martes, mayo 10, 2016

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Releyendo una de las últimas entrevistas que Ted Hughes concedió en vida –en The Paris Review, número de primavera de 1995–, vuelvo a detenerme en una apreciación que ya en su momento despertó mi curiosidad, y a la que no he dejado de dar vueltas desde entonces. Dice así (el habla de Hughes es tan elocuente y distintiva que mi traducción es algo así como un arreglo para piano de una pieza orquestal):

Lo que sucede es que los instrumentos que llevan las palabras a la página se han externalizado, volviéndose más flexibles: el escritor puede plasmar casi cada pensamiento o cada vuelta y revuelta del pensamiento. Eso debería ser una ventaja. Sin embargo, en todos estos casos, lo que hace es estirar en exceso el resultado. Cada frase es un poco demasiado larga. Todo se lleva un poco demasiado lejos, se aligera demasiado. Siempre hay un exceso de material, pero es un material muy tenue. Mientras que cuando escribes a mano te encuentras con esa terrible resistencia que sentías al principio, cuando no sabías escribir… cuando aprendías a trazar cada signo uno a uno. Esos viejos sentimientos siguen ahí, queriendo expresarse. Cuando te sientas con tu pluma, todos los años de tu vida siguen conectados, cableados a la comunicación entre tu cerebro y la mano que escribe. Hay una resistencia natural y característica que produce un tipo de resultado análogo a tu caligrafía personal. Conforme te fuerzas a expresarte contra esa resistencia incorporada en ti mismo, las cosas automáticamente se vuelven más comprimidas, más resumidas y quizá psicológicamente más densas.

En realidad, no hay gran cosa que añadir a lo que dice Hughes. Creo que tiene razón, o al menos la experiencia me dice que así es: cuando escribo directamente en el ordenador, debo imprimir el texto y podarlo a conciencia, cortar, reducir o resumir frases, sintagmas, adjetivación. Aun así, sospecho que el resultado sería distinto si hubiera recurrido desde el principio al papel y la tinta. La labor de poda no corrige o redime del todo el error primero. Hughes da un motivo plausible: hay una resistencia física, un cansancio acumulado, la tendencia de la mano –el antebrazo, la muñeca, los dedos– a no hacer más esfuerzo que el estrictamente indispensable. Pero la escritura manual supone también la obligación de hilvanar de una vez grupos de signos o palabras enteras, de enlazar una letra con otra en un solo trazo. Ese dibujo agrupa y armoniza como no lo hace la acometida de las manos en el teclado. Hay en él una tendencia implícita a unificar, a resumir… hasta el punto, en el peor de los casos, de volver la letra ilegible. Lo otro, el tran tran de locomotora de la mecanografía, el golpeteo regular y sucesivo de los dedos, se limita a sumar unidades discretas: por rápido que uno vaya, no hay forma de engarzarlas.

¿Qué papel juega el pensar en todo esto? No lo sé, ni tengo datos para saberlo. Pero sospecho que la lentitud de la mano, su condición de carro de bueyes que avanza a trompicones, obliga al pensamiento a tascar el freno y a pensárselo dos veces –valga la redundancia– antes de tomar cualquier desvío o echar a correr con la primera liebre que se cruza en su trayecto. (Aunque no todo va a ser lentitud en esta vida… Y agradezco todas las veces en que el baile de los dedos sobre las teclas despierta otra clase de baile en la imaginación. ¿Que el resultado es tenue, como reprocha Hughes? Ya habrá tiempo de replegar velas. Entretanto, ya has conseguido lo que querías, que era salir de ti mismo, estar en dos sitios a la vez).

5 comentarios:

Alfredo J Ramos dijo...

Un asunto, como suele decirse, del máximo interés, Jordi. Hay toda una línea de investigación en marcha tratando de dilucidar qué están haciendo las nuevas tecnologías con nuestras mentes, más allá de aquello que ya McLuhan (el venerable) escribiera acerca de los medios como extensiones de los sentidos. Creo que nunca he escrito un poema (o con intención de tal) directamente sobre la máquina de escribir o el ordenador (salvo tal vez en una ocasión, pero fue a dictado de otro). En esto, soy partidario de la "lentitud de los bueyes" y del giro del torno del alfarero; creo que la escritura manual tiene un alto componente de artesanía, incluso de arte que sana: grafoterapia. Ahora bien, lo que dices al final del traqueteo de las teclas es también una realidad, y sin duda un recurso muy adecuado para otro tipo de discurso, otro discurrir. En todo caso, ¿no daría pie el asunto para un par de sesiones en alguno de esos cursos de escritura que impartes? Si fuera así, tenme al corriente, que acudiría encantado.

L.N.J. dijo...

Hola.

Interesante entrada, me gusta mucho. Creo que entramos en un mundo de percepciones sensoriales diferentes. Personalmente me gusta tachar, sacar flechas, poner asteriscos, tener bolígrafos de colores, lápices, gomas, sacapuntas, anotar en papeles... etc. Como si estuviera en el colegio. Mis manos y mis ojos tienen otra visión de lo que escribo (poco) cuando lo hago en papel, pero claro, también es bonito recorrer con los dedos de mis manos las teclas de este aparato sin mirar. Esto me encanta.
Ya, una vez escrito como bien dices, todo sale fuera.
Lo que no he conseguido todavía es leer textos largos por aquí, aún conservo el hábito de leer en libros de toda la vida, porque parece que en la vida hay costumbres que nunca cambiaré.
Perdón por la extensión.

Saludos

Isabel dijo...

Pienso que el quid de la cuestión está en que la artesanía de la escritura a mano obliga al pensamiento, como bien dices. Yo la comparo a coser un tejido también sin máquina, o a cocinar. Son labores artesanales que acurrucan el pensar en ese hacer acompasado.

Coincido en que es una entrada interesante.

Saludos

Jordi Doce dijo...

Gracias por vuestra lectura, amigos. Me alegra que la entrada os haya parecido interesante. Supongo que podría resumir mi postura en que a mí me interesa la naturaleza orgánica del resultado, que tenga vida, que sea imposible de resumir o de cortar o de glosar... Y el cableado mente-mano-papel permite desde el principio un mayor grado de condensación. Pero no hay recetas infalibles, por desgracia... o por fortuna!

El Trapecista Tracio dijo...

El valle de Calder se halla empozado entre los páramos de Wardsworth y Heptonshall.
Boas.
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Gracias