Detrás
del ventanal tiene lugar un espectáculo feroz. Es la hora de los vencejos.
Volando por decenas en el corazón vaciado de nuestra manzana, dando vueltas
incansables como el gato que gira sobre sí mismo antes de echarse a dormir, se
dan el festín de insectos con que celebran el final del día. Y justo encima, de
pie en «el sombrío escalón de poniente» (la imagen es de un viejo poema de
Blanca Andreu que leí hace treinta años y que no ha dejado de acompañarme), el
disco perfecto y luminoso de la luna llena.
Es
un anochecer cordial y balsámico de mediados de junio, pero es también, sin
solución de continuidad, una imagen de novela gótica, un fotograma de serie B
que exagera los detalles hasta volverse implausible. Son sólo quince, veinte
minutos. Tan pronto la luz declina del lado de la noche, los vencejos levantan
el vuelo y queda el espacio vacío, esta superficie irregular de claraboyas y
tejados con remiendos y corralas que sobreviven, se diría, a espaldas del
tiempo. También uno, de no ser por estas visiones ocasionales, llevaría una
vida un poco a trasmano de todo, hasta de sí mismo.
Dicen
que los gatos dan vueltas antes de acostarse no sólo para inspeccionar y
aplanar el terreno, sino buscando el ángulo más propicio para captar el viento
y el rastro –de presas, de enemigos potenciales– que trae consigo. Y algo así
parece estar haciendo la mente mientras contempla el vuelo de los vencejos:
girar olisqueando el aire, las sombras, la noche inevitable. Hasta ahora.
2 comentarios:
Hileras. Hormigas. Vencejos.
Lis vencejos ya debían de estar antes del Diluvio. Y puede que los gatos también. Al menos, los atigrados (que, según Borges, lo son todos). Y la mente, claro, menuda ave de presa, y felino destino el suyo (el nuestro). Una hermosa recapitulación, Jordi.
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