viernes, mayo 22, 2020

sueño


Estábamos en Nueva York, en pleno lockdown. Habíamos salido de un concierto en el que nos movíamos con total inconsciencia hasta que de pronto nos dimos cuenta del peligro de contagio. Entonces la acción se trasladó a una pequeña cafetería en la que buscamos mesa para dos. Solo ofrecían custard pies, un mostrador entero de tartas de crema pastelera. Parece que nuestro afán por mantener la distancia social enfadó a un cliente, un tipo astroso que se parecía a Russell Crowe y que llevaba bombín y gafas redondas, como de timador o vendedor ambulante en el Medio Oeste. Ahí el sueño volvió a derivar en violencia, como tantas veces desde que empezó la pandemia: el tipo sacó un cuchillo de carnicero y empezamos a forcejear y a dar tumbos por el local. Todo muy extraño: la pelea cesó tan bruscamente como había empezado y el hombre se sentó en su silla y nos habló con perfecta afabilidad. Entonces me fijé en que a una de las lentes le faltaba el cristal y tenía, en su centro, a la altura misma de la pupila, una mosca sujeta por hilos que salían de la montura. Solo una lente. La otra seguía teniendo su cristal, que parecía velado o manchado por el uso. No podía apartar la mirada de la mosca, que se debatía y agitaba las patas entre los hilos negros. Una imagen de película fantástica (de ahí que volviera a pensar en Russell Crowe). Y entonces desperté.

lunes, mayo 11, 2020

cuaderno del encierro / y 40

lunes, 11 de mayo

No deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros, canales de televisión, etc., y todos con un patrón similar, como si fueran variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la cercanía con el espectador. Me llama la atención –perdón por la ingenuidad– que estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante: si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay que vivir.


Pienso en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada nota. Haría falta un camión basura –o un centón– para recoger estos restos: frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.


Me entero por Paula –así voy de rezagado– de que los puntos de información de BiciMad se llaman oficialmente «tótems». Lo dice la página web del servicio con fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha metálica que las enfermeras llaman «árbol». Ahora te traemos el árbol. Nada de «fármaco», «quimio», «cáncer»… Son palabras que no se dicen. Solo «árbol», dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento en que la hacemos nuestra. Hablar de «tótem» para referirse a una columna de circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado, o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un «árbol» es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es casualidad. Las palabras lo saben.


En el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo, no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de «Historial de un libro», cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba] ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde, cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido, ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.

sábado, mayo 09, 2020

cuaderno del encierro / 39

sábado, 9 de mayo

Me despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos, que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.


Me gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.


Vuelven los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este, en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás, y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:

Ángel y búho, en secreto concierto,
volaban juntos, cazaban juntos
ratones y lémures al anochecer.
Solos en el sombrío escalón del poniente,
así hermanos en la ferocidad.

            Pensé en estos versos de hace ya treinta años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable». Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor versión de nosotros mismos.


55 días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva (como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva, y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles. La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas iluminaciones domésticas.

viernes, mayo 08, 2020

cuaderno del encierro / 38

viernes, 8 de mayo

Contaminábamos ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión. Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse: el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría, pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido –el clamor, más bien– con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo, / es tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.


Tengo el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo –en uno de los pisos con azotea de la corrala interior– tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha prevista –este lunes 11– parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño: dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es como llegan las cosas que no esperamos.


No hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy, en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un pájaro.


Cuando vivía en Inglaterra –fueron ocho cursos seguidos en la isla–, casi lo primero que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera semana de «desescalada» tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.


Correos ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia. Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja «normalidad» y proponen enmiendas y remedios. De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.

jueves, mayo 07, 2020

cuaderno del encierro / 37

jueves, 7 de mayo

He dejado de recordar o de preocuparme por mis sueños. Demasiadas turbulencias, que se añaden a las turbulencias crecientes del mundo diurno. O tal vez es que voy aprendiendo a distinguir entre los sueños que alumbran y acompañan y los que solo traen humo.


El paseo del martes por la tarde fue una demostración práctica de la imposibilidad (una vez más) de poner puertas al campo. Paula y yo decidimos bajar a Madrid Río, sin darnos cuenta de que la decisión de cerrar parques y jardines significaba justamente eso, que el parque del río estaría cerrado: cintas adhesivas ya en el primer acceso de Príncipe Pío y la gente apelotonada en el anillo de la plaza. Así que bordeamos igualmente el Manzanares, pero en dirección norte: hacia el puente de la Reina Victoria y la ermita de San Antonio de la Florida (alguien había cubierto el zócalo de la estatua de Goya con un cartel que decía: «¿Devolverán toda la libertad secuestrada?»). Allí descubrimos que el parque adyacente estaba abierto al público y que podíamos cruzar la vía del tren por el puente que lleva al cementerio de la Florida y los tramos inferiores del parque del Oeste. Las indicaciones geográficas pueden ser confusas para quien no conozca el barrio, así que las dejo aquí. Lo que importa es que una zona por la que casi nunca pasa nadie se había convertido en una romería: corredores, ciclistas, chavalería, parejas con sus perros… Y la misma impresión del domingo de ser autómatas más o menos pasmados que tirábamos por donde hubiera un camino libre. Era cuestión de ir siguiendo a los otros. Hasta que al fin llegamos al mirador y allí nos quedamos un buen rato, viendo caer la tarde sobre la Casa de Campo. El resto del parque era un bullir de gente haciendo deporte, pero en la pradera la procesión de robots adquirió un aire de concilio hippy: una chica hacía meditación, otra hablaba por el móvil con el perro echado a sus pies, un par de amigos habían dejado sus bicis en la hierba y compartían un porro… Estaba claro que no podíamos estar ahí, pero daba igual. Habíamos llegado por la puerta de atrás, como quien dice, y habría sido inútil desalojarnos. Absurdo, también, porque todos nos manteníamos a una distancia prudencial y la sensación de chill-out era la norma. Lo que me sorprendió fue que la comisaría de los municipales está muy cerca, apenas a unos metros del mirador, pero nadie había salido a patrullar. Me di cuenta de que también ellos, con rara cordura, se habían dejado llevar por la corriente. El sol estaba casi al ras y nos deslumbraba: un globo anaranjado que había puesto freno al tiempo. La vuelta a casa, en cambio, fue veloz, como si el hechizo pudiera romperse a medio camino. Esa zona del parque tiene algo de jardín secreto para nosotros, pero esa tarde fui incapaz de sentirme celoso. Y me dio otra faceta, mejor o más amable, de estos días que no terminan de encontrar su sitio.


El martes, de nuevo, la visión omnipresente del móvil como prueba de vida. Como si solo la cámara fuera capaz de hacer real lo que uno ve o siente. Ese chico que iba mirándose en la pantalla mientras buscaba donde sentarse: se dejaba acariciar por ella, movía el rostro de un lado a otro persiguiendo el mejor ángulo, la luz propicia. Era guapo, desde luego, pero su exhibición de narcisismo me perturbó. No tenía ojos para nadie, y menos para la pequeña pradera donde había decidido descansar. Todo era instintivo, y por eso mismo descarado. Quiero decir que el móvil le había robado la cara.


Así está todo de repente: correos y mensajes de WhatsApp, citas que se reactivan, tareas que no esperan y gestiones urgentes… Yo mismo contribuyo a esta subida del telón con un par de llamadas de trabajo que se alargan más de la cuenta y me devuelven, sin querer, todos los nervios y la prisa del invierno. El mundo resucita y el tiempo, sorprendido, ha vuelto a contraerse.

martes, mayo 05, 2020

cuaderno del encierro / 36

martes, 5 de mayo

A esto se dedica la policía nacional una tarde de diario a las siete menos veinte: un coche patrulla escoltado por un agente se dedica a barrer las zonas del parque que estaban abiertas hasta hace cuatro días. El coche avanza dando luces detrás de una madre con tres niños pequeños, que es todo el gentío que ha encontrado a su paso. A los paseadores de perros, que vemos la escena desde la banda, como quien dice, nos regalan también una bonita sesión de megafonía.


Algo bueno tenía que traer el calor. Ayer descubrí que este verano podremos llevar mascarilla sin que las gafas se empañen.


Para los que nunca hemos estado cerca del mundo, estas siete semanas de encierro no han sido tan difíciles. Salvando la conciencia del dolor ambiente y el miedo por el futuro –que es mucho salvar–, estas semanas de alejamiento y reclusión han sido también una forma de tomar aliento y quitarse agobios. También de hacer inventario. Me gusta el neologismo de mi amigo José María Castrillón: cuarentesma. Algo de eso ha habido (mientras se asuma, claro, que todo lo debemos al esfuerzo de trabajadores que han tirado del carro en condiciones adversas y hasta dañinas para ellos, y ahí siguen). El mundo estaba lejos, retirado, o lo bastante al menos para no ahogarse, y en el espacio abierto por esa retracción se ha colado otra imagen posible de nuestra vida. Esa lejanía es lo que muchos de nosotros solíamos entender por «distancia social», pero la diferencia es que esta vez se ha dado a la fuerza, por imperativo legal. Reconozco mi buena suerte: el encierro me ha sorprendido con una hija mayor de edad y en una casa espaciosa, que nos permite cuidar la intimidad de cada cual (más de una vez he pensado con alarma qué habría sido de mí en aquel pisito de 35 metros cuadrados en el que vivía cuando Paula tenía diez años). Pero no voy a negar que hay aspectos de esta cuarentena que me han atraído. No puedo ser el único para quien el mundo de ahí fuera, y más en nuestro país, siempre tan ruidoso y enfático, puede ser una presencia cargante; abrumadora, incluso. Leo ahora que muchos escritores se han visto incapaces de concentrarse y seguir adelante con sus trabajos. Yo, en cambio, que nunca he tenido facilidad y soy todo menos prolífico, sentí desde un inicio que las palabras venían sin trabas, que me ayudaban. El parón ha hecho que las aguas del mundo se retiren y pueda escribir en la arena mojada. Veremos, eso sí, cuando suba la marea.


En punto a mascarillas, como diría Gil de Biedma, la cosa no está clara (al menos en mi barrio): sesentones empoderados y de buen tono que deben de sentirse inmunes y van casi a cuerpo gentil; ancianas enjutas que tampoco llevan mascarilla, quiero pensar que por un prurito libertario; corredores que agitan la cabeza sin complejos, a gusto con sus feromonas; padres despreocupados y jóvenes de barba poblada que no ven oportuno cubrirse; dos agentes que salen de una panadería con su mejor sonrisa. También se da alguna paradoja, como la de ese transportista robusto, él sí bien embozado, que iba enseñando el culo cada vez que se agachaba. Una cosa por otra, supongo. E la nave va. O, como dice el clásico, «la vida sigue igual».

lunes, mayo 04, 2020

cuaderno del encierro / 35

lunes, 4 de mayo

Estábamos en el salón, jugando al Scrabble con las ventanas entornadas. Eran ya casi las nueve de la noche del sábado, pero seguíamos oyendo voces en la calle. Alguien se había detenido a altura del balcón y estaba hablando con nuestros vecinos del segundo B. Poniéndose al día, cortesía del calor y de las autoridades. Asombro de oír esas voces, como si rasgaran una membrana que no sabíamos ahí y que de pronto dejaba pasar el mundo. Sobresalto también, porque oírlas –me di cuenta luego– era como estar oyendo el pasado.


Noche difícil. Tardo una eternidad en dormirme y nunca tengo la sensación de llegar del todo al sueño. Es el calor, sin duda. La primera noche de bochorno de este veranillo anticipado. No hay forma de encontrar la postura y doy vueltas igual que hace semanas, cuando la extrañeza de la reclusión se colaba en los dormitorios. Un regreso a los viejos tiempos, sí. Pero con la diferencia de que esta vez conozco el motivo de mi insomnio y eso, al menos, me tranquiliza un poco.


Me dice José Luis que nos cortan el agua. Ha reventado una tubería en las oficinas del primero y el agua cae a chorros en los sótanos y el baño del garaje. Como si lo viera. Cuando las cosas se dan permiso a sí mismas para descomponerse, es que viajamos definitivamente hacia la normalidad.


Es evidente que estas notas ya no son ni pueden ser estrictamente de «encierro». Dentro de una semana exacta entraremos en otra fase que se parecerá bastante a la que dejamos atrás el 13 de marzo, y este cuaderno habrá perdido su razón de ser. Tengo la sensación de que la pierde a marchas forzadas, como si estos días fueran el reflejo especular de aquella semana vertiginosa que precedió a la declaración del estado de alarma. Esta mañana la calle había vuelto a sus ruidos habituales: el tráfico (que ahora, eso sí, parece haber amainado un poco), la cortacésped de los jardineros, los martillos neumáticos de la obra de Bailén y, de vez en cuando, para que no haya olvido, la sirena racheada de una ambulancia. Más un trajín de peatones que suben y bajan las escaleras buscando el amparo del parque. Se van a llevar una decepción, porque el alcalde ha decidido cerrar hasta las zonas verdes que habían estado abiertas durante la cuarentena. Una medida difícil de entender, pero que hoy merecía la firma vigilante de una patrulla a caballo. En fin. Es la única disonancia en un tiempo que está impaciente por quitarse las telarañas. El sol no termina de abrirse paso, pero si lo hace no creo que la vecina del entresuelo se sienta con humor para sacar la esterilla al patio y hacer yoga.


Todo este tiempo nuestra imagen de ciencia-ficción era la ciudad vacía, las calles desiertas, la ausencia casi total de ruidos y gente. Pero ayer descubrí que mi imagen de novela fantástica podía ser otra. Paula y yo salimos por primera vez de paseo en horario de tarde (el sábado renunciamos a nuestro privilegio: ya había tenido mis breves salidas diarias con la perra y pensé que era mejor que otros disfrutaran de su turno). En vez de tirar por el parque, tomamos la dirección opuesta, hacia la Plaza de Oriente. Y ya en los alrededores del Senado y la calle de la Encarnación nos asaltó la visión turbadora de paseantes que vagábamos como pasmarotes por las calles de la ciudad. No había ningún sitio al que ir. Se trataba sencillamente de dar vueltas y reconocer una a una las calles, nuestras calles. Todos con el mismo empeño. No había turistas. No había terrazas ni cafeterías en las que tomar algo. No había tampoco tiendas abiertas, gestiones, recados, algo que justificara caminar de X a Y. Solo una multitud que deambulaba con aire levemente sonámbulo. Parecíamos una versión castiza de esas escenas de tinte épico donde los supervivientes salen de sus refugios subterráneos después del desastre. Las siete semanas de estabulación habían tenido su efecto y nos movíamos por la ciudad con el desorden despistado de un rebaño de ovejas. Exagero, sin duda, pero solo un poco, lo suficiente para entender el malestar que acabamos sintiendo, un malestar al que contribuyó también la sensación de promiscuidad, esa indiferencia de muchos a mantener la distancia. La culpa fue nuestra, por acercarnos al centro, pero no creo que fuera muy distinto en otros barrios. Y tampoco podíamos quejarnos: al fin y al cabo, hemos tenido el alivio de sacar a Layla todos los días. Paula, que había insistido tanto en salir, no podía ocultar su confusión. ¿Todo para esto? Creo que los dos sentimos que esta «nueva normalidad» pinta muy poco normal, al menos de momento.


Han segado la hierba delante de casa. A la humedad y la sobrecarga de polen se le añade ahora la tierra seca que asoma entre las briznas recién cortadas, sin recoger. No quedan siquiera las cuatro amapolas rojas que habían brotado junto a la acera y daban un poco de color. Está el aire denso, enrarecido. Qué ganas tienen algunos de adelantar el verano.


«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». Esta frase tan sobada de L. P. Hartley siempre me pareció algo efectista y retórica, pero ahora la leo con respeto, casi como una premonición. Porque así se me aparece el arranque de marzo, hace dos meses: más que extranjero, un país exótico, de otro continente.

sábado, mayo 02, 2020

cuaderno del encierro / 34

sábado, 2 de mayo

El sistema de franjas horarias es una manera como cualquier otra de simplificar la complejidad social, de clasificarnos y hacer que cada cual vaya por su carril: niños, ancianos, deportistas, personas dependientes, adultos que viven bajo un mismo techo… todos con nuestro horario asignado y nuestras normas concretas. Algo así como los pasajeros que se cruzan en las cintas mecánicas de los aeropuertos. Pero esta primera mañana lo más difícil ha sido, justamente, caminar en línea recta. Íbamos todos en zigzag, manteniendo la distancia de seguridad y oteando el horizonte inmediato para evitar el más mínimo roce (tuve incluso que pararme un par de veces para dejar que el tramo de calle que tenía delante se despejara). El resultado fue una coreografía indecisa, atomizada, que más parecía un baile de abejas que el desfile de hormigas habitual. No cambiaba tanto de acera desde que tenía catorce años y los quinquis patrullaban el barrio.


Escribo la palabra «desescalar» en un mensaje de correo y el corrector del programa me la sustituye automáticamente por «desencallar». Está bien. Y se agradece el cambio de metáfora, quizá engañosa, pero menos esforzada y peligrosa que la del neologismo oficial. Ahora solo falta que suba la marea.


Tarde de teléfono, de puestas al día y boletines cotillas. Como si antes del «chupinazo» –así lo llama un amigo en un mensaje– quisiéramos dejar la casa de la amistad en orden. Nos contamos las novedades y casi no nos damos cuenta de que lo extraño es eso: tener algo nuevo que contar. Hoy, encima, luce un día espléndido, y ya se sabe (Canetti) que al sol todo son buenos propósitos.


TCM ha programado un especial Hitchcock para conmemorar el 40º aniversario de su muerte y casi no hay día en que hayamos faltado a la cita (aunque no siempre cuando la cadena quiere): el martes, Vértigo; el miércoles, Los pájaros; ayer viernes, Psicosis. Son películas que me sé prácticamente de memoria, pero no me canso de ellas. Y luego está el gusto de ver a Paula descubrirlas por primera vez (compruebo con intriga que todo lo que ha visto de cine francés o italiano clásico parece haber desterrado al espacio exterior la edad dorada de Hollywood). Acabo de leer un artículo de Carlos Boyero en el que viene a decir que la mejor representación visual de estos días es la escena final de Los pájaros, esa en la que «la familia […] abandona la casa donde ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles y les dejan pasar». Es muy posible. Pero yo me quedaría con otra, mucho menos efectista pero igual de aterradora. Es la escena de la cafetería que sigue a la salida de los niños de la escuela, cuando corren camino abajo perseguidos y hostigados por los cuervos. Es una escena teatral, si se quiere, en la que la cámara va siguiendo el movimiento de los personajes mientras hablan y dan su opinión. Y es turbadora porque nosotros, los espectadores, acabamos de ver el ataque feroz de los cuervos, no tenemos dudas, y, sin embargo, en el diner del pueblo muchos clientes siguen sin creerse lo ocurrido. Hay incluso quien niega la mayor: una anciana robusta con aire de sufragista que descarta rotundamente que las aves sean capaces de organizarse y atacar al ser humano. Ya puede Tippi Hedren insistir que es ignorada o, peor, tratada como una intrusa. La escena dura unos minutos y el escepticismo de los lugareños nos exaspera porque sabemos lo que ha pasado. Y sabemos también que algo va a pasar, y muy pronto. Es ahí, en ese breve paréntesis dramático, donde quedan expuestos los mecanismos del autoengaño social, el impulso cobarde con que buscamos seguridad o alivio en las palabras de los demás, lo difícil que nos resulta ponernos en lo peor. Ese negacionismo congénito de la especie. Y Hitchcock lo revela con un humor torcido que no se hace muchas ilusiones sobre nada, y mucho menos sobre nuestra capacidad para entender o hallar soluciones. Salvo los protagonistas, la mayor parte de los personajes bordea la estupidez, en especial el sheriff, que es un perfecto inútil. Así que los pájaros de la película dan miedo, desde luego. Pero no mucho más que la fauna humana de Bodega Bay.

viernes, mayo 01, 2020

cuaderno del encierro / 33

viernes, 1 de mayo

Desde que empezó el encierro hemos visto transcurrir la segunda mitad de marzo y todo abril, y hoy toca inaugurar nuevo mes. Ocho semanas repartidas entre el final del invierno y esta primavera perpleja, volátil y nada silenciosa. A menudo, cuando hablo con Paula, trato de ponerme en su lugar y recordar lo que significaban dos meses a su edad. ¡Dos meses! En ese lapso te daba tiempo a todo: descubrías discos y libros y películas que te cambiaban la vida, o eso pensabas, escribías un libro de poemas y ya estabas planeando la continuación, no era posible culminar ningún proyecto porque ya habías cambiado de idea o de modelo, o lo urgente era otra cosa. Tener veinte años, al menos para los que carecíamos de talento precoz o estábamos aprendiendo, era básicamente quemar etapas. El invierno se iba en hacer planes para el verano que la primavera refutaba. Dos meses eran una vida. Y pasarlos confinados en casa, como hacen ahora mi hija y los amigos con los que charla por Skype y se intercambia mensajes de voz, lecturas, recomendaciones, nos habría parecido una condena vitalicia. Cómo no entender su impaciencia, si hay días en que nosotros, que vivimos al ralentí –un poema al mes ya es una cosecha aceptable–, nos subimos por las paredes. Vivimos el mismo tiempo de reloj, de calendario, pero no lo vivimos a la vez ni al mismo ritmo. Tenemos metabolismos distintos. Y parece claro que ellos digerirán estas semanas de encierro de formas –o con formas– que no podemos ni sospechar. Sería lo deseable, al menos. Son ellos quienes deben leer estos meses y darles sentido, si es que lo tienen. Darles una estructura con imágenes o palabras. Nosotros ya no vemos el tiempo tan de cerca ni con la misma intensidad. Todo lo pensamos a largo plazo. Como la claridad del poeta, que es un don, no estamos «entre las cosas, / sino muy por encima», y eso no da cierta perspicacia. Pero hemos perdido ese contacto inmediato con el tiempo, esa vivencia perentoria que devoraba etapas en su afán por comprender. Lo queramos o no, todo lo que hacemos después tiene que ver con ese momento inicial: señales, descubrimientos, revelaciones. Dos meses. Tiempo de sobra para escribir un libro, cruzar Europa en tren o tomar la Bastilla.


Cada tejado del gran patio es un territorio aparte. Por el alero gris claro del garaje avanza el gato canijo de otras veces. Va encogido, receloso, tomándose su tiempo. Justo delante, sobre las tejas rojizas que rematan la corrala interior, se han posado las palomas; necias, inquietas, haciendo sonar el émbolo de sus cuellos. El gato las mira desde su lado del tablero. Son diez, quince metros, los suficientes para impedir que salte. Pero nada le prohíbe mirarlas y disfrutar de la escena. Ver y no tocar. Una imagen oblicua del confinamiento.


Fue un sábado de hace dos semanas (lo consigno ahora porque acabo de encontrar el apunte en un bolsillo interior de la cazadora, mientras ponía orden en mis cosas). Estaba en la puerta de El Aleph, esperando la vez para comprar la prensa. De pronto llegaron dos motos de la policía nacional, que dieron la vuelta en contradirección y aparcaron frente al escaparate. Oí que uno de los agentes le decía al otro: «Me parece que esto es más bien una librería». Me temí lo peor. El Aleph es una pequeña librería que ha logrado mantenerse abierta todas estas semanas vendiendo prensa, revistas, fascículos… y también algún que otro libro furtivo, con discreción casi vergonzante (tampoco es que uno pudiera perder la mañana rebuscando en sus mesas; es un local menudo en el que apenas caben tres personas sin estorbarse). Vi también que Manolo, el dueño, los miraba de reojo con alarma. Pagué con rapidez y me hice a un lado. No, no venían a pedir los papeles ni a inspeccionar el local. Uno de ellos se quitó las gafas de sol y preguntó con timidez por el último numero de Labores del hogar. «Para mi madre», añadió. Nadie le había pedido aclaración, pero él se sintió en la necesidad de hacerla. Y fue escuchar aquello y verlo fugazmente como lo que era: un muchacho, o poco más, que jugaba a ser policía.