Sobre mi mesa de trabajo, zumbador y
engreído
(aunque no mucho más grande que un colibrí),
envuelto en finas telas, escuela de Van
Eyck,
planea un visitante ciertamente seráfico.
Asoma un dedo índice por la ventana
apuntando al invierno que codicia su
corazón,
al vacío del vidrio, al empañado
aliento de las casas y la gente que vuelve
a sus hogares,
huyendo del sol gélido que golpea el
océano;
mientras que con la otra mano
señala el piano de pared
donde la Sarabande nº 1 sigue abierta
por un pasaje que nunca lograré dominar
pero que ya ha logrado, y sin esfuerzo, dominarme.
Tiene caída la mandíbula, como si dijera,
o cantara,
«Entre el mundo hecho por Dios
y esta música de Satie,
apenas vislumbrados tras sus velos, pero íntegros,
radiantes y surgidos por un acto de voluntad,
exigiendo alabanza y exigiendo
sometimiento,
¿cómo puedes estar sentado ahí con tu libreta?
¿Qué crees que estás haciendo?».
Sin embargo, no dice nada… sabiamente; pues
yo podría mencionar
errores en el mundo de Dios o de Satie;
y, si vamos al caso,
¿cómo llegó a adquirir su gusto por Satie?
Un poco para fastidiarle vuelvo a mi
página,
salpicada de frases como grumos…
El ángel diminuto menea la cabeza.
No hay sonrisa en su rostro lampiño y
ovalado.
Ni siquiera soporta que haya escrito
estos versos.
trad. J.D. / el original, aquí
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