jueves, abril 30, 2020

cuaderno del encierro / 32

jueves, 30 de abril

Toda la tarde el parque estuvo envuelto en una nube traslúcida que iba y venía con el viento y esfumaba los contornos de los árboles. Pensábamos que podía ser polvo de las obras de la calle Bailén, pero luego se me ocurrió que debía ser polen, el mismo polen de pino que recuerdo esparcirse en nuestro balcón hace semanas. Pero esta vez menos verdoso, más fino y tamizado, como si quisiera anunciar el temblor reseco del verano. Luego pasaba una nube y la hora se enfriaba con barruntos de tormenta. Sol y sombra, una vez más. Y así toda la tarde. La primavera la sangre altera, sí, pero empezando por la suya propia.


La luz dura un poco más cada día, y ahora los vencejos llegan al patio cuando la ronda de aplausos ha acabado. Casi parece que son los aplausos los que hacen de reclamo, convocándolos. Aplausos, por cierto, que han estado bajo sospecha estos días, primero por quienes preferían aporrear cacerolas en señal de protesta y luego por los que dudaron o se retrajeron al ver que el homenaje de los primeros días se había convertido en otra cosa, tampoco estaba claro qué. Yo mismo, después de ver las cifras diarias de muertos, me sentía incómodo al ver grupos de vecinos bailando al son de la música y profiriendo vivas (me temo que mi natural misántropo o poco gregario ha vuelto por sus fueros). Está bien, supongo, que las oraciones de otro tiempo se hayan convertido en ovaciones, pero empiezo a echar de menos un recuerdo específico a los muertos, algo que los evoque o los haga presentes. Un reconocimiento del dolor colectivo, en fin. Todo indica que el viejo minuto de silencio ha caído en desgracia, pero a nadie se le ocurren alternativas. Así que los vencejos se han convertido en mi forma personal de recordarlos. Ese vuelo voraz que limpia el aire y lo prepara para la noche es mi celebración particular, como si en ellos se mantuviera el espíritu de los ausentes. Una tontería, lo sé. Pero más discreta y quizá más fértil, si se me permite el atrevimiento, que radiar «Resistiré» o «Que viva España» al alto la lleva.


Otra tontería, esta vez en forma de confesión: pocas cosas he echado más de menos esta cuarentena que ir a Correos para enviar o recoger libros. Pasados los envíos que llegaron con retraso la primera semana, el buzón casi no ha tenido visitas. Y mi vieja costumbre de enviar ejemplares duplicados o números antiguos de revistas a los amigos se vio frustrada desde el primer día. Es verdad que la oficina de Martín de los Heros abre unas pocas horas cada mañana, pero la cola dilatada que se forma ante su puerta es disuasoria. Además, no recibo nada, así que nada puedo reenviar. La cadena se ha roto. Y recomponerla nos va a llevar al menos tanto tiempo como el que necesitó Miguel Strogoff para plantarse en Irkoutsk.


Charlan en voz alta a la distancia estipulada de dos metros. Sudaderas con capucha, mascarillas con válvula, zapatillas deportivas, piernas abiertas y mentón en ristre. Llevan a los perros atados muy corto: un bull terrier inmaculado y otro que no reconozco, pero que parece también una variedad de pitbull. Perros chatos, robustos, que esperan aburridos sobre la acera. Uno de los dueños me es familiar: creo que es el mismo que hace días, el sábado, me bufó con desdén por llevar un ejemplar de El País bajo el brazo. La charla crece en decibelios y calor chulesco: algo con la policía que no termino de captar. Como Layla tiene miedo de los pitbulls, damos un pequeño rodeo para evitarlos, pero así también las voces me llegan mejor, más claras. Hablan de los gitanos que están acampados más abajo, en el cruce de San Vicente con Bailén (ahora en obras), y de la negativa de los agentes a intervenir. El dueño del bull terrier está ofendido y hasta agraviado por la indiferencia policial y exige mano dura. Hay que sacarlos de ahí a hostias. El otro, más cauto, le da la razón, pero trata de pensar bien y exculpar a la autoridad. No debe ser fácil. A ver luego qué haces con ellos, dónde los metes. Conversación, ya se ve, de buenos vecinos que pasan el rato antes de volver a casa. Pero yo de ellos tendría paciencia: si la tribu de gitanos sigue instalada junto al polvo y el estruendo de unas obras que muchas veces oigo desde casa –y así está el asunto desde el otoño pasado, salvo por el parón de principios de abril–, es que nada ni nadie los sacará de ahí.

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