domingo, diciembre 30, 2018

ficción





No quise abrir la puerta
ni que se abriera para mí:

me bastó el ojo de la cerradura
para pasar al otro lado

y ver la casa donde el tiempo
era un zumbido en la cocina

y nosotros oíamos, al fondo,
la obstinación del mar,

el crujir obediente de la arena
—y luego por las noches

cómo la curva de las luces
que llevaban al faro

se retorcía en forma de pregunta
para que respondieras: nadie, nada,

me despierto con miedo
y el miedo me mantiene alerta,

por qué esta angustia
que insiste en los pasillos…

Tal vez nos queríamos suavemente,
sin decirnos gran cosa,

y en el salón nos rodeaban fotos
de una vida ficticia

que recordábamos por turnos
y jamás en el mismo orden,

hasta que una mañana,
cuando el mundo pedía amanecer,

un harapo humeante del frío
se escurrió por el techo

y dibujó una cruz en esta puerta:
la puerta que daba a ningún sitio.

Despertamos a cielo abierto,
en mitad de la playa,

y era como si hubiéramos dormido
desde el principio de los tiempos:

entre el chillar de las gaviotas
y el olor a salitre.

No quise abrir la puerta
ni pedir que se abriera

—tras ella escribo, he muerto,
sigo viviendo.


miércoles, diciembre 26, 2018

eugenio montejo / las palabras en jaque


 


Descubrí la poesía de Eugenio Montejo tarde, muy tarde, con la publicación en Pre-Textos, en 1999, de su libro Partitura de la cigarra. En aquel entonces vivía en Inglaterra y la publicación de Adiós al siglo XX dos años antes, en la editorial Renacimiento, había escapado a mi radar de lector curioso. Compré el ejemplar de Partitura... porque el nombre de Montejo había ido apareciendo con seductora insistencia en el sismograma de las apreciaciones ajenas. Fue a finales de 1997, por ejemplo, cuando asistí a la lectura de Rafael Cadenas en Londres, en la Universidad de Westminster. La lectura (de la que ya hablé en otro artículo) no fue solo una revelación en sí misma, sino que me hizo tomar conciencia de mi ignorancia asnal de la poesía venezolana fuera de algún nombre prestigiado por los manuales: José Antonio Ramos Sucre, Andrés Eloy Blanco... Un amigo me dijo: lee a Eugenio Montejo. Encontré poemas sueltos en viejos números de la revista Vuelta y de la Gaceta del Fondo (siempre, tarde o temprano, la intermediación de México), escarbé en antologías, pregunté a más amigos, y de esta búsqueda intermitente me quedó el polvillo de algunas imágenes y palabras recurrentes: Islandia, el alfabeto, la nieve (o mejor: su ausencia), el canto de un pájaro (sin pájaro), Lisboa, Manoa (la rima no es casual), una cigarra, un caballo... Y al fondo, como un rumor que hacía vibrar los poemas, un neologismo que no parecía tal, o que al menos no causaba extrañeza: terredad...

Recuerdo la lectura de los poemas de Partitura... como un acontecimiento. Pero también como la puerta de ingreso –para el joven anglista desacomodado que yo era entonces– a un Nuevo Mundo de lecturas, aprendizaje, descubrimientos: por ejemplo, La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, que se convirtió en una guía imprescindible de nuevas lecturas; la palabra flexible y fragmentada de Juan Sánchez Peláez; o la palabra exuberante y mágica de Vicente Gerbasi...

Exuberante y algo mágica me pareció también la poesía de Montejo, pero en su caso tamizada por un rigor compositivo y una precisión rítmica que recogían la herencia del modernismo y la pulían con las herramientas más perdurables de la vanguardia: el cincel de la elipsis, la lima del distanciamiento y la contención emocional, la horma de una curiosidad cosmopolita que se pone el mundo por montera y conoce los pasadizos ocultos que unen los tiempos y los espacios, por dispares que sean. Era una poesía anclada en tierra, sensitiva y sensorial, fascinada por la riqueza visible del mundo pero en diálogo constante con su lado invisible. Una poesía de inquietudes animistas cuya elegancia y hasta opulencia melódica no excluía la música más suelta o azarosa de la conversación. Montejo retomaba incluso los motivos del modernismo crepuscular –la vida de café, la seducción del viaje y la huida, el imán de un paganismo risueño, sin culpa ni castigo, el aura de ciertas ciudades europeas que parecen revivir con solo decirlas, pero también el aurea mediocritas de la vida provinciana, la calidez erótica de ciertas formas de domesticidad– y les daba nueva vida, o los volvía aceptables para el lector contemporáneo. Por las fotos que iba encontrando aquí y allá, donde aparecía siempre con aspecto atildado y un bigote a juego, Montejo se me antojaba un personaje del Barnabooth de Valéry Larbaud, una especie de cónsul de entreguerras que habría podido codearse con Pessoa, Saint-John Perse o Cavafis. Y, en cierto modo, así era. Su estancia en Lisboa como agregado cultural de la Embajada venezolana fue una traducción contemporánea de aquel destino vanguardista que sólo existe en nuestra imaginación, pero que explica, por ejemplo, la simpatía de nuestro poeta por el mundo arisco y turbulento de Maqroll el Gaviero, a quien –estoy seguro– le habría encantado recibir con plácida cordialidad en las oficinas comerciales de algún puerto del trópico.




Habrá quien piense que estas ensoñaciones están fuera de lugar en una aproximación crítica. Pero no me lo parecen, sinceramente, puesto que la lógica del sueño y de las afinidades electivas está en el meollo de los poemas de Montejo, en su forma de avanzar y desplegarse. El poema «Adiós al siglo XX» («Cruzo la calle Marx, la calle Freud...») es quizá el ejemplo más inmediato, pero hay muchos otros: «Mi padre muerto iba delante y detrás junio, de verdor ubérrimo... Hablaba dormido, / con voz inubicable, / una voz rápida de cuando era muy joven / y yo no había nacido...»; «La vaca que al pasar alzó los ojos / y se quedó mirándome / debió reconocerme / pues me llevó por siglos de paisajes...». En los poemas de Montejo, machadianamente, todo pasa y todo queda, pero ese pasar encadena y anexiona espacios como en un sueño, y al hacerlo anula el tiempo, o convierte el tiempo en un solo presente encendido, tocado por la batuta de la imaginación poética. Espacio y tiempo están ligados de manera inextricable, sí, como en el verso que abre «Terredad» («Estar aquí por años en la tierra») o el arranque asombroso (digno de haber sido dictado por los dioses, como quería Valéry) de «Caracas»: «Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia...». A la vez, son muchos los pasajes de esta obra donde un lugar nos lleva a otro, donde entramos por una calle o una vereda y salimos por otra distinta, donde las ciudades y los países conversan de tú a tú, donde los saltos en el tiempo son constantes y acaban derogando el peso del presente, el agobio barroco del tic-tac en nuestros oídos. Por lo mismo, son célebres los poemas donde el calor del trópico hace más intenso el frío europeo, o la ausencia de nieve congela más que la nieve misma, en los que «Recuerdo siempre a Trieste, / esa ciudad donde no he estado nunca, / ni de paso», o «No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire, / ningún indicio de sus piedras», etc. Montejo es un maestro en el arte de afirmar negando, y muchas de sus páginas son memorables precisamente por el placer moroso con que rodea su asunto, con que lo engasta en palabras que dan vueltas lenta, musicalmente, hasta cerrarse sobre él. A este respecto me parece iluminador un fragmento del norteamericano Charles Simic, estricto coetáneo suyo (también de 1938): «Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más espacio, y hay mucho espacio en las palabras». Ese espacio que hay en las palabras de Montejo, que respira sin prisa en ellas, rompe las limitaciones de la geografía y de la propia realidad material para postular un tiempo a-histórico, el tiempo de lo real mágico, lo real visto con la lente reveladora de la analogía y el extrañamiento. Lo subraya su paisano Rafael Cadenas al recordar algunos de sus versos más sorprendentes: «Los muertos andan bajo tierra a caballo»; «Un instante la silla ha regresado a su lejano árbol»; «En el cuadro de Uccello hay un caballo que estuvo en Hiroshima»...

Dice también Simic en otro pasaje: «Hay un boletín del tiempo en casi todos los poemas populares. El sol brilla; nevaba; soplaba el viento... El poeta popular sabe que lo más inteligente es establecer de inmediato la conexión entre lo personal y lo cósmico». Montejo estuvo muy lejos de ser un poeta popular en el sentido recto de la palabra, pero nunca perdió de vista, como Machado, la noción de la poesía como «cosa cordial», y sus mejores poemas tienen ese mismo discurrir de «agua del buen manantial, / siempre viva, / fugitiva» («Poema de un día»). La sonora armonía de su estilo se sostiene en una línea de bajo caracterizada por la llaneza y la naturalidad. Digo esto porque quizá lo primero que me llamó la atención al leerlo fue la conexión que una y otra vez establecía entre lo personal, lo doméstico, y lo que a falta de una palabra mejor debo llamar, Simic mediante, «cósmico». Esa capacidad suya para indagar en lo pequeño, lo humilde, lo apenas perceptible, o tal vez lo prosaico, la circunstancia rutinaria o cotidiana, y a la vez situarla en un marco tan vasto como el planeta, como el mundo con «el sol y las demás estrellas», con el firmamento ilimitado que alumbra allá arriba. Es algo que uno percibe muy bien, por ejemplo, en un poema tan cercano y estremecedor como «Noche en la noche», donde oímos, modulada con maestría, la nota de desamparo de su querido Vallejo:

[...] Ya va durando décadas la noche
y mis amigos tardan demasiado...
No hay quien me diga ahora dónde se hallan,
sólo se oye un fragor de mar y viento.
Iban por un instante y no aparecen,
nadie sabe por qué tardan y tardan.

Es evidente, por lo demás, que esta presencia de lo cósmico, de lo inconmensurable, es la consecuencia forzosa o necesaria de su atención a lo nimio, lo íntimo, lo doméstico, como afirma Rilke al final de la primera estrofa de su «Primera Elegía de Duino»: «Y así los pájaros quizá / sientan más grande el aire con un vuelo más íntimo». Que es otra forma de decir que sólo si ponemos los pies sobre la tierra y cobramos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra poquedad, seremos capaces de hacernos cargo de la grandeza del universo. En la poesía de Montejo no son únicamente los pájaros los que sienten más grande el aire al recogerse en su vuelo, sino los lectores mismos, que escuchan el canto del pájaro (sin pájaro) y advierten en él su terredad, «lo que en su pecho vuelve al mundo». Y esa terredad, ese «deber terrestre» del canto, se dice ahí, solo puede entenderse a la luz doble o escindida del poema: por un lado, para defender su canto, el pájaro «trabaja al sol, procrea, busca sus migas»; por otro, para hacerlo durar, para que permanezca, ese mismo pájaro «en el tiempo no es un pájaro / sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la vida». Así pues, quien ignore una cara cualquiera de esa moneda, de esa doble filiación, será simple y llanamente un descarado. Lo íntimo y lo cósmico, la prosa del día a día y el silencio atronador del cosmos, se funden en el espacio del poema.

Se conjuga y declina así «el alfabeto del mundo» cuyas letras, decía su heterónimo Blas Coll –o quizá uno de los discípulos de Coll que rondaban por su taller–, eran de Dios. Y la poesía se vuelve, como quería Montejo, «un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario» y en el que nadie gana salvo el lector: ese mismo lector que vuelve una y otra vez sobre las partidas, los poemas, intentando desvelar las claves del juego, la pericia de los jugadores. Tarea imposible, pues, como recuerda Cadenas que dijo el pintor Whistler y gustaba de citar Borges, «el arte sucede». La poesía de Montejo siempre sucede cuando la leemos.



[El pasado miércoles 12 de diciembre, gracias a la iniciativa de la escritora y periodista Michelle Roche Rodríguez, rendimos homenaje en Casa de América al gran poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008), autor de libros centrales de nuestra literatura como Terredad o Partitura de la cigarra. Allí estuvimos Olga Muñoz Carrasco, Verónica Jaffé, Luis Enrique Belmonte y un servidor, y este fue el texto de mi intervención.]

sábado, diciembre 22, 2018

3 parpadeos





Entre la niebla
caminan sin moverse
los grandes pinos.



Pintas de moho
en las hojas resecas:
úlcera y lumbre.



Vino y se fue:
la niebla hecha jirones
en la maleza.

martes, diciembre 18, 2018

richard hugo / carta a simic


Lo cuenta Charles Simic en sus memorias, Una mosca en la sopa. Un día, durante un encuentro de escritores que tuvo lugar en San Francisco en 1972, coincidió en el restaurante con el poeta Richard Hugo (1923-1982). Simic acababa de pasar parte del verano en Belgrado y Hugo, al enterarse, le dijo: «Ah, sí, recuerdo bien esa ciudad», y procedió a dibujar sobre el mantel un mapa con sus enclaves y puntos de referencia principales. Simic le preguntó cómo es que conocía tan bien Belgrado, si había estado alguna vez como turista, y Hugo respondió: «No, no, sólo la bombardeé unas cuantas veces».

Hugo ignoraba, por supuesto, que Simic había nacido en Belgrado en 1938 y que había vivido allí, por tanto, toda la guerra. O, en otras palabras, que una de las personas a las que había bombardeado era precisamente aquel joven poeta de nombre extranjero sentado a su mesa. Cuando se enteró por boca del propio Simic, «se quedó muy afectado. De hecho, estaba profundamente conmovido». Tanta fue la conmoción que no dejó de disculparse y de dar explicaciones, como si solo poniendo sobre la mesa todos los detalles de aquella terrible coincidencia pudiera calmarse.

La anécdota me recuerda aquella otra (no sé si parcialmente apócrifa, quizá alguien pueda confirmar o completar el relato) de Juan Benet y Julio Llamazares. Como es sabido, entre 1961 y 1965 Benet trabajó en la construcción de la presa del pantano de Porma, obra que supuso, entre otros, la desaparición de Vegamián, pueblo natal de Julio Llamazares. Cuando Llamazares se lo recordó (¿se lo reprochó?) públicamente a Benet, este optó por el desmarque irónico, culpándose de la vocación literaria del leonés y diciéndole en broma que no se quejara tanto, pues le había dado el tema central de su escritura.

La reacción de Hugo fue muy distinta. Tiempo después de aquel encuentro en San Francisco, le envió a Simic una carta-poema en la que trataba de poner en claro sus emociones y de reconciliar al poeta maduro con el joven que había ido a la guerra con apenas dieciocho años. El poema-carta vio la luz en su libro 31 Letters and 13 Dreams (1977), y Simic lo recogió años más tarde en sus memorias, como corolario de aquel singular encuentro. Por supuesto, puede leerse en la edición española de Vaso Roto, muy bien traducida por Jaime Blasco, pero no me he resistido a preparar mi propia versión, que intenta ser tan clara como la de Blasco sin renunciar a la agilidad rítmica y la capacidad de síntesis del original. El motor del poema es la frescura de la lengua conversacional y su ritmo, como el de una carta improvisada, nos lleva sin descanso a través de las pausas de la puntuación y los encabalgamientos. Tengo la sensación, sin duda presuntuosa, de que el poema mejoraría sin el último verso y medio (después de «peligro»). Hagan la prueba. Quizá lo que me pone nervioso es la imagen algo ñoña de los caramelos sustituyendo a las bombas, pero no descarto que ese nerviosismo diga más de mi puritanismo lector que de ningún presunto error de juicio de Hugo.


 
Copyright: William Stafford



Carta a Simic desde Boulder

Querido Charles: de modo que un día nos conocemos en San Francisco
     y yo
me entero de que hace tiempo, cuando tenías cinco años, te bombardeé
     en Belgrado.
Lo recuerdo. Debíamos destruir un puente sobre el Danubio
con la esperanza de dividir a las tropas alemanas que huían hacia el norte
desde Grecia. Fallamos. Nada excepcional, teniendo en cuenta que yo
estaba en uno de los bombarderos. No podía acertar una mierda ni aunque
me sentara en la mira telescópica o me arrojara con una bomba
     entre las piernas
cantando el himno nacional. Recuerdo que Belgrado se abrió
como una rosa cuando llegamos. Poco fuego antiaéreo. Yo no sabía nada
de las ejecuciones diarias, los ochenta mil eslavos que colgaban
de sogas alemanas en la ciudad, lecciones para el resto.
Básicamente, lo que me interesaba era seguir con vida, ese momento
en que el avión se desprendía del peso de las bombas y volvíamos a casa.
¿Qué hablabas entonces? Serbio, imagino. ¿Y cómo interpretabas
el terrible aullido de las bombas? ¿Cómo se dice «miedo» en serbio?
Supongo que igual que en inglés, un largo lamento primitivo
de niños moribundos, un niño inmóvil para siempre con la mirada muerta.
No me disculpo por la guerra ni por lo que fui entonces. Me dejé
cegar de buena gana por los tiempos. Me parece que incluso creía
en el heroísmo (el de otros, no el mío). Creía que aquel mundo
de sufrimiento era necesario, pues esperaba que el mundo aprendiera
a no volver a hacerlo. Pero era joven. El mundo nunca aprende. La historia
sabe transformar el pasado en algo tolerable, y a los muertos
en un sueño. Querido Charles: me alegra que escaparas de las bombas, que
ahora vivas con nosotros y escribas poemas. Sin embargo, debo decirte
que aquel día en San Francisco me sentí mal. No dejaba de
pensar, él estaba en tierra ese día, con el cielo
de un inquietante color mostaza y nuestros motores hurgando
     entre las cosas
con su estruendo. Y el mundo, para los supervivientes,
se revela en momentos así. El mundo se revela como las nubes
en verano, puro blanco soplado, tiernos pájaros que entran y salen
con rapidez, y nuestras vidas tienen la oportunidad de vagar lentamente
sobre el mundo, con las bodegas vacías de bombas, olvidados los blancos,
lejos del enemigo. Me ha gustado conocerte después de
todo ese odio insensato. La próxima vez, si quieres asegurarte
de seguir con vida, siéntate en el puente que intento derribar y agita
     los brazos.
Estoy bien orientado pero nervioso y el punto de mira tiembla.
Estés donde estés, no habrá peligro. Te apuntaré,
pero ahora mis bombas son caramelos y he perdido a mi escuadrón.
     Tu amigo, Dick.


trad. J.D. / el original, aquí

viernes, diciembre 14, 2018

e.d.


«La Naturaleza es una Casa que está Hechizada – pero el Arte – una Casa que intenta estarlo» (Emily Dickinson, fragmento de la carta 459). 

lunes, diciembre 10, 2018

césar vallejo / las piezas encontradas


  

Con motivo del Día del Libro, se celebró en la Casa de América de Madrid los días 23 y 24 de abril (¡hace una eternidad!) un coloquio en homenaje a César Vallejo titulado, justamente, «César Vallejo, 80 años después». Leí en esa ocasión una breve ponencia, «Las piezas encontradas», que ahora Periódico de Poesía de la UNAM ha tenido la gentileza de publicar gracias a los buenos oficios de sus editores, el poeta Hernán Bravo Varela y el novelista Daniel Saldaña. Aparece dividida en dos partes, aquí y aquí. Ojalá su lectura no resulte demasiado impertinente.

jueves, diciembre 06, 2018

tomlinson revisited





Una de mis últimas alegrías en un tiempo no muy propicio para ellas ha sido la publicación en la colección de clásicos de la editorial Carcanet de una nueva antología poética de Charles Tomlinson (1927-2015). Se titula Swimming Chenango Lake, como uno de los poemas emblemáticos de Charles (incluido en el libro The Way of a World, de 1969), y su responsable es el poeta y ecólogo David Morley (1964), que ocupa la cátedra de escritura creativa en la Universidad de Warwick.

Tengo la sensación, nada caprichosa, de que este libro aparece en un momento idóneo, cuando se corría el riesgo de que la obra de Charles quedara arrumbada por los cambios de viento estético o las nuevas modas literarias. La selección es impecable y pone el énfasis en sus libros más enérgicos y arriesgados, más o menos hasta finales de la década de 1980, esto es, la zona de su escritura más influida por la vanguardia, el ejemplo de los objetivistas americanos (empezando por William Carlos Williams) o su diálogo con estrictos contemporáneos como Octavio Paz o Philippe Jaccottet, entre otros.

La selección de Morley quiere llamar la atención de las nuevas generaciones de lectores y reivindicar la pertinencia y la vitalidad de una poesía que abominó por igual de la miopía provinciana, el lugar común y la falacia sentimental. Lo consigue sobradamente, y me alegra en particular que incluya poemas que testimonian la intensa relación que tuvo con la poesía española: su hermoso tributo a Ángel Crespo, o la divertida carta en verso que escribió a Juan Malpartida sobre los placeres de la «jubilación». Solo echo en falta alguna de las muchas variaciones sobre tema mexicano que escribió al final de su vida, pero no se puede tener todo...

La cubierta, por cierto, me parece un acierto: moderna, luminosa, pero a la vez con cierto aire retro. Y nos recuerda que hubo un tiempo en que Charles (que a veces firmaba sus cartas, en broma, como «su humilde sirviente, el escritor chino tom-lin-son») era el poeta más alerta y cosmopolita de su generación, como lo demuestran estos dos poemas de juventud. En realidad, lo sigue siendo.




El arte de la poesía

Al principio, la mente siente un golpe.
La luz abre agujeros blancos en el follaje negro.
O la neblina esconde cuanto no es ella misma.

Pero esto ¿cómo decirlo?
El hecho es que si la verdad no basta
exageramos. Las proporciones

importan. Es difícil calcularlas bien.
No tiene que haber nada
superfluo, nada que no sea elegante
ni nada que lo sea si solo es eso.

Este atardecer verde tiene bordes violetas.

Mariposas amarillas
que transitan nerviosas
de flores escarlata a flores color bronce
desaparecen cuando la noche aparece.




Más ciudades extranjeras

Nadie quiere más poemas sobre ciudades extranjeras...
       (De una reciente disertación sobre poética)

Sin olvidar Ko-jen,
esa ciudad musical (tiene
pocos edificios y junta espacio
combatiendo el silencio),
ni Fiordiligi, cuyos cambios de sol
contra muros de piedra transparente
confunden toda preconcepción: una ciudad
para arquitectos, que se instruyen
arrojando sus redes
a esos bajíos movedizos; ni
Kairouan, cuyo espacio iluminado
se desliza y encaja de tal modo
en las masas de piedra, duda uno
qué puede ser más sólido
a menos que, al abrir
los dorados segmentos del lechoso
globo de una naranja cuarteada,
uno aprenda, tal vez,
a leer tales perspectivas. Luna
alberga una ciudad de puentes, donde
incluso sus vecinos son conscientes
de un privilegio compartido: un puente
no existe por sí mismo.
Rige el vacío.


el original, aquí.

trad. J.D.