lunes, noviembre 30, 2009

dos poemes

A pesar de lo que haga suponer mi nombre, jamás he escrito ni siquiera una línea en catalán. Alguna vez he traducido poemas y ensayos de escritores catalanes, y en tiempos incluso una amplia muestra de los diarios ingleses del historiador Ferran Soldevilla, que pasó parte de la década de 1920 en la Universidad de Liverpool. Por eso me ha hecho tanta ilusión el gesto del espléndido poeta José Luis García Herrera, que ha colgado en su bitácora una traducción catalana de mis poemas «Sylvia Plath» y «Viejo poeta» (ahora convertido en «Vell poeta»). Han quedado francamente bien, con esa sonoridad más cortante y concisa del catalán (por algo es mejor lengua que la nuestra para traducir la poesía en inglés). José Luis ha logrado tomar esos dos viejos poemas (al menos para mí) y darles nueva vida. Un esfuerzo de aclimatación que nunca le agradeceré bastante.

domingo, noviembre 29, 2009

x-mas

Primera noche con la iluminación navideña en las calles. Es curioso, he disfrutado mucho más que cuando era niño, he sentido una ilusión tan inesperada que, en un primer momento, la he atribuido al agotamiento (eran casi las nueve y media y todavía estaba en la calle, con las defensas intelectuales bajas, esperando el autobús de vuelta a casa y resintiéndome de los viajes de estos días). Pero la ilusión era genuina, como si, precisamente por ser adulto, quisiera disfrutar aun más de ciertos regalos o momentos infantiles que de pequeño me parecían de lo más normal, adscritos al orden natural de las cosas. Con el tiempo estos momentos de tregua, estas pequeñas y triviales iluminaciones domésticas que nos acercan de otro modo la atmósfera de la niñez, cobran una importancia inesperada; tienen algo de bálsamo para los rasguños del día a día, de hechizo contra el mal de ojo de la vida misma, y uno se aferra a ellas con plena conciencia de su carácter pasajero y hasta de cartón piedra, pero deseando respirar por un instante ese aire más limpio, más sencillo, como de quien todavía está aprendiendo a caminar.

domingo, noviembre 22, 2009

2mun2


Un mundo en el que sólo los gestos inconscientes, los esfuerzos involuntarios, tuvieran consecuencias. Causar tristeza o alegría, ofensa o alivio, pero siempre sin saber cómo.

*

Un mundo en el que nuestra muerte se nos anunciara siempre con un año de antelación. Una simple carta, un aviso escueto, sin detalles ni grandes ceremonias.

¿Cuál sería la religión de moda, entonces?

viernes, noviembre 20, 2009

sobre robert graves

Hace algunos años, con motivo de la exposición que el Círculo de Bellas Artes dedicó a su figura y su obra, publiqué este artículo sobre Robert Graves en el suplemento cultural del ABC. Se trataba, creo recordar, de glosar su labor poética y desvelar algunas de las claves que animaron la escritura de sus poemas. La verdad, me había olvidado de la existencia de este trabajo, hasta que ayer mismo, rebuscando entre papeles viejos, di con una fotocopia en una carpeta llena de papeles oficiales y notas y tarjetas de cortesía. Leído ahora, creo que cumple dignamente con su función y que explica en pocas líneas quién fue el poeta Robert Graves. Lo cuelgo recordando mi visita el año pasado a su vieja casa en Deiá, un lugar tocado realmente por la gracia, y recordando también mis primeras lecturas de la poesía de Graves, una breve muestra de su obra en la que aparecían ya (no recuerdo ahora quién las traducía) canciones como «Cerezas o lirios» o ese breve «Gota de rocío y diamante» con que se cierra el artículo.


La poesía necesaria de Robert Graves

Más conocido entre los lectores por sus narraciones históricas (Yo, Claudio y su secuela, Claudio el dios) o sus recreaciones de la mitología clásica, como El vellocino de oro, Robert Graves (1895-1985) fue, antes y por encima de todo, un poeta. La poesía fue su primera vocación y la médula dorsal de su itinerario creativo, el ámbito hechizado en el que descansaba de los trabajos alimenticios que financiaron su exilio voluntario en Deià. Trabajador infatigable (sólo en 1972 su bibliografía sumaba ciento veinte títulos), Graves cultivó la biografía y la autobiografía, la novela histórica y la novela a secas, el relato corto y la literatura infantil, fue traductor, editor, conferenciante y compilador de guías y enciclopedias, antólogo y ensayista literario, y en todas estas capacidades supo combinar su gran erudición con un punto de sabrosa excentricidad que despojó su trabajo de cualquier asomo de pedantería y difundió su nombre entre el gran público. Pero el centro, la reina o «diosa blanca» de su colmena mallorquina fue la poesía, a la que se aferró en el transcurso de sus múltiples trabajos con una sana y admirable obstinación. Graves se inició como poeta y como poeta terminó sus días, cuando la edad lo hubo incapacitado para trabajos de más largo aliento. Por eso no deja de ser curioso, o aleccionador, que sus mejores poemas se escribieran en la etapa más prolífica de su vida, la que va del comienzo de la segunda guerra mundial a mediados de los sesenta.

El acontecimiento central en la vida y la poesía de Graves fue su precoz experiencia como soldado en las trincheras de la Gran Guerra. Esta vivencia traumática constituye el meollo de su libro autobiográfico Adiós a todo eso (1929), escrito a modo de exorcismo de un pasado con el que no tardaría en romper definitivamente, o al menos así explicó su traslado a Mallorca con la también poeta Laura Riding en octubre de 1929. Esta idea de exorcismo articula también su concepción de la poesía, entendida como un acto de reducción y domesticación de realidades demasiado intensas o terribles. Uno de sus mejores poemas, «The Cool Web», es explícito a este respecto. El lenguaje atrapa en sus redes lo inmanejable («el olor de la rosa en verano…, el horror de los soldados que desfilan») y nos lo entrega manso, obediente. El lenguaje, y en especial el lenguaje poético, cumple así una función terapéutica, tranquilizadora, que es garantía de cordura y nos prepara para una muerte serena:

 Hay una fresca telaraña de palabras que nos enreda,
 huye del excesivo gozo o del miedo excesivo…

Hijo de un conocido poeta y folclorista irlandés, Graves fue siempre un cultivador de formas y estilos tradicionales. Sus primeros libros abundan en romances y canciones pastoriles y tienen mucho de anacronismo en un momento en que el modernism de Eliot y Pound dominaba la literatura británica. Graves fue siempre hostil a la vanguardia y más de una vez expresó su franco disgusto por la poesía (y la persona) de Pound. Pero tuvo que esperar bastantes años para construir una alternativa seria al programa del modernism. En esta labor contó con la ayuda inapreciable de Laura Riding, quien limpió su idioma literario de adherencias sentimentales y retóricas y le educó en los beneficios de la alegoría y la elipsis. El resultado es una poesía de formas clásicas, serena y compuesta en la línea de Ben Jonson, pero al tiempo de gran soltura y ductilidad, capaz, en palabras de Michael Schmidt, de sostener «ritmos fuertemente coloquiales sobre una base prosódica tradicional». Graves es un escritor sobrio y mesurado, que concibe el poema como habla memorable y gusta, sin estridencias ni excesos, del aforismo, del verso lapidario.

Aunque su obra es variada y cubre muchos registros (alegoría, humor, metapoesía), hoy se le recuerda, sobre todo, como un gran poeta amoroso. Su concepción del amor, fundada en el culto a la «diosa blanca», subrayó la dimensión tiránica, voluble y caprichosa de la fascinación erótica, que sin embargo supo retratar con sabio humor y distancia. La diosa blanca (1948), uno de sus libros más fértiles y subyugantes, cumple la misma función que A Vision en el caso de Yeats, es decir: trata de ordenar las intuiciones y convicciones privadas del poeta en un sistema, una «ficción suprema» que sostenga y anime su cometido. Fue un libro importante en la educación de muchos poetas británicos, de Ted Hughes a Seamus Heaney pasando por Peter Redgrove, aunque cabe preguntarse hasta qué punto el propio Graves fue fiel a sus postulados. Lo cierto es que con los años su poesía se adelgazó, se volvió más ligera y juguetona, aunque sin perder nunca el acento de vigor y de entereza que caracteriza sus mejores momentos, como en esta breve y hermosa «canción» donde juega, una vez más, con su gusto por los esquemas maniqueos y las comparaciones memorables:


  
Gota de rocío y diamante

   La diferencia entre tú y ella
   (a quien una vez preferí)
   es fácil de apreciar: ella brillaba
   como un diamante, mas tú brillas
   como una gota de rocío
   sobre el pétalo de una rosa roja.

   La joven gota lleva en su mirada
   montaña y bosque, mar y cielo,
   y todos los cambios de clima;
   un diamante, por el contrario, escinde
   la visión en inútiles fragmentos
   que nadie puede restaurar.


                   Trad. J. D.

El original, aquí.
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jueves, noviembre 19, 2009

vaya por dios


Por encima de Dios, una prohibición: no puede pisar la Tierra.
   La ineficacia de sus sirvientes y enviados. Todo empieza a estar más claro.

*

El inmenso cansancio de la creación.
   El estupor de Dios al despertarse de su largo sueño y leer cuanto le atribuyen desde que el mundo es mundo.

*

Crear para que luego los demás puedan creer, el privilegio del dios. Creer cualquier cosa para luego poder crear, nuestra miseria.

*

Dios, en su soledad de eones interminables, no es menos capaz de cualquier cosa por salir de su entumecimiento que un puñado de adolescentes, una tarde de sábado infinita, pateando el aire desde su hastío de calle de barrio.

*

Dios se limpia los dientes con un palillo, y de pronto una recua de hombres cae aullando al vacío.

lunes, noviembre 16, 2009

james wright / poema


Uno de los rasgos más célebres de la poesía de James Wright son los títulos de muchos de sus poemas, larguísimos, casi tan sugestivos o deslumbrantes como los poemas mismos. (Digo muchos porque «Mineros», que colgué hace unas semanas, es más bien un ejemplo de lo contrario.) Algunos, como «Tendido en una hamaca en la granja de William Duffy, en Pine Island, Minnesota», son simples acotaciones escénicas; otros, como el del poema que traigo hoy a esta bitácora, parecen una mezcla de Whitman y Apollinaire, con un aire entre rapsódico y chistoso que allana el camino y nos avisa sin engaño de lo que está por llegar: una breve escena que combina el asombro del niño con la astucia irónica –juguetona– del adulto. La mala poesía nos deprime, escribe Wright. La naturaleza, hasta en sus fragmentos literalmente incultos, abre puertas, disipa cualquier indicio de hartazgo.


Deprimido por un libro de mala poesía, echo a andar hacia un prado silvestre e invito a los insectos a reunirse conmigo

Aliviado, dejo caer el libro tras una roca.
Asciendo una ligera cuesta de hierba.
No quiero molestar a las hormigas
que recorren en fila india el poste del cercado,
portando pequeños pétalos blancos,
lanzando sombras tan precarias que puedo ver por ellas.
Cierro los ojos un instante y escucho.
Los viejos saltamontes
están cansados, saltan pesadamente,
tienen sobrecarga en los muslos.
Me gustaría oírlos, los sonidos que emiten son claros.
Se han ido a dormir.
Delicioso y lejano, entonces, un oscuro grillo les releva
en los castillos de arce.



Trad. J. D.

domingo, noviembre 15, 2009

looking for someone

Días como hoy, un domingo de mediados de otoño, cuando el parque se convierte en un inmenso panal de gentes muy diversas, en el que me parece que bastaría con fijarse por turnos en cada persona o grupo humano para reconstruir casi por entero el abanico de nuestras acciones y actitudes: miradas de desdén o indiferencia, carreras alegres, gestos de inquietud, distancias invisibles que sostienen el andar de una pareja, sonrisas y soledades, familias que establecen complejas coreografías de atracción y rechazo…

Basta abrir un poco los ojos para vernos representar, a cada instante, una faceta marcada de nuestra naturaleza. A veces esta riqueza me aturde, se me viene a la cara hasta dejarme sin aliento. Otras simplemente me abandono al flujo, discurro entre rostros y muecas y andares sin dejarme manchar o importunar por su riqueza, parte de un río que avanza hacia ningún sitio, que da vueltas sobre sí mismo hasta adelgazarse o desaparecer con la llegada de las sombras. Cada fragmento de ese río es una imagen de la totalidad, y basta cruzarlo en cualquier sentido para hacerse –literalmente– con los personajes de una novela: un fragmento de mundo arrancado para nuestro examen. Un estudio que es también diversión, formas de pasar el tiempo para que el tiempo no se nos vaya demasiado pronto de las manos. Hasta que torcemos el rumbo y otro fragmento se cruza con nosotros, sin tiempo para desarrollarlo. Todo queda en apuntes, briznas que tan pronto sugieren una hipótesis se dispersan en el aire. Así ocurre cuando no hay tiempo ni paciencia para unirlas más estrechamente.

Cuando quiero darme cuenta ya estoy fuera del parque, camino de casa. Pero mi pensamiento tarda en seguirme, es como un niño que se entretiene rebuscando en un seto mientras sus padres le reclaman diez metros más adelante. Un espacio abierto donde no hago pie y en el que aparecen, lentamente y con esfuerzo, estas palabras. Un poco de tierra tapando los baches.

viernes, noviembre 13, 2009

el buen gregario

Todo a medias, como siempre. No ha logrado aprovechar bien el tiempo ni perderlo del todo, a conciencia, a fin de sacar algo del río revuelto. Tiene la fertilidad del término medio clavada en la garganta, como una espina.