domingo, mayo 29, 2016

charlotte brontë, entre dos mundos





Lo dijo Virginia Woolf en uno de sus primeros artículos, publicado en The Manchester Guardian en 1904: «Haworth y las Brontë están inextricablemente unidos como un caracol a su concha. Haworth expresa a las Brontë; las Brontë expresan a Haworth». Pocas veces el carácter del lugar ha influido de tal modo en la sensibilidad de sus creadores. Con el agravante, es un decir, de que esos creadores surgieron de una vez, de forma excepcional, entre los muros de una remota parroquia provinciana. Basta visitar Haworth –da igual si es en verano– para empezar a entender la imaginación algo febril de las tres hermanas Brontë, Emily, Anne y Charlotte. Encaramado a las laderas del valle casi homónimo de Worth, el pueblo se asoma tímidamente a la extensión de páramo y tundra que configura la espina dorsal del norte de Inglaterra: montes pelados, colinas de brezo y helecho barridas por el viento marino que cruza la isla de costa a costa. La piedra negra de la que están hechas sus casas y adoquines se alza en grandes formaciones rocosas que parecen el fósil de un animal mítico.

Allí, en lo alto del pueblo, en la linde que lo separa del páramo, estaba y sigue estando la casa parroquial donde el pastor Patrick Brontë presidía sobre su rebaño. Y fue allí donde sus hijas, sin dejar de explorar ocasionalmente el mundo que las rodeaba, idearon sus mundos privados. Mundos que fueron primero fantasías adolescentes, historias de reinos en pugna y galantes oficiales de aire byroniano que recreaban los avatares de las guerras napoleónicas, pero que terminaron abriéndose a la exploración simbólica de su experiencia personal: relatos de internados odiosos, de institutrices injuriadas y hombres misteriosos o echados a perder, como su hermano Branwell. Los tratos con el mundo de las tres hermanas fueron siempre traumáticos, y cada nueva incursión era seguida de un regreso a la casa del padre para recobrar fuerzas por medio de la escritura. Asombra la intensidad de su empeño, la firmeza con que cada cual, en el estrecho espacio de que disponía –escribiendo en la cocina, a deshora, en medio de tareas domésticas–, hizo frente a sus demonios y los amarró con palabras.

De las tres, fue Emily quien más y mejor guardó su distancia de Haworth. Como escribió Ted Hughes en un hermoso poema, «el viento en Crow Hill era su amante. / Su fiera pleamar en el oído era su secreto. / Pero su beso fue fatídico». Su universo era el páramo, ese lugar donde todo es más intenso y a la vez más simple, donde el clima es un dios voluble y la atmósfera, como escribió su hermana Charlotte de Cumbres borrascosas, «es tan eléctrica y tormentosa que a veces parece que respiremos relámpagos». Heathcliff y Catherine son menos personajes que encarnaciones de fuerzas elementales, hechos de la savia que alimenta el brezal o sostiene la roca. En Jane Eyre, sin embargo, el páramo se muestra como lo que es: un espacio inclemente, cerrado al ser humano, que sólo sirve como frontera y lugar de paso. Charlotte es menos vivaz pero, tal vez por eso mismo, más completa que su hermana. Sabe más del mundo, de sus grises y claroscuros; conoce la dialéctica del compromiso, las medias tintas de la vida social, y hace lo posible por adaptarse a ella, aunque no sin condiciones.



La muerte temprana de sus hermanas dejó a Charlotte en la posición de portavoz y custodio de una fama quizá inesperada pero que supo administrar con gran astucia crítica, hasta el punto de que tanto su prefacio a la segunda edición de Cumbres borrascosas como la nota biográfica donde reveló la identidad de sus hermanas siguen determinando, no siempre para bien, el sesgo de nuestras lecturas. Lejos del tópico que las pinta como provincianas asilvestradas, las tres Brontë fueron artífices conscientes del valor y el alcance de su obra, como prueba el prólogo que Anne antepuso a la reedición de The Tenant of Wildfell Hall y donde, desmintiendo la imagen de mujer insulsa que da de ella Charlotte, no duda en plantar cara a sus críticos con una defensa rigurosa de la novela como herramienta de conocimiento y representación imaginativa de una verdad personal.

Sus contemporáneos describieron a Charlotte como una mujer menuda, tímida y poco desenvuelta socialmente. Las cenas y recepciones a las que la invitaron sus editores en Londres le permitieron conocer a sus ídolos, empezando por Thackeray –a quien dedicó la segunda edición de Jane Eyre–, y trabar amistad con mujeres sobresalientes como Harriet Martineau y Elizabeth Gaskell, a quienes impresionó por su mezcla de tenacidad, paciencia y orgullo. Tuvo tiempo para escribir dos novelas más, quizá no tan redondas ni emblemáticas como el relato de la huérfana Jane, pero que confirmaron su raro talento. A espaldas del páramo, pero consciente de su poder –el mismo que había fulminado a Emily–, Charlotte Brontë tuvo el sabio atrevimiento de bajar al mundo y sumergirse en sus rigores, su complicación. De ahí se trajo menas de palabras que aún nos iluminan.


(Este artículo vio la luz ayer, sábado 28 de mayo, en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, dentro de un pequeño dossier de homenaje a Charlotte Bronté editado con motivo del segundo centenario de su nacimiento).



viernes, mayo 20, 2016

propuestas, propuestas





El escritor y editor zamorano –aunque afincado en Mallorca– Juan Luis Calbarro es el responsable de esta hermosa iniciativa en forma de libro colectivo: Palabras para Ashraf. Un libro dedicado al artista plástico y comisario artístico Ashraf Fayad, nacido en Arabia Saudí en 1980 en el seno de una familia de refugiados palestinos procedentes de la Franja de Gaza. En 2008 publicó en Beirut un libro de poemas, Instrucciones en el interior, cuyos versos le acarrearon el año pasado una condena a muerte por apostasía. Hace unos meses se le conmutó por una pena de prisión de ocho años y ochocientos latigazos. Fayad es ahora un preso de conciencia en un país, Arabia Saudí, al que por su importancia geopolítica y económica se le permite toda clase de atropellos contra los derechos humanos.

Según el editor, con este libro colectivo «los autores quieren contribuir a divulgar su caso y claman contra todas las censuras. Los beneficios obtenidos con su venta se destinarán íntegramente a una organización de defensa de los derechos humanos en Arabia Saudí». Un servidor, que ha colaborado en este volumen con un breve poema, puede dar fe del entusiasmo y la seriedad de Calbarro, del rigor de su compromiso y de su atención escrupulosa a cada detalle.

Podéis encontrar la ficha editorial del libro –y una explicación detallada del proyecto– en este enlace. El libro, y esto es lo importante, se puede adquirir en Amazon, aquí. Es una buena causa. Y la nómina de colaboradores, si se me permite decirlo, es modélica.


Ya se puede leer en la red –en formato PDF– el último número de la revista Estación Poesía, bellamente editada por la Universidad de Sevilla. Hace el número 7, y su director, el escritor Antonio Rivero Taravillo, ha tenido la generosidad de invitarme a colaborar con una serie de pequeños poemas en prosa. El resultado –setenta páginas de poemas con un apartado final de reseñas críticas– es espectacular.


Si estáis en Madrid este fin de semana, no os perdáis Masquelibros, la Feria de Libros de Artista que se celebra anualmente en la Biblioteca Pública Eugenio Trías del Retiro, junto a la antigua Casa de Fieras. Uno, por razones obvias, se acercará al stand 12, donde el colectivo LibroZ tiene previsto exponer sus trabajos más recientes (entre ellos, una carpeta que la artista Mela Ferrer ha tenido la gentileza de realizar con un viejo poema mío, «En el jardín»). Uno de los atractivos de la feria, por cierto, es que puede visitarse en horario continuo; no cierra al mediodía. Así que no tenéis excusa para no visitarla…

martes, mayo 17, 2016

azahara alonso / bajas presiones






Este es el texto que redacté para la presentación del libro Bajas presiones (prólogo de Marta Agudo, Trea, 2016), de Azahara Alonso, que tuvo lugar el sábado 7 de mayo en la Librería Los Editores. Finalmente no lo leí, o no del todo, pero me vino bien tener los folios en las manos como «seguro de habla». Lo comparto ahora, agradeciendo una vez más a Azahara su confianza en mi lectura.


Permítanme que comience con esta confesión. No es fácil abordar críticamente un libro de aforismos, como no lo es hablar de ninguno de los géneros breves. Cuando el discurso es más extenso y sintácticamente elaborado que la materia de que trata, se corre el riesgo de decir más y peor, o de volver a decir de manera trivial y redundante, lo que otro ha dicho con precisión memorable. Es verdad que no estoy hablando de un aforismo, sino de un conjunto de ellos –de todo un libro, en realidad–, pero ustedes me entienden. El aforismo es un alfiler que se inventa la mariposa clavada en él, y explicarlo puede ser tan ridículo como aclarar un chiste o tan mezquino como desvelar un truco de magia.

Bajas presiones es un libro peculiar por varias razones. Ante todo, porque es el primer libro de su autora, y el hecho de que el libro inicial de un escritor lo sea de aforismos ni es habitual ni es lo esperable. Resulta, de hecho, más bien insólito. Así de mano, sólo recuerdo el caso de José Bergamín, que se estrenó en 1923 con El cohete y la estrella. Pero la escritura juvenil de Bergamín tenía mucho que ver con la doble imantación literaria de Juan Ramón Jiménez, que fue un poco su padrino –al que luego traicionó, como es preceptivo–, y de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Los libros de aforismos suelen ser productos laterales, o licores destilados de una cierta experiencia vital y literaria. Lo diré con un juego de palabras: más que cantos de la experiencia a la manera de Blake, son notas aisladas, compases sacados fuera de contexto pero que iluminan ese contexto desde fuera.

Pero la extrañeza es doble cuando se repara en que Bajas presiones no es una colección de ocurrencias ni de juegos de palabras ni de greguerías ni de agudezas irónicas tan al uso, sino el fruto de un ejercicio continuo y refinado de pensamiento, de una visión muy determinada de la vida y la literatura, es decir, y en resumidas cuentas, de una actitud moral. En sus páginas puede haber –y de hecho hay– golpes de ironía, chispas de ingenio y la imagen más o menos sugerente o extravagante, pero el conjunto está imantado por la mirada pasional y escéptica de una moralista. Dicho de otro modo: es el libro de alguien que debe recurrir a la literatura para denunciar las carencias y las limitaciones de la palabra; una palabra que, por lo pronto, nos sirve para sobrellevar la vida. Se abre así el círculo vicioso perfecto: porque vivir es también enfrentarse una y vez a las carencias y limitaciones de la existencia. Y para ello recurrimos a todo tipo de maniobras de distracción, empezando por la literatura.

Lejos de ser una simple colección de fragmentos, Bajas presiones está ordenado y estructurado de manera cuidadosa, deliberada, con algo parecido a estribillos que lo pautan de principio a fin. Con imágenes que recurren y obsesiones (el insomnio de las cinco de la mañana, el paraíso, los aviones, las estrellas, los libros, los días sin sol, Sísifo) que van y vienen en forma de variaciones sobre un mismo tema. Y con un tono personal –esto es importante– que lo unifica y le da nervio, intensidad. Un tono que oscila entre el orgullo y el desengaño, la fiereza y el autocastigo, que puede ser desafiante («Uno no puede hacer literatura si no aprendió antes a deletrear Faulkner») y a la vez desencantado. Como buena moralista, su autora piensa sobre todo a la contra, sin concesiones ni coquetería, con picos de ironía y hasta de sarcasmo que es la primera en aplicarse a sí misma. Como bien dice: «Moralista es quien se ríe de su tragedia». Es una buena definición del libro, que podría combinarse con estas otras: «Mi espacio está en el recorrido de la frase»; «Escribimos porque no tenemos respuesta». Y, como ejemplo de ese pensar agonista o antagonista ya señalado: «La predilección por ciertos autores nace del deseo de asociarse contra algo».

Hay, desde luego, frases de carácter puramente sentencioso, como hay también pequeñas fugas hacia la ocurrencia o la frase desnuda y enigmática («Un libro abierto es un cuervo»), pero son variaciones, breves excursiones que lejos de difuminar el efecto global del libro lo hacen más intenso y perentorio. Son breves remansos que permiten cambiar de ritmo, o mejor dicho, reactivar el principio de picoteo que es consustancial al trato con un libro de aforismos.

Dije antes que el libro está recorrido –suturado, en realidad– por una serie de presencias recurrentes que le confieren unidad: esos «días sin sol» con los que se abre –días de «bajas presiones», en efecto– se van repitiendo cada ciertas páginas y están, creo yo, asociadas a ese deseo infantil de aviones, de estrellas, de aquellos elementos que pueden comparecer en un cielo despejado. Señales, me parece entrever, de un paraíso perdido que no sé si es el de la infancia, pero que en todo caso comparece con nombre propio a lo largo del libro y que da al conjunto intensidad emocional, que es como decir que alienta al fondo de sus renuncias y negaciones, como esa –rotunda, inequívoca– de la sílaba en que se cierra: «No».

Se trata, en fin, de un paraíso de cielos despejados que se nubló pronto y que ya es irrecuperable, porque en parte era falso. Como decía uno de los barrocos hermanos Argensola: «Ni es cielo ni es azul». Un verso que Azahara, no menos barroca y abrumada por el paso del tiempo, no menos consciente de la vanidad de vanidades que es la existencia humana, viene a glosar así: «La convivencia con las nubes educa en la aceptación de las amenazas del cielo». Y es que algún momento, muy pronto, cae una sombra eliotiana que lo desbarata todo. De igual modo que las terribles cinco de la madrugada «son el agujero negro de los días» y por eso, en otro momento, «le caen a Sísifo a los pies. Una a una», una conciencia temprana de la vida nos la arruina para siempre. Y estos aforismos son el modo en que uno va construyendo respuestas que por definición son parciales, sucesivas, pero también complementarias.

Bajas presiones pertenece a esa clase de libros que no se eligen escribir, sino que se imponen, que nacen dictados por la fatalidad. Como dice su autora: «Un escritor que elige sus temas no es más que un cronista»; y más adelante: «Un escritor que elige sus temas es como una puerta sin bisagra», que yo entiendo como que no lleva a ningún sitio, no nos permite salir de la celda de una subjetividad que, mal encauzada, puede devenir en solipsismo. En este sentido, es un libro de aprendizaje, lo que no quiere decir que sea el libro de una aprendiz. Aquí hay madurez vital y literaria, conciencia plena de hasta qué punto el aforismo exige sencillez, elegancia y precisión. Como escribió el poeta inglés Charles Tomlinson en unos versos que no me canso de citar: «No tiene que haber nada / superfluo, nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si sólo es eso». Este libro cumple del todo con esta condición, y lo hace con aplomo y ecuanimidad, asumiendo sin quejas ni caídas su cuota de desengaño y violencia tácita. Abrir este libro, como quiere su autora, es convertirlo en un cuervo impasible que nos dice al oído: Nevermore. Y disfrutar con todos los matices que es capaz de dar a las palabras no, nada, nunca.




viernes, mayo 13, 2016

andén 6




 

Suenan disparos, y él busca refugio detrás de una lápida.



Quienes se jactan de llamar a las cosas por su nombre; y los que aún esperamos, contra todo pronóstico, que las cosas nos llamen por el suyo.



Cuando el aforismo es un alfiler que se inventa su mariposa.



En el puente se esconde una flecha.



A Dios ya no le quedan manos para rascarse y aliviar el escozor de nuestras picaduras.



Esperaba, hacía cálculos, no terminaba de decidirse, hasta que un día se lo comió la polilla.
 

martes, mayo 10, 2016

wired





Releyendo una de las últimas entrevistas que Ted Hughes concedió en vida –en The Paris Review, número de primavera de 1995–, vuelvo a detenerme en una apreciación que ya en su momento despertó mi curiosidad, y a la que no he dejado de dar vueltas desde entonces. Dice así (el habla de Hughes es tan elocuente y distintiva que mi traducción es algo así como un arreglo para piano de una pieza orquestal):

Lo que sucede es que los instrumentos que llevan las palabras a la página se han externalizado, volviéndose más flexibles: el escritor puede plasmar casi cada pensamiento o cada vuelta y revuelta del pensamiento. Eso debería ser una ventaja. Sin embargo, en todos estos casos, lo que hace es estirar en exceso el resultado. Cada frase es un poco demasiado larga. Todo se lleva un poco demasiado lejos, se aligera demasiado. Siempre hay un exceso de material, pero es un material muy tenue. Mientras que cuando escribes a mano te encuentras con esa terrible resistencia que sentías al principio, cuando no sabías escribir… cuando aprendías a trazar cada signo uno a uno. Esos viejos sentimientos siguen ahí, queriendo expresarse. Cuando te sientas con tu pluma, todos los años de tu vida siguen conectados, cableados a la comunicación entre tu cerebro y la mano que escribe. Hay una resistencia natural y característica que produce un tipo de resultado análogo a tu caligrafía personal. Conforme te fuerzas a expresarte contra esa resistencia incorporada en ti mismo, las cosas automáticamente se vuelven más comprimidas, más resumidas y quizá psicológicamente más densas.

En realidad, no hay gran cosa que añadir a lo que dice Hughes. Creo que tiene razón, o al menos la experiencia me dice que así es: cuando escribo directamente en el ordenador, debo imprimir el texto y podarlo a conciencia, cortar, reducir o resumir frases, sintagmas, adjetivación. Aun así, sospecho que el resultado sería distinto si hubiera recurrido desde el principio al papel y la tinta. La labor de poda no corrige o redime del todo el error primero. Hughes da un motivo plausible: hay una resistencia física, un cansancio acumulado, la tendencia de la mano –el antebrazo, la muñeca, los dedos– a no hacer más esfuerzo que el estrictamente indispensable. Pero la escritura manual supone también la obligación de hilvanar de una vez grupos de signos o palabras enteras, de enlazar una letra con otra en un solo trazo. Ese dibujo agrupa y armoniza como no lo hace la acometida de las manos en el teclado. Hay en él una tendencia implícita a unificar, a resumir… hasta el punto, en el peor de los casos, de volver la letra ilegible. Lo otro, el tran tran de locomotora de la mecanografía, el golpeteo regular y sucesivo de los dedos, se limita a sumar unidades discretas: por rápido que uno vaya, no hay forma de engarzarlas.

¿Qué papel juega el pensar en todo esto? No lo sé, ni tengo datos para saberlo. Pero sospecho que la lentitud de la mano, su condición de carro de bueyes que avanza a trompicones, obliga al pensamiento a tascar el freno y a pensárselo dos veces –valga la redundancia– antes de tomar cualquier desvío o echar a correr con la primera liebre que se cruza en su trayecto. (Aunque no todo va a ser lentitud en esta vida… Y agradezco todas las veces en que el baile de los dedos sobre las teclas despierta otra clase de baile en la imaginación. ¿Que el resultado es tenue, como reprocha Hughes? Ya habrá tiempo de replegar velas. Entretanto, ya has conseguido lo que querías, que era salir de ti mismo, estar en dos sitios a la vez).

sábado, mayo 07, 2016

charles simic / así pues





Se acabó el largo día en el que tanto
y tan poco ha ocurrido.
Grandes expectativas se frustraron
para resucitar sin entusiasmo.

Los espejos cobraron vida y luego se vaciaron,
obedeciendo los caprichos del azar.
Las manecillas del reloj de la iglesia se movieron,
a veces suavemente, otras con brusquedad.

Cayó la noche. El cerebro y sus misterios
se adensaron. Un letrero de neón rojo
venta de fuegos artificiales se encendió en el tejado
de un viejo y tétrico edificio al otro lado de la calle.

Una planta de tiesto ya muy marchita
a la que nadie riega o presta atención
proyectaba su sombra en la pared del cuarto
con lo que a mí me pareció alegría salvaje.


Trad. J.D.


Este es el poema que cierra The Lunatic, el libro que Simic publicó el año pasado y cuya traducción española, si nada se tuerce, verá la luz en el otoño de este 2016. Y me ha parecido que los versos que lo comprenden (los dos iniciales y la «alegría salvaje» del final) son un resumen perfecto del mundo de su autor: todo eso que ocurre en sus poemas y que parece quedar en nada, o que relata como si nada con humor socarrón. Simic no abandona su cara de póquer habitual –a veces lo imagino como el Eugenio de la poesía norteamericana–, pero sí ha empezado a explorar otros tonos, incluso a coquetear tímidamente con la denuncia sociopolítica, como en los artículos que escribe para The New York Review of Books. El viejo mago no ha enseñado aún todas sus cartas…

miércoles, mayo 04, 2016

música discreta





No soy músico, por desgracia; sin embargo, alguna vez he soñado con una pieza para piano –algo sencillo, ligero, como aquellos primeros ejercicios minimalistas de Brian Eno o The Penguin Cafe Orchestra– hecha de acordes siempre distintos y siempre imprevisibles: una serie infinita, o poco menos, en la que cada acorde siguiera de manera natural al anterior y anunciara en parte el siguiente, pero sin repetir ninguno. ¿Es posible? ¿Y cómo sería su equivalente en poesía? ¿Un poema sin asunto, o de discurrir libre y errático, en el que cada verso enlazara únicamente con sus dos vecinos inmediatos? ¿Un cadena incomprensible que sólo revelara sentidos fugaces –parpadeantes– tomada en bloques o eslabones de tres versos? ¿Abdicar de un argumento global a base de hipertrofiar la conexión entre piezas contiguas?


De Eno recuerdo sobre todo la anécdota que originó Discreet Music (1975), su primera tentativa de música ambient. Fue cuando pasó una temporada en cama y escayolado por culpa de un accidente de coche. Un amigo le había traído un disco de música de arpa, pero estaba solo en casa y tuvo que hacer esfuerzos enormes para ponerlo en el tocadiscos. Cuando volvió a acostarse, se dio cuenta de que el volumen estaba muy bajo –casi en el umbral de lo inaudible– y que uno de los canales de estéreo no funcionaba. Sin fuerzas para incorporarse de nuevo y subir el volumen del aparato, se resignó a seguir escuchando: apenas lograba distinguir algunas notas por encima del silencio, crestas de sonido, borboteos engañosos, un rumor como de fondo que la mente interpretaba caprichosamente. Pero entonces, según cuenta, descubrió que aquellas circunstancias «me ofrecían lo que para mí era una nueva forma de oír música, como un elemento más de la atmósfera de mi entorno, del mismo modo que el sesgo de la luz y el sonido de la lluvia eran elementos de esa atmósfera».

Sospecho que Music for Airports (1978), que se abre con el piano escolar y repetitivo de Robert Wyatt, tiene más que ver con aquella experiencia concreta de escucha, pero en ambos casos lo que importa es que estamos ante ejercicios de reticencia, de ligereza. Se trata de cultivar la indeliberación, sí, pero también de atrapar al oyente en un mundo de sonidos fortuitos, hipnóticos, de hacerle oscilar entre el aburrimiento y la fascinación, de mostrarle tal vez que entre uno y otra no hay más que un paso, un roce, un compás. Es la música flotante de la duermevela, la inercia de un eco, nubes de sonidos que se desplazan lentamente sobre la llanura del sueño (uno de los trabajos más recientes de Eno se llama, justamente, «pequeña embarcación en un mar de leche»). Llegados a ese punto, las notas empiezan a confundirse con el fluir de la sangre. Todo existe en un estadio inicial de brote, de expectativa. Pero sin gravedad, literal o figurada. No hay tensión, nada se cierra ni coagula. El silencio es un prado donde brotan zarcillos de notas, alfombras sonoras. Y uno pisa la hierba sin prestar atención, o se tumba en ella para tomar el sol, y ve pasar las nubes, que también suenan.

lunes, mayo 02, 2016

notas de un impostor / 8


Era mi primer libro. Una fea edición institucional, debida al premio que había obtenido un año antes, sin más destino que el de languidecer en alguna bodega del ayuntamiento. Cuando me dieron mis ejemplares, observé que la tinta seguía fresca: cada vez que el pulgar se posaba sobre la cubierta, dejaba una huella que borraba la ilustración y desleía el título. Cuando quise darme cuenta, la cubierta estaba empapada en las curvas de nivel de mis dedos. Esa tarde, durante la ceremonia de entrega del premio –una comida absurda, que no se acababa nunca–, fui testigo de cómo todos los ejemplares de los invitados se iban degradando, manchándose con su propia tinta mezclada con el sudor de los dedos y los cercos de comida en el mantel.

Los organizadores habían dejado dos o tres cajas con ejemplares del libro en mi habitación de hotel. No me atreví a abrirlas. Pero esa noche soñé que la tinta del interior se iba desvaneciendo hasta esfumarse y que los libros quedaban en blanco. Aún me daba tiempo a ver los últimos momentos del proceso: abría una caja, tomaba un ejemplar y veía cómo el poema desaparecía ante mis ojos. Ocurría una y otra vez. Era como si la tinta se disolviera en contacto con el aire.

Desperté con alivio. Seguía sin atreverme a abrir las cajas de libros, pero la inquietud creada por el sueño pudo más que cualquier precaución. La tinta ya estaba más seca, pero me limité a tomar un ejemplar por los bordes, como quien saca una fuente del horno, y a hojearlo tímidamente. Así que esto es publicar, me dije. Me sentía ridículo. Cuando me pareció que hasta el agua de la ducha venía manchada de tinta, supe que iba a ser un día muy extraño.