viernes, febrero 27, 2009

temible memoria


«Fox no sabe qué debe entender uno al leer a Wordsworth y Blake ni cómo uno hablaría de sus obras si hubiera escuchado las lecciones de los especialistas en literatura, pero sabe que habría intentado explicar ese sentido del mundo vivo, la forma en que expresan tu propia creencia instintiva en una especie de espíritu que se pasea por todas las cosas, la temible memoria de las piedras, el viento, las vidas de los pájaros.»

Tim Winton, Música de la tierra, trad. Núria Llonch Seguí, Barcelona, Destino, 2008, p. 316.

jueves, febrero 26, 2009

días y nuevas

Días que se engarzan unos con otros como el agua de olas sucesivas, con sus vaivenes y corrientes y crestas de espuma súbita donde crujen las fuerzas contrapuestas del flujo y el reflujo, el sí y el no.

*

Periódicos como gaviotas rebuscando en la basura de cada día, chillando sin cesar con alas desplegadas, golpeándose rabiosas por su poco de alimento. Esa escandalera.

martes, febrero 24, 2009

irlanda / muldoon

Cuando las cosas se ponen mal –y en el Ulster, a mediados de los años setenta, se pusieron francamente mal–, cualquier elemento se carga de significado, de un sentido muchas veces ominoso. Así lo entendió el poeta irlandés Paul Muldoon, que escribió entonces uno de sus poemas breves más conocidos: un poema que es casi un epigrama, y que con su ironía elíptica, su divertida sequedad, sabe capturar el absurdo connatural a las situaciones de violencia. Sobre la oportunidad (en aquellas fechas) del título sobran las explicaciones.

Irlanda

El Volkswagen parado en el arcén,
ronroneando con el motor en marcha.
Te preguntas si son amantes
o bien hombres que corren de regreso
a través de dos prados y un arroyo.

Trad. J.D.

lunes, febrero 23, 2009

jealous guy

Con los amigos cercanos tendemos a actuar con torpeza o a ser injustos precisamente porque los llevamos en nuestro interior, son parte de nuestra intimidad y nuestro equilibro emocional, charlamos con ellos en silencio como un elemento más de esa conversación ininterrumpida que es el flujo de la conciencia, el relato que nos hacemos de la vida en el momento de vivirla. Están a todas horas con nosotros, de tal manera que la persona física, el amigo con nombre y apellidos que desplaza su sombra por calles y paredes, queda relegado en ocasiones a un lado de la escena: tardamos en llamarle o no le llamamos; le dejamos historias por contar o le contamos con perfecta inocencia historias que podrían dolerle porque en ellas no tiene sitio o sólo uno sin importancia. No acaba de entender que para nosotros él está contenido en la historia, es decir, que es su interlocutor primero, y que el hecho de contarla de viva voz no es sino la repetición, puertas afuera, de un relato que ya tuvo lugar en nuestro interior.

Los celos, en este sentido, no pasan de ser un síntoma –el más extremo y hasta el más puro– de incertidumbre sobre el lugar que ocupamos en el pensamiento de los demás. No sabemos qué hacen o dejan de hacer nuestros avatares detrás de bambalinas, al otro lado del telón opaco de una mente, o sólo podemos saberlo por vía indirecta, y más de una vez esa oblicuidad nos engaña o nos perturba con datos falsos, incompletos, sospechas que no terminan de confirmarse, puertas entornadas que apenas nos atrevemos a abrir por completo. ¿De verdad queremos saberlo? Por alguna razón, persistimos en la incertidumbre o tomamos los rodeos más extravagantes para retrasar la verdad, como si los celos fueron un signo certero, la prueba definitiva de la amistad. (A veces, desde luego, tienen la virtud de dar sabor a una relación, igual que una especia algo picante, pero no sé si el riesgo vale la pena.)

La amistad se alimenta de la intensidad con que hayamos asimilado la voy y la presencia del amigo. Pero una excesiva absorción en la imagen que hemos creado en nuestro interior puede ponerla en peligro. Una y otra vez hay que buscar un acuerdo entre las dos versiones, dentro y fuera, la memoria y el presente. Vivir en la tensión entre esas dos figuras que se entrecruzan sin solaparse por entero.

domingo, febrero 22, 2009

dientes del juicio

Vaga inquietud, de repente, por no haber guardado los dientes de leche de su hija. ¿Por qué no estuvo más atento y los puso a buen recaudo cuando debía? Absurdo, desde luego, pero no puede evitar una punzada de remordimiento cuando piensa en esos fragmentos de marfil incipiente olvidados en un rincón, o tirados directamente no sabe dónde. Un descuido turbador, algo como un sacrilegio a escala doméstica.

viernes, febrero 20, 2009

william blake, «londres»


Vago sin fin por las censadas calles,
junto a la orilla del censado Támesis,
y en cada rostro que me mira advierto
señales de impotencia, de infortunio.

En cada grito Humano,
en cada chillido Infantil de miedo,
en cada voz, en cada prohibición,
escucho las cadenas forjadas por la mente:

y escucho cómo el grito del Deshollinador
hace palidecer las oscuras Iglesias,
y el dolor del Soldado infortunado
ensangrienta los muros de Palacio.

Pero, al fin, en las calles de medianoche escucho
cómo la maldición de la joven Ramera
deseca el llanto del recién nacido,
y asola la carroza fúnebre de los Novios.


Trad. J.D.

jueves, febrero 19, 2009

pausa publicitaria

Dedicamos nuestra última Definición de savia a Robert Hass y Anne Sexton. Por tal motivo entrevistamos a Jaime Priede y Julio Mas Alcaraz, sus traductores respectivos. Pero también escuchamos la voz de los poetas, nos dejamos visitar por la música de Steely Dan y, en general, pasamos un buen rato. Si queréis escucharlo, pulsad aquí.

*

Más enlaces. Éste os lleva a una versión abreviada, ahora en vídeo, de la lectura de Seamus Heaney. Todo un lujo.

*

Heaney también se paseó un rato, whisky en mano (¡cómo no!), por la bitácora de Rafa Reig. Es bueno poder ser testigo de ese encuentro.

miércoles, febrero 18, 2009

ícaro, brueghel, williams


Traduje este poema de William Carlos Williams (1883-1963) como parte de un ejercicio que puse a mis alumnos en Hotel Kafka. Resulta ilustrativo (e intrigante) compararlo con el que sobre el mismo cuadro de Brueghel escribió Auden, «Musée des Beaux Arts». Los dos se fijan en detalles totalmente dispares y, sobre todo, extraen conclusiones que en Williams son de orden vital y en Auden, indefectiblemente, de índole moral. Lo que me gusta de Williams y de sus mejores herederos es el modo en que un verso enlaza simultáneamente, en funciones o papeles distintos, con los que le rodean (así por ejemplo, el verso «cerca de la costa» remite tanto al lugar donde sucede «algo insignificante» como al «hubo» que le sigue). Una estructura nerviosa, como de gota de lluvia que desciende en zigzag por la ventana del coche, en la que siento cifrada lo más vivo de esta escritura. (Por cierto, buscar a Ícaro en este lienzo es casi una versión «alta cultura» del buscando a Wally.)


Paisaje con la Caída de Ícaro

Según Brueghel
cuando Ícaro cayó
era primavera

un labrador araba
su campo
todo el esplendor

del año estaba
despierto
hormigueando

al borde del mar
ocupado
en sus asuntos

sudando al sol
que derritió
la cera de las alas

algo insignificante
cerca de la costa
hubo

un chapoteo casi inadvertido
era
Ícaro ahogándose


Trad. J.D.

martes, febrero 17, 2009

a ticket to ride

Ayer por la tarde, en el autobús, aquella mujer que hablaba por teléfono, ofreciendo palabras de consuelo y ayuda a su amiga con voz resonante, paseándose de una esquina a otra hasta que todos sentimos su presencia en forma de empujones y bufidos impacientes. Su grosería, en fin, que no era sino una puesta en escena, el modo de hacernos partícipes de su delicadeza de consejera y pañuelo de lágrimas.

lunes, febrero 16, 2009

tren de cercanías

Cada día emprende el mismo viaje. El tren cruza campos y barriadas, pero siempre que levanta los ojos sorprende el mismo paisaje. El tren se demora bajo cielos distintos, pero siempre que cierra los ojos llueve en su silencio.

domingo, febrero 15, 2009

coto de lectura

Estas fiestas lectoras en las que nos enfangamos cada cierto tiempo son como bandas de peces o vetas de mineral que surgen milagrosamente y nos abruman con su fácil fecundidad, densas y dilatadas como simas abisales de las que todo mana sin esfuerzo. Las ganancias se acumulan y ni siquiera nos vemos forzados a hacer provisión; sencillamente no damos abasto. Leemos de manera compulsiva, a deshoras, desbaratando las obligaciones diarias, saltándonos comidas y tareas pendientes, absortos en un placer algo febril, un placer egoísta y decididamente exclusivo del que echaremos mano durante días e incluso semanas. No es sólo la ligereza con que todo se nos ofrece, como sin esfuerzo, es también la gratuidad, el desinterés del acto mismo de la lectura lo que nos conmueve y renueva. Salimos de esas horas un poco mareados, incorporándonos al flujo de la rutina como quien pisa tierra firme. Pero mucho después seguimos sintiendo el vaivén del agua en nuestros oídos, en nuestra sangre.

sábado, febrero 14, 2009

+ hormigas


No ya la sensación de estar asistiendo desde fuera a la película de mi vida, sino de haberme equivocado una y otra vez de plató, de rodaje, de sala.

*

Habla como si quisiera apartar las cosas con su aliento.

*

Quizá me falte razón, pero me sobran razones.

*

Vio su rostro en un charco de sangre, y se arrojó a él.

*

¡Cómo relumbra su armadura al sol! Las cenizas del caballero se remueven orgullosas.

*
Busca formas de penitencia que no sean ostentosas.

*

Va de una palabra a otra por puertas y galerías secretas. Se desprende del poema como de una piel seca, una cáscara fósil.

viernes, febrero 13, 2009

portero con gatos

Conocí la obra de Peter Porter (1929) gracias a British Poetry 1900-1975, de George MacBeth, una generosa muestra de la poesía británica del siglo veinte editada por Longman que compré en la librería Ojanguren de Oviedo y que durante muchos años fue mi guía más fiable por un territorio del que entonces ignoraba casi todo. A pesar de sus lagunas, tenía dos grandes virtudes: era ecléctica y recogía poemas muy diversos, desde los clásicos del modernism hasta piezas anecdóticas o de circunstancias; y MacBeth completaba su selección de cada autor con breves y lúcidos comentarios, casi apostillas que destacaban este o aquel aspecto del poema en cuestión.

Este poema de Porter, australiano afincado desde comienzos de los años sesenta en Londres y autor de un libro de versiones e imitaciones de Marcial que es, quizá, lo más memorable de su producción, pertenece al grupo de los poemas de circunstancias. Creo que es una de las primeras piezas que me atreví a traducir, allá por el 89 o el 90. Le tengo mucho cariño, fuera de su obvio tono humorístico. Como afirma muy bien MacBeth, sólo un amante de los gatos habría sido capaz de escribir una invectiva semejante.


Mort aux chats

Ya no habrá más gatos.
Los gatos son un foco de infecciones,
los gatos vician el aire,
los gatos consumen en una semana
siete veces su propio peso en comida,
los gatos eran objeto de adoración
en sociedades decadentes (Egipto
y la antigua Roma), los griegos
no sabían qué hacer con ellos. Los gatos
se sientan para orinar (nuestros científicos
lo han comprobado). La cópula
de los gatos es horrible. Se ponen
insoportablemente tiernos con la luna.
Tal vez estén bien
en su propio país, pero sus costumbres
son extrañas a las nuestras.
Los gatos huelen, no lo pueden evitar,
lo notas al subir las escaleras.
Los gatos ven demasiada televisión
y pueden dormir en mitad de una tormenta.
No ha habido nunca grandes artistas
que fueran gatos. No merecen una g mayúscula
más que al comienzo de una frase.
La culpa de mi dolor de cabeza y de que
se mueran mis plantas la tienen los gatos.
Nuestro barrio está lleno de ellos,
los valores de la propiedad están bajando.
Cuando sueño con Dios contemplo
una Masacre de gatos. ¿Por qué insisten
en tener su propia lengua y su propia religión, a quién
le hace falta ronronear para saber explicarse?
¡Muerte a todos los gatos! ¡El Reino
de los Perros ha de durar mil años!


Trad. J.D.

martes, febrero 10, 2009

la decepción de williams

Hay cosas que no cambian. En abril de 1962 William Carlos Williams tiene setenta y nueve años y cuarenta libros de poemas a sus espaldas. Ha sufrido varios ataques coronarios y le cuesta hablar y caminar, y sin embargo recibe repetidamente a Stanley Koehler, un entrevistador de The Paris Review, para hablar de sus cosas. El propio Koehler, en la nota introductoria de la entrevista, dice que «no puedo sino mencionar el inmenso esfuerzo del poeta por encontrar y pronunciar las palabras». Así, en el transcurso de la primera sesión, mientras Williams responde con frases entrecortadas a las preguntas de su entrevistador, suena el timbre de la casa y el poeta se levanta trabajosamente para atender la llamada. Cuando regresa, Koehler le pregunta: «¿Me decía que tenía la esperanza de que fuera el nuevo libro?» A lo que Williams, quejoso, responde: «Sí. Estoy profundamente decepcionado. Pero así ha sido siempre en mi caso… la sangre de la vida se escapa de mi cuerpo. Laughlin [su editor] ha sido un amigo maravilloso, pero todo es tan horriblemente lento!».

Sólo por esta confesión, este nerviosismo del poeta anciano esperando su nuevo libro como si fuera un debutante, vale la pena la entrevista. Creo que nada me ha hecho más gracia, y hay cosas muy divertidas en ella, como las apostillas vagamente irónicas de su mujer a las respuestas del poeta, o viceversa… Ese diálogo tácito entre los dos, lleno de sobreentendidos y paciencia y tiempo en común, vivido a fondo.

lunes, febrero 09, 2009

heaney: audio


Ahora sí, ahora cierro por fin la semana Heaney colgando el enlace con el audio de la lectura del pasado jueves: una hora y veintitrés minutos de poemas y comentarios en inglés y traducciones y comentarios en español. Creo que se oye perfectamente (en el peor de los casos, tendréis que instalar Quicktime). De paso, cuelgo una traducción de «The Tollund Man» (en la imagen), un poema que sigue impresionándome como cuando lo leí por vez primera, allá por el 89. Cheers.


EL HOMBRE DE TOLLUND

I

Algún día iré a Aarhus
a ver la ocre turba de su cabeza,
las suaves vainas de sus párpados,
su abultada gorra de piel.

En los llanos contiguos
donde se le exhumó,
su dieta de semillas invernales
cuajada en el estómago,

desnudo salvo por
la gorra, lazo y faja,
he de quedarme largo tiempo.
Esposo de la diosa,

ella anudó su torques hasta ahogarle
y le abrió su marisma
donde jugos oscuros le tallaron,
embalsamado como un santo,

tesoro inscrito en las colmenas
de los cortadores de turba.
Ahora su rostro manchado
reposa en Aarhus.


II

Podría incurrir en blasfemia
y consagrar la ciénaga, hacer de ella
nuestra tierra sagrada
y pedir que retoñe

la esparcida, emboscada
carne de los agricultores,
embozados cadáveres
que yacen en las granjas,

piel y dientes chismosos
moteando las camas
de cuatro jóvenes hermanos, arrastrados
durante millas junto a las líneas.


III

Algo de la penosa libertad
con que tiraba de su carro
tendría que llegar a mí mientras conduzco,
pronunciando los nombres

Tollund, Grauballe, Nebelgard,
observando las manos afiladas
de las gentes del campo,
sin conocer su lengua.

Allá en Jutlandia,
en las viejas parroquias asesinas,
me sentiré perdido, triste,
y como en casa.


Trad. J.D.

viernes, febrero 06, 2009

realidad y justicia

Heaney vino, leyó y venció, finalmente, si es que «vencer» es una palabra apropiada en este contexto. El poeta irlandés dio una clase maestra de cómo leer poesía y comunicarse con sus lectores y oyentes, aunque hay que reconocer que muchos estábamos ganados de antemano. Quiero daros las gracias a todos los que vinisteis al CBA a escucharle y a todos los amigos que tuvisteis la gentileza de saludarme al término de la lectura, todos con nuestros blogs respectivos y varias conversaciones cruzadas en el aire. Decía Antonio Rivero, con mucha gracia, al despedirse: «bueno, nos seguimos viendo en los blogs», en esta especie de vida paralela que llevan nuestras firmas virtuales.

Cierro la semana «Heaney» colgando el breve texto de introducción que pensaba leer antes de la lectura pero que descarté al instante de entrar en la sala y sentir la expectación, las ganas que tenía la gente de escuchar, sin mediaciones, al poeta irlandés. No era el momento de hacer divulgación ni crítica literarias. Es un poco largo –sospecho– para leerlo en pantalla (donde prefiero que los textos se puedan captar o abarcar de una ojeada), pero creo que su lugar está aquí, como una suerte de epílogo de la lectura de ayer.



En el arranque del ensayo que abre el volumen de su Prosa Selecta, Seamus Heaney anuda con rotundidad los dos ejes sobre los que ha basculado su escritura: «Quisiera comenzar –dice– con la palabra griega omphalos, omphalos, omphalos, hasta que su brusca y declinante música se convierta en la música de alguien bombeando agua en nuestro patio trasero». En esta frase inaugural se dan la mano dos planos: el mítico, encarnado en una palabra concreta, una cadena de sonidos que a su vez remite a la cosmogonía imaginaria de la Grecia antigua; y el doméstico o familiar, el anclaje en la infancia, la tierra nutricia de los primeros estímulos, las primeras percepciones, el asombro primero al que esta poesía regresa una y otra vez para dar cuenta del asombro absoluto de estar vivo. Dos planos, por lo demás, cuya cercanía no debe sorprendernos: al fin y al cabo, la soberbia arquitectura de nuestros mitos clásicos es creación de pueblos incipientes, dispersos por las costas del Egeo, ciudades o reinos que fueron aldeas; es el fruto de la imaginación colectiva de sociedades pequeñas, casi familiares, y las guerras que cantó Homero y relató Jenofonte no fueron sino escaramuzas locales, incursiones de pillaje de un pueblo contra otro. Pero hay más. Cuando Derek Walcott afirma que «una vela en el horizonte es Ulises volviendo a casa», nos dice que todo es susceptible de ser leído en clave mítica, o mejor: que todo es mito, pues la existencia humana es una constante puesta en escena de fuerzas, tensiones y conflictos que hallaron en la mitología griega su expresión más temprana y acabada. Como escribe Joubert: «Homero pintó la vida humana; cada aldea tiene su Néstor, su Agamenón, su Ulises; cada provincia tiene su Aquiles, su Dimedes, su Ayax; cada siglo tiene su Príamo, su Andrómaca, su Héctor». Aquiles, Héctor o Ulises no son sólo figuras de un relato memorable que conforma, en sucesivas reelaboraciones, la trama de nuestra cultura; son también el nombre de nuestros deseos y nuestras pasiones, nuestra memoria y nuestro presente. Es decir: nos constituyen, nos habitan.

Desde su primer libro, Death of a Naturalist (Muerte de un naturalista, 1966), la poesía de Heaney se ha movido entre estos dos polos magnéticos. Por un lado, la percepción y exploración minuciosa del paisaje familiar, de la historia local, del ámbito de particularidades y resistencias de lo inmediato, de cuanto nos rodea y ha forjado nuestro ser social, económico, cultural. Por otro lado, la tensión mítica, la búsqueda de un plano de trascendencia en el que afincar ese impulso de esperanza y utopía que certifica nuestra humanidad. En un texto escrito en 1994 a raíz del alto el fuego pactado por el IRA, Heaney parte de una reflexión de Vaclav Havel para expresar que «la esperanza es algo distinto del optimismo. Es un estado del alma más que la respuesta a una evidencia. No es la expectativa de que las cosas saldrán bien, sino la convicción de que hay algo por lo que vale la pena esforzarse, da igual cómo resulte. Las raíces más profundas están en lo trascendente, más allá del confín del cielo».

Nacido en el condado de Derry (Ulster) en 1939, en el seno de una familia dedicada a la agricultura, el itinerario literario de Heaney ha sido coherente en todo momento con sus orígenes, un medio signado por el impulso de supervivencia para el que la literatura, el arte, las referencias de la alta cultura e incluso de la cultura popular de la clase media eran realidades lejanas o inaccesibles. Como en Antonio Gamoneda, opera en sus comienzos la herencia de una cultura de la pobreza que su imaginación ha sabido dignificar, glorificar incluso en lo que había de convivencia con la dimensión más descarnada de la existencia. Y en los ritmos abruptos de su primera lengua literaria, en la profusión de compuestos, aliteraciones, de consonantes plosivas y fricativas, de vocales oscuras, en su fascinación por la toponimia local, el léxico dialectal que recorre sus libros iniciales, están poetas como Ted Hughes, Patrick Kavannagh y, más atrás en el tiempo, Gerald Manley Hopkins, modelos cercanos en el tiempo y el espacio que brindaban una alternativa plausible a la vanguardia patricia y sutilmente desesperada de un Eliot o un Pound.

Heredero y alumno aventajado de la poesía de la naturaleza que caracteriza el romanticismo inglés, Heaney ha entendido siempre la lectura del paisaje, y de nuestro lugar en él, como una indicación fiable de nuestra temperatura moral y espiritual. Muy pronto, en el poema «Bogland», hizo de esta lectura de los signos de la tierra un mito; un mito que luego, en libros como Wintering Out (Invernando) y North (Norte), le sirvió para tratar de explicarse la compleja y violenta historia de su país. La lectura en 1969 de The Bog People (El pueblo de la ciénaga), donde el antropólogo V. P. Glob relata el hallazgo de cuerpos momificados en las extensiones de turba de la actual Dinamarca, ofreció a Heaney un correlato objetivo, un término de comparación para arrojar luz sobre la violencia religiosa y la fractura social que ha asolado al Ulster. Glob explicaba que aquellos cuerpos, exhumados en un singular estado de conservación gracias a las propiedades orgánicas de la turba, habían sido víctimas de sacrificios rituales en honor, como recuerda el poeta, «de la Diosa Madre, la diosa de la tierra que necesitaba nuevos prometidos cada invierno para que yacieran con ella en suelo sagrado, en la ciénaga, a fin de asegurar la renovación y la fertilidad del territorio en primavera». Y añade: «Visto a la luz de la tradición martirial de la política irlandesa […], esto es algo más que un rito bárbaro y arcaico: es un patrón arquetípico».

Norte marcó un hito en el desarrollo de esta escritura, en la intensidad de las expectativas con que sería recibida desde entonces. La sola apariencia en la página de estos bog poems (poemas de la ciénaga) parece reproducir los bloques de turba que los campesinos irlandeses han extraído desde siempre de la tierra: cuartetas de versos breves, reticentes, entre cuyas estrechas paredes la emoción bulle a punto de estallar.

Norte, sin embargo, era también un segundo libro donde la escritura se ensanchaba, se hacía más narrativa y explícita tratando de acomodar inquietudes civiles y políticas en el pentámetro blanco de Wordsworth y Coleridge. Aquí la historia ya no se transmuta en mito para adquirir fuerza significativa, sino que habla por boca del ciudadano común, del sujeto que lee el diario o enciende el televisor y a quien el presente conflictivo toca de manera inmediata en la carne de sus hijos, sus amigos, sus familiares. Con todo, su poesía, como señala el propio autor en una entrevista a Letras Libres, nunca ha querido ser política en un sentido literal: «Durante años pensé en la imagen de la superficie del agua temblando mientras pasaba el tren […]. Pensé en ella como la manera en que la poesía lírica –tal vez todo arte– registra el efecto de lo histórico. El tren pasa con estruendo, como la guerra. No es necesario que el poema documente esa guerra, pero registra las vibraciones de un estado consciente. Mi imagen de la consciencia ha sido a menudo aquella de las ondas concéntricas del agua, desde el origen de la gota de esperma hasta la máxima extensión de la inteligencia, de esfuerzo intelectual».

«Extensión de la inteligencia…», «esfuerzo intelectual…». Expresiones que evidencian el profundo compromiso moral e intelectual de Heaney con la palabra poética. Sus libros posteriores, Field Work, Station Island, The Haw Lantern, hasta llegar a los más recientes, Seeing Things o Electric Light, son fruto de una enorme curiosidad, una ambición constante por anexionar otras escrituras y sensibilidades, otras estrategias de asedio a la palabra y a lo real capaces de enriquecer la perspectiva primera: la dramatización del yo de Robert Lowell, las límpidas y secas alegorías de los poetas del Este europeo (Milosz, Herbert, Miroslav Holub, Vasko Popa) y, siempre al fondo, el supremo equilibrio entre el tirón de la lengua vernácula y los imperativos de la visión trascendente que Heaney hallaría en Dante, el gran modelo ratificador de esta poesía, de cuya importancia tomó conciencia justamente «en medio del camino de su vida», mientras escribía Station Island a comienzos de los años ochenta. Desde entonces, el esquema trinitario de Dante, pero también su alianza de narratividad y simbolismo, de opacidad histórica y transparencia verbal, de domesticidad y universalidad, emerge una y otra vez en esta obra como la vía mejor, la más probada, para conseguir esa limpia unión de claridad y misterio, de sentimiento y pensamiento, a la que finalmente aspira.

Ese esfuerzo intelectual es también el del poeta que, como dice el título de uno de sus ensayos, ha debido «ganarse la rima». El lirismo exaltador, casi panteísta, de sus libros últimos, el puro asombro de existir, y de existir en el mundo, que expresa un poema como «Posdata», se han obtenido a un precio muy alto. Después del inferno de North, del purgatorio de Station Island con sus paradas o estaciones de penitencia literalmente purificadoras, después de un itinerario profundamente marcado por las exigencias de la historia, de la polis, del presente, el poeta se ha ganado el derecho a leer de otro modo, con sabia inocencia, los signos del mundo, de la naturaleza, a dialogar con sus maestros y a buscarse oblicuamente, bajo la luz de la elegía, en los prados del recuerdo. En última instancia, la poesía de Heaney nos alumbra, nos inquiere y nos consuela porque cumple con aquel dictum de Yeats que él mismo ha citado con frecuencia: «He intentado mantener juntos en un mismo pensamiento realidad y justicia».

lunes, febrero 02, 2009

herbert / heaney

Hay varias razones para colgar el poema que Seamus Heaney le dedicó al poeta polaco Zbigniew Herbert en su penúltimo libro, Electric Light. La primera, y más evidente: la presencia de Heaney en Madrid este mismo jueves (no diréis que no insisto, pero la ocasión bien lo merece). También quería celebrar la aparición del primer libro de ensayos de Herbert en español (Naturaleza muerta con brida, El Acantilado, 2008) y agradecer a Xavier Farré su hermosa traducción, a la espera de poder leer Un bárbaro en el jardín (dice Xavier que saldrá este año). Por último, hace unos días, en el taller de Hotel Kafka, leímos y comentamos uno de los grandes poemas de la primera época de Herbert, «Piedra» («La piedra es la criatura / perfecta // igual a sí misma, / vigilante de sus fronteras…»), una especie de teogonía negativa que dice más que muchos tratados de historia sobre la atmósfera espiritual de la Europa de posguerra. Cruces y coincidencias (o no tanto) que pedían, exigían casi, la cita íntegra de estos versos.


Para la sombra de Zbigniew Herbert

Tú fuiste uno de aquellos, a espaldas del viento del norte,
a quienes Apolo favorecía con su visita
en la estación helada. Y entre tu gente tú
eras nombrado heraldo cada vez que partía
y la tierra callaba y la promesa del verano se frustraba.
Aprendiste a tocar su lira y la mantuviste afinada.


Trad. J.D.

domingo, febrero 01, 2009

gripe

Estar enfermo es como estar poseído: algo se ha metido en nuestro cuerpo y se sirve de nosotros para prosperar, reduciéndonos a una simple cadena de acciones animales: dormir, comer lo poco que nos corresponde o que podemos, leer a ratos, sentarnos pasivamente ante una pantalla de televisión y dejar que el mundo desfile ante nosotros. El cuerpo es un bulto que arrastramos de un lado a otro del cuarto, lleno de sombra y de cansancio; un puño cerrado que se ahoga en su propia angostura. Los límites de la casa son los límites de nuestra mente. Miramos por la ventana y eso es todo cuanto vemos, cuanto somos capaces de ver. Ni siquiera la nieve, esta mañana, pudo borrar con su blancura y su lenta caída la penumbra resentida de la carne.