martes, noviembre 29, 2011

diálogo


– No es necesario que lo hagas.
– Precisamente. Si fuera necesario, perdería toda la gracia.
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domingo, noviembre 27, 2011

thomas kinsella / poema

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Wyncote, Pensilvania: Glosa

Un sinsonte, posado en una rama
tras la ventana donde escribo,
engulle un fresco brote carmesí,
se sacude unas pocas gotas
lustrosas de su ala, y sale
al encuentro del cielo anubarrado.

Otra tormenta que se acerca.
Bajo esa luz de cobre
mis papeles parecen luminosos.
Y yo debo ponerlos desde ahora
bajo un cuidado aún más atento.



El original, aquí.



Descubrí este breve poema de Thomas Kinsella (Dublín, 1928) en la imprescindible antología con que su colega y contemporáneo Michael Longley resumió cien años de poesía irlandesa (20th-Century Irish Poetry, Faber & Faber, 2002): un compendio más de poemas que de poetas –aunque no falta ni sobra nadie–, de piezas de antología, justamente, dignas de ser memorizadas y convocadas a discreción. De Kinsella se incluye su más célebre «Hen Woman» y esta breve epifanía, un ejemplo decantado de esa poesía de la naturaleza que los autores de lengua inglesa dominan como nadie (en realidad la inventaron, como el fútbol, aunque en este caso no han dejado que otros se hicieran con el juego). El título puede parecer enigmático, pero es un homenaje implícito a Ezra Pound, cuyos padres vivieron durante años en el pueblo de Wyncote, ahora convertido en un barrio del norte de Filadelfia: Kinsella se instaló en Estados Unidos a mediados de los años sesenta y fue cayendo gradualmente bajo el influjo de la vanguardia norteamericana, aunque sin renegar de su estilo primero. La «glosa», pues, tiene algo de irónico: Kinsella, un irlandés instalado en Estados Unidos, evoca un momento de iluminación en el mismo lugar del que Pound huyó para no volver nunca. Como escribe el crítico Robert Faggen, «la prisión provinciana de uno es la inspiración del otro».

De paso, aclaro que el mocking-bird del arranque no es la calandria europea sino el sinsonte de América del Norte; y sí, existe un arbusto llamado crimson berry, pero se da en Australia y Nueva Zelanda, muy lejos de la Pensilvania donde Kinsella sitúa su poema, así que he optado por algo más neutral (pero también, curiosamente, más expresivo). Los dos versos finales me dieron muchos problemas. ¿Por qué será que las rimas asoman una y otra vez cuando menos se las quiere o necesita? La traducción exacta o literal del adjetivo painstaking es minucioso. Ah, pero tenemos luminosos dos versos más arriba. A partir de ahí, cualquier cambio parecía provocar toda una cascada de extrañas consonancias que arruinaban el conjunto. Hasta que di con la expresión «poner bajo el cuidado de algo o de alguien». Me gusta el modo en que la proposición «bajo» se repite en las dos frases finales de la versión española («bajo esa luz», «bajo un cuidado»): una concesión eficaz a la simetría.

En fin, quizá estas cosas de taller deberían quedarse en el taller. Si el poema dice algo, lo hará sin apoyarse en tanta explicación no pedida. Pero sé que algunos espíritus curiosos lo agradecen. Y es un modo, otro más, de recordarme que la gracia está en los detalles, algo a lo que no siempre –dichosa impaciencia– he estado atento cuando tocaba.
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viernes, noviembre 25, 2011

pausa del café

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Una de las materias con las que Victor Hugo enriquecía la tinta antes de realizar sus dibujos visionarios era café molido, granos diminutos como el hollín que daban consistencia a la mezcla y se pegaban literalmente al papel, como si el poeta hubiera querido trasladar a sus líneas el carácter divinatorio o sibilino de los posos del café; como si la impaciencia lo hubiera llevado a apropiarse de las intuiciones de futuro de los granos antes de pasar por el agua y revelarse ambiguamente en el fondo de la taza.

Pienso en estas cosas mientras sorbo el primer café de la mañana, y pienso también en esos versos de Tomas Tranströmer (de su poema «Puesto de guardia») que podrían muy bien servir de divisa para arrancar el día:

Misión: estar donde uno está.
También el ridículo papel solemne:
yo soy precisamente ese lugar
donde la creación trabaja sobre sí misma.

Sí, esto de hacer un papel en la vida es un poco ridículo y solemne a la vez, pero el poeta sueco nos recuerda que ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros. O de otro modo: el lugar donde nuestras máscaras se superponen hasta resolverse en un rostro. Un pensamiento optimista, pues. También biunívoco: los días están por hacer y en hacerlos se nos va cada día, pero ellos también, a su vez, nos van haciendo lentamente, labrándonos por fuera con los mismos sedimentos que luego se enredan y acumulan en nuestro interior.

No sé si esta proyección, este movimiento de apertura al futuro, tiene algo que ver con los posos invisibles que nadan en mi café, esa espiral de cafeína que comienza a girar en la sangre como una hélice borracha. No es tinta, desde luego, lo que hace surgir estas palabras, sino el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado. Estoy bastante lejos de los dibujos de Hugo, por decirlo suavemente, pero me gustaría tomar de ellos el gusto por la mezcla, la impureza, también su deseo de ofrecerse como lugar donde sucedan las previsiones. Leer el futuro en uno mismo, en los demás, y luego echar a andar como si no importara, como si no hubiera lastres; recibir lo que va llegando como si siempre hubiera estado ahí o fuera un eslabón más de nuestro destino. Lo dice Tranströmer, con una mezcla de admiración e intriga, al final de su poema: «¡Sucesos del porvenir, ya están aquí! / […] Vienen / de uno en uno. Yo soy el torniquete».
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martes, noviembre 22, 2011

anuncio x 3

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Más de medio año después de su publicación, me siguen llegando ecos del paso de Perros en la playa por los ojos y la mente de algunos lectores. Ahora es el turno del escritor gallego Ricardo Martínez Conde, quien firma una breve pero enjundiosa nota crítica sobre el libro en la revista/blog El placer de la lectura. A estas alturas –supongo– será la última que salga, o casi. Bien está. Moitas grazas, Ri
cardo.

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El poeta Marcos Canteli (cuyo último libro, Es brizna, acaba de ver la luz en la editorial Pre-Textos) ha tenido la gentileza de pedirme colaboración para el último número de la Revista de escritura y poéticas 7de7. Le he enviado una secuencia (incompleta) de poemas muy breves titulada «Monósticos». Es un título algo pedante, lo sé, pero tiene su lógica. Además, se lo robé al poeta inglés Christopher Middleton, así que la culpa –y la autoridad– es toda
suya.

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Anda por las librerías, o a punto de llegar a ellas, un volumen colectivo publicado por Vaso Roto Ediciones para conmemorar el ochenta aniversario de Antonio Gamoneda. Se titula Un árbol de otro mundo e incluye poemas de Eduardo Moga, Amalia Iglesias, Antonio Méndez Rubio, Chantal Maillard, Guad
alupe Grande, Ildefonso Rodríguez, Jesús Aguado, Olvido García Valdés, Hugo Mujica, Miguel Casado, Tomás Sánchez Santiago, José María Castrillón, Juan Carlos Mestre y un largo etcétera. Va también un poema mío, «Collage», un breve texto en prosa que es mi forma de recordar al autor de aquellas Lápidas leonesas («la ciudad fue fundada en la claridad del miedo») que tanto me conmocionaron cuando las leí por vez primera en la vieja edición de Trieste, allá por 1989. Os dejo con la portada del libro y el deseo de que encontréis mucha poesía, pero también afecto y admiración genuina, en sus páginas.


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viernes, noviembre 18, 2011

el dedo y el anillo

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A Felipe Cabrerizo
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Mientras leo El mapa y el territorio, la nueva novela de Michel Houellebecq, vuelve a fascinarme la sordina sentimental y hasta romántica que hace vibrar su escritura, esa dimensión de cuento de hadas que alienta por debajo de la pátina de nihilismo, sexo explícito y miedo y asco en el mundo de sus novelas. La rabia del narrador no está muy lejos de la rabia del niño o el adolescente desquiciado que se revuelve contra lo que tiene más cerca. Es como si Houellebecq se hubiera creído a pies juntillas las películas de Eric Rohmer (ese mundo ilusorio de muchachas hermosas y enigmáticas, conversaciones galantes con su punto justo de petulancia intelectual, atardeceres con vino y enamoramientos fugaces; esa Arcadia moderna que iluminó las pantallas de la Francia del bienestar) para descubrir, al cabo, que todo era mentira, un simulacro hiriente. Su respuesta –hacer trizas ese mundo, injuriarlo y denigrarlo por todos los medios posibles– no puede ocultar la fascinación primera, la deuda que tiene con él.

Es también un síntoma de inmadurez, desde luego, pero se trata de una inmadurez atractiva, que nos conmueve y nos arrastra con ella porque en el fondo es la nuestra, la compartimos y entendemos. Todos –quiero decir, los cuarentones y treintañeros de esta isla de prosperidad que sigue siendo Europa Occidental– hemos sido protagonistas y víctimas de esa glorificación de la juventud que nos ha permitido postergar el ingreso en la edad adulta hasta extremos inverosímiles para nuestros padres. Y, lo queramos o no, seguimos viviendo bajo el brillo imperial de las imágenes que los medios y la publicidad crearon para nuestro consumo. Da igual que tengamos familia o hijos o hayamos adoptado, en apariencia, rasgos y caracteres que corresponden a la mayoría de edad. Seguimos viviendo a la sombra de una representación del mundo que nació por y para el mercado y que, por tanto, sólo puede ser causa de insatisfacción, de hartazgo. Un hartazgo, no obstante, del que nos parece desleal y hasta incoherente renegar porque nos cubre, aún ahora, de juegos y diversiones y símbolos de estatus; una insatisfacción que nos parece mezquino denunciar porque es la misma que permite y hasta promueve esos paréntesis de inmadurez sin los cuales la vida sería aún más insufrible.
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Houellebecq nos libera y nos consuela porque adopta por nosotros el papel de niño mimado, de réprobo con posibles que se lanza contra ese mismo sistema que le permite rebelarse y hacer negocio con su rebelión. Su inmadurez es la nuestra; también su descaro. Sólo que nosotros, quizá por fortuna, somos más hipócritas (sin hipocresía no habría convivencia, y un mundo de Houellebecqs liberados de obligaciones sociales sería inhabitable) y callamos lo que él, como bufón de corte y aspirante a moralista, dice en voz bien alta para que le oigamos. Lo que resulta curioso –o al menos a mí me lo parece– es encontrar, por debajo de las muecas y los aspavientos, por debajo de unas escenas de sexo que se suceden con rutina notarial, por debajo del impulso de irrisión y de denuncia constantes, la pervivencia de ideas y anhelos de novela romántica. Decir que Houellebecq es un sentimental sería quedarse corto: una y otra vez aparece en sus páginas la idea del amor verdadero, de la mujer que pasa sólo una vez por nuestra vida y la redime (y tiene que ser mujer, además: la mirada de Houellebecq es ferozmente masculina); muchos de sus personajes conocen la felicidad, aunque sea fugazmente, y luego caen abatidos por la certeza de que esa felicidad es irrepetible, de que la vida a partir de entonces sólo puede ser un descenso apático hacia la muerte; otros, como perpetuos adolescentes, se refugian en una soledad que es responsabilidad de los demás romper: no quieren buscar sino ser buscados, su pasividad está pidiendo a gritos que la observen, que la reconozcan. Es todo un poco ridículo, en principio, pero le salva –y nos desarma– la convicción con que procede, la seriedad absoluta con que exhibe su fe.

La escritura de Houellebecq es liberadora porque da vida a todas nuestras fantasías adolescentes, todas nuestras pulsiones de inmadurez (también las destructivas), siempre un poco degradadas o vulgarizadas después de pasar por la máquina de picar de la publicidad y los medios de comunicación, y lo hace sin pedir disculpas, sin mirar a los lados ni estimar las consecuencias. No es extraño que haya logrado convertirse, así, en el poeta laureado de esta sociedad de peterpanes descontentos, hijos resabiados del sueño socialdemócrata y sus jardines de infancia. Aunque no convenga tomarlo demasiado en serio ni convertirle en abanderado de ninguna corriente de pensamiento. Su nihilismo y su rabia adolecen de la misma debilidad de carácter que las diversas modalidades de progresía bienpensante que ridiculiza. También para él es imposible la vuelta atrás, a una época de convicciones fuertes (y eran fuertes, no lo olvidemos, porque se defendieron en ocasiones con la propia vida, algo que nos resulta inconcebible y hasta escandaloso). Sólo queda el sexo –en sus diversas figuras modernas: el turismo sexual, la pornografía, los clubes de intercambio de parejas, la frontera especiada del sadomasoquismo– y la soledad impotente (¿inapetente?) del urbanita saciado. Pero queda también la escritura, y con ella un motivo de esperanza: pues la escritura presupone la existencia de los otros, de un idioma colectivo, de alguien que lee o que escucha. Y queda también la risa, la comicidad irresistible de muchas escenas y pasajes –como la estancia de Bruno en un campamento new age en Las partículas elementales, o el arranque del primer viaje tailandés de Michel en Plataforma–, genuinas actualizaciones de un costumbrismo burlesco que me sigue pareciendo una de las pocas vías de renovación de la postmodernidad. Al menos por ese lado el nihilismo de cartón piedra de Houellebecq preserva una tenue dimensión comunitaria. (Francés malgré lui, su particular modalidad de anarquismo conservador le impide abrazar las proclamas neoliberales de la Thatcher y derivados, por cuya vulgaridad y puritanismo sólo puede sentir un profundo desprecio.)
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El mapa y el territorio me ha parecido un libro más seco y desencantado incluso que los anteriores, también más mecánico, peor resuelto en su estructura interna. La supuesta trama policial no es más que una digresión que le permite jugar a placer con la imagen de su propia muerte –lo que de verdad le interesa– y los policías que la protagonizan despiertan una simpatía muy difusa. El libro retoma motivos e inquietudes de Las partículas elementales pero los trata con menos frescura, sin el entusiasmo algo demoníaco de los primeros libros. Y, sin embargo, el embrujo de la escritura sigue ahí, esa sordina sentimental que hipnotiza y arrastra y nos hace pasar página tras página hasta el desenlace final. Houellebecq es un enorme contador de historias, un maestro en el género de los cuentos de hadas. Nada le gusta más que los finales felices, y sus libros se pueden dividir en dos clases: los que añaden a ese final feliz una coda trágica, o los que lo representan en forma de ensoñación utópica. El mapa y el territorio pertenece a esa segunda clase, postulando una Francia ruralizada –una nueva Arcadia– en la que reina un espíritu comunitario fundado en la alianza de tradición y tecnología y enriquecido por un contingente de inmigrantes de lujo (chinos y rusos, principalmente). Que Houellebecq escenifique su propia muerte como antesala de ese nuevo tiempo no debe leerse como una figuración ególatra, aunque algo de eso hay, sino como el reconocimiento –lúcido y resignado– de que su particular forma de inmadurez debe quedar desterrada del futuro. Con gentes como él, parece decirnos, es imposible construir ninguna sociedad viable. Y uno se inclina a darle la razón. Pero no parece que quienes le acompañamos, los que no somos Houellebecq, constituyamos un material mucho más prometedor, al menos de momento. Sería absurdo extraer conclusiones apocalípticas, preguntarnos –como hacen algunos críticos literarios metidos a profetas– si somos las últimas generaciones de una sociedad decadente o abocada a un lento adormecimiento, pero está claro que leemos a Houellebecq, entre no muchos otros, porque
levanta testimonio extremo de un malestar genuino, íntimo. Es verdad que a veces agita el dedo amonestador con sospechoso entusiasmo, pero todo se le perdona cuando hace brillar el anillo de sus hipérboles.
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miércoles, noviembre 16, 2011

el acosador

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No dejaba de llamar, pero no para saber dónde ni cómo estaba yo, sino para no sentirse perdido.
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lunes, noviembre 14, 2011

sin título

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Gustav Klimt, Árbol de la vida


No sé bien de qué hablamos
ni por qué…
Quizá sólo la noche
dijera cosas con sentido,
retirada unos pasos
junto al muro de las lamentaciones.
Los demás nos quitábamos el miedo
compartiendo tabaco y preguntas retóricas.
Hierba rala, costras de tierra seca,
el exiguo calor de la amapola
respirando bajo la lengua de los insomnes.
No sé bien qué dijimos
ni para qué…
El mundo se escurría fuera del campamento
pero ningún reloj se dio cuenta.
Los perros, los caballos,
dormitaban por turnos
y sus ronquidos nos servían para reconocernos.
¿Por qué nadie se acuerda a estas alturas?
Hambre y frío cortante.
Bajo la luna insatisfecha
sólo palabras y palabras.
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jueves, noviembre 10, 2011

islas

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Todos los días oigo y leo cosas distintas sobre la manera de hacer España. ¿Pero España se va a hacer así; en una esquina, en el café, en la prensa?

No; que trabaje cada uno en su casa, plenamente, en lo que sabe. En sus libros, en su cátedra, en el laboratorio; con voluntad, con espíritu, con amor. Pasados unos años, España será una suma de obra y acción pura; será –sobre granito bueno y mirto– amor, espíritu y voluntad.

Recójase hacia dentro el río de la palabra y trasmítase y hágase duradera. Hablar, sí, pero de otro modo y mejor.

¿Que otros, mientras, se harán dueños? Sí, pero por menos tiempo que ahora. Y, mientras, que sea la obra verdadera y grande el premio, la luz, el pan de verdad, de los que no lo sean ni lo quieren ser.

Y, por otro lado, ¿es que puede más el dueño que el libre?
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Juan Ramón Jiménez


Palabras oportunas, me parece, en estos tiempos de alboroto político. Y con un ojo puesto en el gran Tomás Segovia, que acaba de dejarnos y que tanto admiró a JRJ. Bien es cierto que él hacía su España en el café (el célebre Comercial de la Glorieta de Bilbao, tan recordado estos días), pero no lo es menos que había logrado convertir esa mesa de café en un espacio íntimo, un segundo hogar: la misma soledad, el mismo recogimiento. Por mi escaso trato con él, no creo que Segovia apreciara precisamente el ruidoso gregarismo del tertuliano castizo; en su costumbre veo más bien una manera de replicar con su sola presencia el acto poético, el orgullo huraño y algo zumbón de quien planta su isla de silencio en medio del bullicio, que es –en realidad– lo que hace o pretende hacer todo poema. Descanse en paz.
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martes, noviembre 08, 2011

cien mil millones de poemas

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Hace algo más de medio año mis amigos Eduardo Vilas y David Villanueva, responsables del Hotel Kafka y la Editorial Demipage respectivamente, me hicieron una curiosa propuesta. Una de esas propuestas, en realidad, que no cabe rechazar. Los dos habían caído en la cuenta de que este otoño se cumpliría –se cumple ahora– el quinto aniversario de la creación de sus dos sellos, y para celebrarlo no se les ocurrió cosa mejor que rendir homenaje al gran Raymond Queneau replicando en español –justamente medio siglo más tarde– su famoso Cent mille milliards de poèmes (1961): esto es, diez sonetos en versos alejandrinos, con rima consonante, sin puntuación ni encabalgamientos, a fin de que cada verso se pueda leer por separado; diez sonetos cortados en tiras que permiten combinar un verso con cualquier otro de los sonetos restantes para formar combinaciones casi infinitas (las matemáticas dicen que hasta un número de 10 elevado a 14, o, lo que es lo mismo, 100.000.000.000.000). Un poco largo de explicar, como veis, aunque una rápida ojeada al libro lo aclara todo.

El libro de Queneau, en fin, es una forma memorable de recordarnos hasta qué punto la literatura –la poesía– es hija del juego, del azar, del accidente: hay combinaciones de todo tipo, absurdas, extravagantes, sugestivas o luminosas, una verdadera cornucopia de metáforas y hallazgos verbales. Es también un objeto singular, algo así como un pariente cercano de las tablas de ouija o las barajas del Tarot.

Nuestro libro se llama Cien mil millones de poemas e imita en todo el de Queneau salvo por un detalle: esta vez firman el libro diez autores, uno por soneto. Cinco venimos por el lado del Hotel Kafka: Marta Agudo, Javier Azpeitia, Rafael Reig, Julieta Valero y un servidor. Los cinco restantes, por el lado de Demipage: Pilar Adón, Fernando Aramburu, Santiago Auserón, Francisco Javier Irazoki y Vicente Molina Foix. Hay poetas, novelistas, y hasta un artista total, inclasificable, como es el gran Auserón, más conocido en estos tiempos como Juan Perro. Resulta instructivo cómo pese a todas las reglas y constricciones (los diez poemas están escritos en alejandrinos y siguen el mismo juego de rimas) cada soneto refleja o encarna a la perfección la sensibilidad de cada autor. Hay lugar para todo: humor, erotismo, delirio, gravedad reflexiva o metafísica, protesta social…

El libro llega estos días a las librerías, justo a tiempo para la temporada navideña; entretanto, aquí os dejo la portada –muy otoñal–, la nota de prensa de la editorial, y también un vídeo en el que David Demipage Villanueva explica muy clara y didácticamente cómo «funciona». Y funciona, vaya que sí. Hasta hay espacio para que cada lector incorpore su propio soneto…


Cien mil millones de poemas. Demipage from Demipage on Vimeo.

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sábado, noviembre 05, 2011

charles tomlinson / las trampas usa

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Iglesia de Las Trampas, Nuevo México


Camino entre malvarrosas
por un jardín reseco hasta llegar,
arriba, a la casa,
llamo, luego pido
en inglés la llave
de la iglesia de Las Trampas.
La anciana
dice en español: no
hablo inglés
así que digo: dónde
está la llave de la iglesia
en español.
—Ve usted a esos
tres hombres trabajando: pregúnte-
les a ellos. Ella se
vuelve, yo
me vuelvo
dispuesto a preguntar-
les en español:
Hey, dicen
en americano. Hola
digo y les
pregunto en inglés
dónde está la llave
de la iglesia y ellos
dicen: la tiene él
señalando a un cuarto
hombre que trabaja
con la azada en un campo
de maíz cercano, y a él
(en español): ¿dónde está
la llave de la iglesia? Y él:
yo la tengo.—OK,
dicen en
español-americano:
tráela (y a mí
en inglés)
él la traerá. Usted
espere por él
en la puerta de la iglesia.
Gracias, les digo, y ellos
responden en americano
De nada. Regreso
de nuevo
y espero en la sombra
la llave: el que
la trae no es el de
la azada, sino
uno de los tres que
trabajan, quien
con gracia castellana
me introduce en
este lugar
de frescor
fuera del sol de agosto.



trad. J. D.


el original, aquí.
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