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tiburón
Ahora
que el poeta cubano Orlando González Esteva está a punto de pasar una pequeña
temporada en Madrid, me entretengo recordando algunas de las anécdotas que me
contó durante mi visita a Miami el año pasado y que anoté metódicamente en mi
cuaderno. Anécdotas, por ejemplo, de los cruceros por el Caribe en los que él y
su esposa Mara trabajaron como cantantes de música latina durante siete años,
de mediados de los setenta a comienzos de los ochenta del siglo pasado. Una
verdadera singing school, como diría
Heaney, donde se fraguaron en contacto directo con el público y refinaron su
espectáculo. Eran historias chocantes, divertidas a veces, también siniestras,
y pienso que su protagonista debería ponerlas por escrito alguna vez, antes que
sea muy tarde: la pobreza en el interior de la isla de Haití, al viajar en un
minibús de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano; el encierro en un hotel de El
Salvador mientras se oían los combates con la guerrilla dentro del perímetro de
la ciudad; la visión de auténticas villas miseria adosadas a la trasera de un
hotel de lujo en Tegucigalpa donde tocaban las grandes estrellas latinas del
momento, desde Celia Cruz a Rubén Blades: Orlando recordaba estar cambiándose
en la habitación del hotel, poniéndose el esmoquin con el que debía salir a
cantar, mientras veía, abajo, a hombres que se acercaban a un arroyo de
inmundicias a defecar.
Pero
quizá la imagen peor, la que sigue inquietándome, es la de un crucero
que incluía, entre sus actividades de recreo, la caza y captura de tiburones.
Orlando me aclaró en una carta posterior que era una línea llamada Cruises to Nowhere, cruceros de un solo
día que zarpaban a las ocho de la mañana y regresaban a puerto a medianoche, y
en los que el entretenimiento consistía básicamente en jugar con máquinas
tragaperras, beber, escuchar a los músicos o… cazar tiburones. El camerino de
los intérpretes, que estaba separado del escenario por una puerta y luego por
una cortina pesada que hacía las veces de telón, estaba orientado a popa, que
era donde tenía lugar la caza. Si uno apartaba las cortinillas de la ventana,
lo primero que veía, al otro lado del cristal, era el cuerpo muerto y oscilante
del tiburón colgado boca abajo. Por un motivo que pronto se explicará, lo
primero que se le quitaba al tiburón era la dentadura: un recuerdo a modo de
trofeo que el cazador se llevaba a casa. El gran entretenimiento de quienes seguían la cacería era meter el brazo en la boca desdentada del
animal, de tal forma que el tiburón reaccionaba como si siguiera vivo y cerraba
la boca con un movimiento reflejo, simpático. Esto parecía divertir mucho a los
cazadores y a sus familias. Y era lo que veían Orlando y Mara antes de salir a
escena y acometer su repertorio de tangos y boleros sugerentes.
De
esa carta suya que ya he mencionado, al comentarle que había estado pasando
a limpio mi diario de viaje: «Ah, los tiburones floridanos. Aún
puedo verlos colgando de la cola, sin dientes, pero abriendo y cerrando la boca
cuando algún insensible metía una mano dentro de ella, mientras que detrás de
una pared de cristal cubierta por una leve cortina, a pocos pasos de ellos, se
presentaba un espectáculo en el que participaban magos, comediantes, cantantes,
músicos y bailarines. Me pregunto qué hubiera pasado si uno de esos días,
durante el show, uno de nosotros se hubiera vuelto, caminado en dirección
contraria al público y descorrido la cortina. La escenografía o telón de fondo
hubiera espantado a más un viajero. Muerte y diversión en vivo, a todo color».
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