Uno de los gestos más habituales
al sostener un libro entre las manos, al recibirlo de alguien o prepararnos
para leerlo, es acariciar sus tapas, pasar los dedos por los lomos, frotar –si
estamos sentados– la cubierta contra las rodillas. Son gestos inconscientes,
automáticos, semejantes al balanceo de un niño mientras espera o la mirada fugaz
que echamos al espejo, pero que nos recuerdan, por si hiciera falta, la
naturaleza profundamente material del acto de leer, la necesidad que tenemos de
tocar, de palpar incluso, ese objeto misterioso cuyas hojas nos reclaman como
movidas por un viento no menos misterioso: el viento del deseo, de la
expectativa.
Esa necesidad de tocar, esas
caricias involuntarias que prodigamos al libro, hacen pensar en el frotamiento
que requiere otro objeto de leyenda: la lámpara de Aladino, la lámpara del
genio. Como el libro, también la lámpara exige que las manos –nuestras manos–
la sostengan y agasajen; sólo así es posible despertar al genio, convocarlo,
hablar con él. Hay que frotar sus curvas metálicas como se acaricia el lomo de
un animal no del todo manso; con precaución, preparado para una reacción
imprevista o peligrosa, sin saber bien qué puede salir de entre el humo. Por otra parte, como ha dicho el poeta Richard Wilbur (se lo escuché hace poco al
escritor cubano Orlando González Esteva): «La
fuerza del genio proviene justamente de su estar confinado en una lámpara».
El genio comparece y esgrime su poder en forma de servicio. Dice la leyenda que
nos concede tres deseos, pero esa misma leyenda –o el cúmulo de interpretaciones que ha generado con el tiempo– sugiere que debemos elegir
bien, que en esa elección nos va la vida, que no podemos abusar de la paciencia
ni del poder del genio. Y que tan pronto hayamos pedido nuestros deseos, él volverá a su lámpara. No puede estar mucho tiempo fuera. El aire de este
mundo le hace palidecer. Lo abierto –lo ilimitado– es sinónimo de distensión,
de des-aliento: el genio literalmente
se esfuma y pierde su fuerza, su hálito vital.
Tomamos el libro entre las manos
y lo frotamos levemente –lo acariciamos– como si quisiéramos despertar al espíritu que lleva dentro. Y, en realidad, eso mismo es la lectura: un poner los oídos a
trabajar, un envolver con nuestra atención el libro y frotarlo con los
tentáculos de la expectativa, de la curiosidad. Sólo entonces, en el paréntesis
de tiempo que abren sus páginas, el espíritu comparece, y su visión conlleva un
breve diálogo con él, un diálogo que sin embargo puede y debe prolongarse luego en forma de reflexión solitaria,
de paseo circular sobre las huellas de lo leído. Y ese diálogo es breve porque,
como el genio de la lámpara, también el espíritu del libro –eso que podemos leer
pero no, en última instancia, explicar; eso que es legible y a la vez
impenetrable– debe su fuerza a su confinamiento. Desplegarlo por entero,
mostrarlo de pies a cabeza, elucidarlo,
supone su ruina. Todo lo que pensemos luego sobre lo leído, todas nuestras
reflexiones y cavilaciones, dependen fatalmente de ese diálogo en tiempo real
que establecemos con el magma oscuro que bulle en las estrechas paredes del
libro y que, liberado unos instantes, se nos revela entre una nube de humo para
desvanecerse poco después. Y en ese diálogo tan importante es lo que
escuchamos, lo que se nos dice, como lo que atinamos a decir y preguntar.
El sentido del libro –aquí termina
la comparación– no nos pide tres deseos. Pero sí nos empuja a interpelarlo. Y
de la pertinencia y la oportunidad de nuestras preguntas dependen en gran
medida la intensidad y el valor de la lectura. ¿Preguntas? ¿Pero no era el acto
de leer una experiencia de escucha, un acto de atención y espera? Un buen libro
lleva en sí las claves de su interpretación, tiene algo de acertijo que espera ser
resuelto y que –además– nos muestra sutilmente la forma en que debe resolverse. Pero los
grandes acertijos siempre dependieron de la calidad de las preguntas, de la sutileza del suplicante que interroga al
oráculo. El mismo libro no dice las mismas cosas a distintos lectores ni
mantiene su sentido indemne a lo largo del tiempo. Pensar lo contrario sería
suponer –absurdamente– que el genio de la lámpara es un robot programado de
antemano que actúa igual con los distintos Aladinos que lo despiertan de
su sopor de siglos. Si la lectura no es diálogo, si no comporta preguntas, si
esas preguntas no surgen en el curso mismo del leer, si no son decisivas e
incluso irrevocables…, entonces la lectura no es nada; o es algo que pasa por
la conciencia como el agua por un paraguas impermeable: sin filtrarse ni dejar
huella.
Porque esa labor de filtro, ese
gotear lento que horada la piedra y esculpe extrañas formas allí por donde pasa,
es justamente lo que hace de la conciencia del lector una caverna, un espacio
abierto con raíces en la oscuridad, en lo no dicho ni manifiesto; un espacio análogo al del libro
que, de nuevo, deriva su fuerza de su confinamiento, de su estar ahí encerrado
–enterrado– bajo la superficie de los sentidos, sujeto a los vaivenes de luz y
oscuridad que va marcando el tiempo, nuestro estar en el tiempo. Nunca seremos un libro abierto
para nadie, y menos para nosotros mismos. Y cada nuevo diálogo real, cada nuevo
juego de escucha y de preguntas, de espera y de búsqueda, no hace sino
complicar más las cosas.
1 comentario:
Uno está confinado en los libros que lee, lo está de un modo que no daña. Estamos en los libros que leemos y somos precisamente lo leído. Leer es un acto de escritura. Escribir es un acto de lectura. Quien lee, censura, se jalea a sí mismo, avanza, convierte el texto en suyo como si lo hubiese escrito. Quien escribe es un lector, uno ajeno, uno censor también. Pues de igual manera entiendo yo los libros, Jordi.
Somos un poco los libros que hemos leído. Parece un mantra libresco. Cosas que pasan en la vida las pensamos como si fuesen parte de una trama o de una idea que aparece en un libro. También al contrario.
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