jueves, abril 21, 2022

la contemplación benéfica

 


Fermin Herrero, En la tierra desolada, Madrid, Hiperión, 2021, 88 págs.

 

 

Desde hace justamente veinticinco años, con la aparición de Echarse al monte, libro que obtuvo el premio Hiperión en 1997, la obra de Fermín Herrero (Soria, 1963) es uno de los secretos mejor guardados de nuestra poesía. La aparición sigilosa de En la tierra desolada a mediados del año pasado confirma esta anomalía y nos acerca el nuevo capítulo de una escritura que ha ido haciéndose a su aire, sin forzamiento ni guiños de época. Y que ha logrado, con la madurez, un equilibrio envidiable y nada frecuente entre naturalidad y hondura, elocuencia y rigor expresivo.

 

En la tierra desolada tiene mucho de cuaderno de campo: piezas breves, casi todas de diez versos, sin título y divididas en cuatro partes de quince poemas cada una («La ceguera», «Desprendimientos», «Contagio», «Cómo repoblar los taludes»). Se leen como anotaciones sueltas, impresiones de alguien que conoce bien el terreno y consigna lo que ve, lo que siente, lo que se deja escribir. Aquí el protagonista es el campo de Castilla, sus plantas y animales, sus pueblos vaciados, su léxico (arguilla, escernida, socarra, bajerada), las viejas costumbres campesinas, el sondeo tenaz de quien está en el secreto («Indagar es ya el encuentro») y nos lo va diciendo con palabras justas, medidas, pero también con la respiración ancha de las tierras altas: «He bebido del manantial tumbándome de bruces / a su vera, según es ley».

 

Abre el libro una nota elegíaca o introspectiva que llega incluso a la autoacusación, como en su recuerdo de la crueldad infantil («guiados / por su revoloteo, a tientas, los matábamos / con unos palos, simplemente por crueldad»). Es una «ceguera» que los poemas van curando lentamente (es su misión) conforme avanzamos por ellos.

 

Con todo, resulta difícil espigar versos de un conjunto que lo mismo se repliega en el verso elíptico, lapidario («Lo decible es tan poco») que se abre en anchos periodos oracionales que evocan a Claudio Rodríguez, uno de sus maestros. El tono es sereno, contemplativo, pero convive con transiciones rápidas que nos hablan de un diálogo constante entre el adentro y el afuera, el mundo y quien lo vive: «Dejo correr, limpísima, el agua».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 8 de abril de 2022.


1 comentario:

ÍndigoHorizonte dijo...

Sencillo (¡y es tan difícil serlo!) y conmovedor, como todo lo sencillo y, como "lo decible es tan poco", "dejo correr el agua". Sencillamente hermoso.

Abrazo