martes, noviembre 12, 2019

el resplandor


Subo con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.

Arriba, la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.

3 comentarios:

Abilio Díez dijo...

Yo, en cambio, salgo sin perro. Mis paseos se resumen en contemplación y adivinanza, algo de intriga cuando la luz mengua y veo cosas que no están o confundo presencias con fantasmas.
Coincido en ese tono de fingida sorpresa ante las maravillas que cada día se repiten.
Luego lo subo al blogg y cuento hasta diez, antes de mirar hacia otro lado.
Una manera pobre de felicidad, aunque mejor dejarlo en alegría.
Saludos.

ÍndigoHorizonte dijo...

Cuando estudiaba en Madrid, viví cerca del Templo de Debod. Y aún recuerdo con emoción los paseos por allí. Entonces no tenía perra pero ya disfrutaba de la contemplación y de esos dorados de los que hoy nos hablas aquí. Hilos y alas.

Abrazo, Jordi.

Isabel dijo...

Es un placer leerte, Jordi, de verdad.
Saludos