martes, julio 02, 2019

sobre el aforismo


Jamás he tenido la impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista (creo incluso que la palabreja sigue sin tener curso legal en la RAE). Sé que en mi juventud me fascinaban, como no han dejado de hacerlo desde entonces, los textos discontinuos, los libros de fragmentos, de líneas o párrafos sueltos y arropados por grandes espacios en blanco. Era una atracción más visual que conceptual, desde luego, aunque ese gusto temprano del mirar por las manchas de tinta debe de decir algo sobre mi forma de leer, de acercarme o entender el texto. Quizá fuera la atracción de un saber que uno intuía ahí, cifrado en aquellas manchas, el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar recorridos más amplios. Quizá fuera que uno adivinaba, como una sombra parapetada detrás de los espacios en blanco, la tercera dimensión del tiempo, esa penumbra de limos en suspensión que avanza con las aguas del río.

La provincia del hombre de Canetti en la vieja edición de Taurus; los dos volúmenes de los Carnets de Camus publicados por Alianza; los Aforismos (estos sí) de Lichtenberg en la colección «Breviarios» del Fondo de Cultura Económica (no me daba cuenta, entonces, de que el traductor era Juan Villoro); la edición de Ideolojía en Anthropos; pero también los poemas de Jacques Dupin en la colección color crema de Cátedra, ciertos pasajes de La invención de la soledad de Paul Auster… El fragmento era o se me volvió talismánico por muchas razones: su intensidad, su capacidad de sugerencia, su aura de pecio salvado del naufragio, pero también ese don refinado para articularse en unidades superiores y dialogar de manera oblicua o intermitente con sus alrededores.

Justamente lo que menos me interesaba de aquellos fragmentos era su sospechosa facilidad, en otros autores, para convertirse en máxima, sentencia grave (grave the sentence deep, como escribió con ironía William Blake, jugando con el otro sentido del vocablo inglés «grave»: «tumba»). Me parecía una reducción no solo injustificada, sino deprimente, de su capacidad polisémica y su ambigüedad, que es como decir su potencia poética. Y así vamos llegando a uno de los meollos del asunto, que es el peso que la poesía, la imaginación poética, tiene en la configuración y el desarrollo del fragmento… y, por extensión, del aforismo.

Recuerdo el tono agresivo y hasta impertinente con que reseñé, en su día, El cazador de instantes, un libro de aforismos que Rafael Argullol publicó en Destino allá por 1996. Era joven, ignorante (es decir, atrevido) y tenía la mala costumbre de escribir lo que pensaba, pero recuerdo dos aspectos de aquel libro que aún ahora me inspiran desconfianza: el autor había numerado cada aforismo, de modo que el libro adquiría un aire equívoco de misal o devocionario laico; y la prosa estaba perfectamente redondeada, con una sintaxis ampulosa que no dejaba ningún fleco, ningún cabo suelto. El número parecía un podio sobre el que aforismo se incorporaba para enunciar una verdad que se quería profunda, grave, pero aquel joven lector solo tenía ojos para el ritmo y el acabado de la prosa. Y ese ritmo y ese acabado daban una impresión de solemnidad que resultaba contraproducente: barniz para las piedrecillas de la obviedad.

No he vuelto al libro de Argullol (de quien he leído con placer y admiración muchas otras páginas), pero si lo menciono aquí es porque su forma de concebir o realizar el aforismo estaba en las antípodas de mi ideal: el filo mellado de lo incompleto; el chispazo de lo que surge por capricho, sin deliberación; su insolencia y gratuidad; su rechazo de cualquier forma de énfasis y su carácter asistemático (escribió una vez el poeta Antonio Martínez Sarrión, y es frase que no he olvidado desde entonces, que el aforista debía tener «un talento de síntesis fulgurante y la ductilidad de un danzarín»). Si el aforismo enuncia una posición moral, lo hace no de manera deliberada o explícita, sino por ser justamente escritura al margen, volandera. Creo que por eso nunca he publicado un libro de aforismos en sentido estricto: Hormigas blancas y Perros en la playa son cuadernos de campo que incluyen anotaciones de diario, reflexiones más o menos ensayísticas, viñetas costumbristas, notas sueltas, fragmentos y aforismos, todo en alegre revoltijo, sin mucho orden y desde luego sin jerarquías. Son libros que se pretenden cercanos a la vida, no solo por el tono o los temas de muchas anotaciones, sino por su misma estructura fronteriza, heterogénea, ese revoltijo fatal que suele ser –en correspondencia– nuestro día a día.

Y volvemos por ese lado a la poesía, claro. Porque si la poesía es un ingrediente del aforismo como punto de partida (ese saber mirar o estar en el mundo que distingue al poeta), lo es también como horizonte, como inclinación afectiva: los aforismos ajenos y propios que más valoro aspiran a la condición de poesía y se dejan imantar por ella; son como limaduras que al saltar por los aires y recolocarse dibujan el retrato de los deseos y obsesiones de su autor.

Dice el poeta canario Francisco León que «los aforismos no pueden ser tomados como leyes para los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe». Es así, exactamente. Y esa «expresión del deseo», por la misma fuerza o justeza de su decir, se inserta en la textura del deseo de los lectores. La verdad del aforismo depende directamente de la felicidad de su expresión, sí, pero se nos impone porque la imaginación que lo anima habla el lenguaje del deseo, es decir, habla con el deseo del lector y lo despierta. El aforismo no existe para enunciar leyes ni presuntas verdades universales, sino para alumbrar –dar a luz– ese nudo confuso de afanes, obsesiones y heridas mal cicatrizadas que nos constituye. Es algo profundamente personal que, sin embargo, en virtud del carácter social del lenguaje, termina implicando a otros. Y esos «otros», por definición, siempre serán minoría, una comunidad de soledades y afinidades electivas que se reconocen mutuamente entre el gentío.

Debo añadir, por último, que nunca me ha gustado leer aforismos sueltos, aislados, esas frases de almanaque que solían aparecer en nuestras libretas escolares y ahora infestan las redes sociales. Creo sinceramente que el aforismo necesita y hasta exige acompañantes, ser una hormiga en el desfile y no una miga de pan abandonada. El contexto, en este caso, lo es todo. Quizá porque el efecto del aforismo –su sentido– es cumulativo, como las gotas calcáreas que terminan formando la estalactita. Pero también, y más importante, porque el libro es el resultado de un proceso por el cual escritura y vida deciden, no siempre de buen grado, qué puede decirse, qué debe ir dentro y qué fuera. Y eso, lo de fuera, es lo obstinado, lo irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en palabras y nos obliga a seguir escribiendo. El proceso se prolonga en el tiempo, se vuelve tiempo, y todo lo que contiene se vuelve más legible, más comprensible, cuando se observa en conjunto, en ese marco temporal que crece y se abre sin dejar de hospedarnos. El contexto lo es todo porque es nuestra vida, escrita y no escrita. Y ahí seguimos.

1 comentario:

Abilio Díez dijo...

Parodiando a los profetas bíblicos que tenían la suerte de pisar siempre la estera de la "escritura", quien escribe corto es que tiene miedo al tiempo y mucho que decir, pero sin el aval de un contexto sacralizante como el de los parlantes del desierto.
Ahora no. Ahora se abusa del flahs instantáneo que produce ceguera nada más.
Abrazos, Jordi.