra que, siendo fiel a las circunstancias, permita mantener la tensión literaria y una cierta voluntad de estilo. No es solo que en el diario quepa todo, sino que en sus páginas es posible ensayar tonos muy diversos: reflexivo, narrativo, irónico, lírico, etc. Y así fueron pasando los días. Una expresión que utilicé a menudo en los mensajes a los amigos fue: paciencia y buen humor. Y esa actitud de ecuanimidad fue lo que traté de mantener en mi vida cotidiana y de trasladar a mi escritura. No siempre con éxito, por desgracia.

 

¿Cómo afectará lo que ha ocurrido a nuestra organización social y modos de convivencia? En tu opinión, ¿quién sale ganando y quién perdiendo?

Es pronto para decirlo, creo, y tampoco soy un sociólogo o un economista con datos fiables y actualizados. Ahora mismo todo son conjeturas, y en el momento de escribir estas líneas –mediados de junio– parece que la famosa «desescalada» se acelera por momentos. Como ciudadano de a pie con inclinaciones especulativas, me preocupan varias cosas: uno, que insistamos en seguir modelos económicos y productivos que ya antes de la pandemia generaban desigualdad social y eran catastróficos para el medio ambiente; dos, que aquí en España muchos sigan pensando que la solución pasa por volver a los pilares de nuestra economía desde el desarrollismo franquista, que son el turismo y el ladrillo (un caso en el que la falta de imaginación y de humildad cobra dimensiones casi criminales); tres, que hayamos resuelto el presente del fútbol y las terrazas de los bares antes que la vuelta a las aulas y el futuro inmediato de la educación y la cultura; y cuatro, así en general, que una parte sustancial de la población no haya aprovechado estos meses para poner en cuestión muchos de sus hábitos o preguntarse por la viabilidad de un sistema basado en el consumo febril, el despilfarro y el egoísmo hipócrita.

 

¿Cuál es el lugar de la literatura en estos días inciertos?

Creo que el lugar de la literatura, y de la creación en general, en estos tiempos será más o menos el que siempre ha sido. Se habla mucho de la función crítica de la palabra, y esto es así, pero se dice menos que esa función crítica pasa por un reforzamiento de sus facultades imaginativas. Dicho de otro modo: de la capacidad de la literatura para seguir concibiendo realidades alternativas, conjeturales, y mantener encendido el candil de la utopía. Decía Paul Celan en su «Discurso de Bremen» que «los poemas están en camino: se dirigen a algo. ¿Hacia qué? Hacia algún lugar abierto que invocar […], una realidad que invocar». La verdadera creación abre, no cierra; mantiene activo el principio de esperanza y canaliza activamente la energía reprimida del sueño. Y nosotros estamos obligados a preservar a toda costa esa dimensión utópica de la literatura.







martes, marzo 16, 2021

fiona sampson / el golem de frankenstein

 

 

¿Quién es este

moviéndose ágilmente

en la oscuridad

por un paisaje

al que la luz del día

aún no ha moldeado

deslizándose informe

como una sombra

en la negrura

y en lugares ignotos

llevando noche

junto a su piel

portando pieles

de pino y piedras

quién es este

átomos que hormiguean

en su piel

quién atraviesa

la negrura

en donde fue enterrado

y de la que

le extrajeron

no por amor

por poder únicamente

echado de la muerte

y forzado de nuevo

a atravesar

su propio

morir quién

se aleja deslizándose

entre las rocas (mientras

los saltos de agua

electrifican

la penumbra) quién es este

en la montaña

donde los despertares

despuntan en la piedra

naranja rosa

terracota

la luz nueva

tiernamente forjada?

 

 

el original, entre otros poemas, aquí.


 

 

En nuestro país se conoce a Fiona Sampson (Londres, 1963) como la autora de En busca de Mary Shelley, que Galaxia Gutenberg editó a finales de 2018. Pero Fiona Sampson es sobre todo y ante todo poeta, y como poeta publicó el año pasado Come Down (Corsair), un libro espléndido del que he traducido nueve poemas para el último número, el 32, de la revista Nayagua de la Fundación Centro de Poesía José Hierro (y que se puede descargar aquí).

 

Entre esos nueve poemas no podía faltar uno sobre el monstruo del doctor Frankenstein, ese golem romántico al que Sampson dedica páginas llenas de lucidez en su biografía de Mary Shelley. El tono tentativo y hasta indagatorio de la pieza –que es, toda ella, una larga interrogación– me hace pensar en «Wodwo», aquel viejo poema (de 1967) que Ted Hughes dedicó a una suerte de «hombre de los bosques» mitológico, un hombre salvaje que descubre su propia naturaleza conforme explora el mundo natural con sus cinco sentidos y su inteligencia intuitiva. Solo que este nuevo hombre del poema de Sampson, este golem de la alquimia moderna, es cualquier cosa menos natural, y lo que descubre justamente es que fue forzado a nacer «echado de la muerte». Con todo, la imagen que cierra el poema, una imagen luminosa, es un atisbo de esperanza, también para él.

 

 


viernes, marzo 12, 2021

poema


Anselm Kiefer, Solo con el viento, el tiempo y el sonido 
[Nur mit Wind mit Zeit und mit Klang, 1997], 1024 x 538 cm.

 

 

 

A veces he pensado que en el aire

quedan las huellas

de estos encuentros, la conversación,

un enjambre de frases y palabras

que descienden livianamente

y al hacerlo se ordenan, se alinean

sin prisa

como ladrillos en el suelo:

un zigurat verbal

donde habita la médula del habla,

el templo que debemos

al dios de lo callado.

Nadie nos dio permiso para entrar.

No serán nuestros los pasillos,

las terrazas solares,

los secretos de su liturgia.

La pirámide sólo responde ante la luz.

 

 

lunes, marzo 08, 2021

ciudad irreal

 


Es un libro esbelto, de pequeño formato. La cubierta está un poco apagada por los bordes, pero la tinta azul del título (The Waste Land and Other Poems) resalta con elegancia sobre el fondo color salmón. Es la tercera impresión (1942) de una edición hecha originalmente dos años antes, al comienzo de la guerra. Lo compré en 1989 por libra y media en una librería de viejo de Liverpool y viajó en mi mochila durante las tres semanas de Interrail que nos separaban de casa. Su bajo precio (típico de la colección de Faber & Faber a la que pertenecía, Sesame Books) me hace pensar que fue una edición popular en la época, de la que sigue habiendo muchos ejemplares, y, en efecto, las páginas de respeto abundan en notas escolares hechas por su antiguo dueño. Yo también era o seguía siendo un estudiante, pero aquel librito no fue nunca una lectura obligatoria, sino la imagen misma de la poesía, su enseña más nítida. Y ahí recalaba cada poco no solo para aprender, sino para cobrar fuerzas y asentar mi vocación, que es como decir quién era o podía ser.

 

Ochenta páginas tan solo, pero ahí aparecen algunos de los poemas centrales de la modernidad: «The Love Song of J. Alfred Prufrock», «Gerontion», «Marina» y, claro está, «The Waste Land», esa tierra baldía y mítica que ha configurado nuestra forma de leer y comprender la ciudad del siglo XX. Concebido como una muestra de Collected Poems. 1909-1935, la selección –asumo que del propio Eliot– es impecable salvo por una tacha: falta «Los hombres huecos» y sobran las cuartetas de «Sweeney entre los ruiseñores», con ese sarcasmo forzado que no tarda en volverse contra su autor. Habría estado bien añadir «Rapsodia de una noche de viento» y «Retrato de una dama», pero no se puede tener todo. Para compensar, hacia el final se incluyen tres de los cinco «Paisajes» que Eliot escribió a principios de la década de 1930 y que tienen mucho de reverso pastoral y onírico de sus «Preludios» de juventud.

 

Ochenta páginas, sí, pero ahí está la poesía más alta del siglo, con permiso de Rilke, Lorca o Ajmátova («pero no hay competencia», como escribiría el mismo Eliot años después). Un estilo a la vez fragmentario y memorable, narrativo y gnómico, capaz de sintetizar una emoción o una idea en versos indelebles gracias al poder de esa imaginación auditiva que gobierna su creatividad. Pocos poetas han legado a sus lectores un arsenal tan opulento de imágenes y aforismos: «Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre la mesa» «Abril es el mes más cruel»; «He medido mi vida en cucharadas de café»; «Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur»; «un manojo de imágenes rotas donde el sol bate»; «te mostraré el miedo en un puñado de polvo»; «cada poema un epitafio»; «así termina el mundo / no con una explosión sino con un sollozo»… ¿Debo seguir?

 

Sin embargo, más allá de esta facilidad asombrosa para grabarse en nuestro recuerdo, la poesía de Eliot acoge las inquietudes centrales de su siglo y plasma una versión feroz y precisa, casi quirúrgica, de la carencia de centro y de convicción del sujeto moderno. Ahí comparecen la lucidez y sus hijos, Inacción y Hastío; la ciudad hormigueante de Baudelaire convertida en galería de espejos donde el yo se pierde sin remedio, escindido en mil reflejos; la Babel de lenguas y mitos originarios que conviven bajo el mismo techo celeste; el tiempo cíclico de la naturaleza y la fuerza destructiva del sexo, que nos obligan a morir y regenerarnos casi por decreto; el carro del progreso llevando en procesión al muñeco de trapo de la esterilidad y la ruina ecológica; y todo, en fin, envuelto en una fascinación amorosa por «las mil imágenes sórdidas / de que estaba constituida tu alma».

 

Cien años después de su aparición, la «Unreal City» de Eliot sigue siendo, en gran medida, nuestra ciudad. No hay forma de escapar de ella ni de conjurar su rara belleza. Y cada día que pasa vemos que las palabras que la erigieron se vuelven más reales, más palpables y ciertas, que la sombra de nuestros pasos desorientados.

 

[Publicado en la revista Quimera, núm. 445, enero 2021, págs. 20-21]

 




jueves, marzo 04, 2021

la mano abierta

 


 

Los protagonistas de esta fotografía son dos grandes poetas mayores. Digo mayores y no ancianos, y digo bien. José Ángel Valente estaba a punto de cumplir 71 años y Antonio Gamoneda, a su izquierda en la imagen, 69, edades que ahora nos parecen una extensión de la madurez, pero que en su caso ratificaban una vocación decidida de postrimería, la certeza de encarnar o estar asistiendo a un final de época. Una vocación, además, que se veía subrayada por el acecho de la enfermedad y la muerte. Valente se muestra aquí muy delgado, consumido casi por el cáncer de estómago que acabó con su vida. Gamoneda, siempre vital y enérgico a pesar de sus achaques, le confesaba meses antes, sin embargo, que «mi tensión arterial está ingobernable y esto no es poca cosa para quien tiene las carótidas reducidas a la mitad». Por suerte, esas carótidas siguen sirviendo bien a su dueño, pero la imagen nos recuerda que los poetas suelen aflorar a la conciencia pública en el tramo final de su ejecutoria, con la suerte de la obra ya echada.

 

No conocemos al autor de la foto. Sí el lugar y la fecha en que fue tomada, durante un encuentro de poetas y pensadores («Nostalgia de la ciudad, poesía y filosofía en la sociedad tecnológica») que se celebró en el salón de actos del Círculo de Lectores en Madrid el 7 de abril del año 2000, según nos informa la periodista Amelia Castilla en su nota de El País. Han pasado poco más de veinte años, pero ni el Círculo de Lectores ni su salón de actos (aquel espacio diáfano y legendario de la calle O’Donnell que gobernaba con puño de seda la gran Lola Ferreira) existen ya. Tampoco uno de los protagonistas. La fecha importa: esta fue la última aparición pública de Valente en Madrid antes de su muerte, que le sobrevino poco después, el 18 de julio de ese mismo año.

 

En la imagen es él, Valente, quien tiene la palabra, rubricando con la mano izquierda el aparte confidencial. El terno, impecable, le da un aire de alto magistrado. Gamoneda lo escucha con gesto a la vez atento y abstraído, una mezcla difícil que se materializa en los ojos entornados y la nariz respingona. Destaca el contraste entre corbatas, que el poeta de León corrige con el toque pensativo, casi profesoral, de sus gafas colgantes. Al fondo, en un discreto segundo plano, asoma un juvenil José Luis Pardo, otro de los participantes del coloquio junto con Miguel Morey, Tomás Segovia o Andrés Sánchez Robayna. Quizá Antonio recuerde el asunto de esa charla final, pero no quiero preguntarle. Mejor quedarse con el silencio locuaz de la escena, esa mano izquierda de Valente que «presenta, muestra, invita», como hace la doncella en el poema que dedicó en 1994 al San Jorge y el dragón de Uccello. Como si llevara algo escrito en la palma –un fragmento, nada, dos palabras– que al fin puede compartir con su interlocutor.

 

Esa mano abierta es también un foco de luz que alumbra desde abajo el rostro de los poetas y los reúne ante nosotros, sus lectores, cuando ya estaba claro que no habría otro encuentro. «Siento el crepúsculo en mis manos», consignó por esos años Gamoneda en Arden las pérdidas. Mes y medio después de que les hicieran esta foto, el 25 de mayo del 2000, Valente escribía su último poema, que es también una suerte de brevísimo epitafio que cierra en alto una obra de admirable coherencia: «Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo».

 

[Publicado en la revista Ínsula, 889-890, enero-febrero 2021, págs. 45-46]