lunes, mayo 04, 2020

cuaderno del encierro / 35

lunes, 4 de mayo

Estábamos en el salón, jugando al Scrabble con las ventanas entornadas. Eran ya casi las nueve de la noche del sábado, pero seguíamos oyendo voces en la calle. Alguien se había detenido a altura del balcón y estaba hablando con nuestros vecinos del segundo B. Poniéndose al día, cortesía del calor y de las autoridades. Asombro de oír esas voces, como si rasgaran una membrana que no sabíamos ahí y que de pronto dejaba pasar el mundo. Sobresalto también, porque oírlas –me di cuenta luego– era como estar oyendo el pasado.


Noche difícil. Tardo una eternidad en dormirme y nunca tengo la sensación de llegar del todo al sueño. Es el calor, sin duda. La primera noche de bochorno de este veranillo anticipado. No hay forma de encontrar la postura y doy vueltas igual que hace semanas, cuando la extrañeza de la reclusión se colaba en los dormitorios. Un regreso a los viejos tiempos, sí. Pero con la diferencia de que esta vez conozco el motivo de mi insomnio y eso, al menos, me tranquiliza un poco.


Me dice José Luis que nos cortan el agua. Ha reventado una tubería en las oficinas del primero y el agua cae a chorros en los sótanos y el baño del garaje. Como si lo viera. Cuando las cosas se dan permiso a sí mismas para descomponerse, es que viajamos definitivamente hacia la normalidad.


Es evidente que estas notas ya no son ni pueden ser estrictamente de «encierro». Dentro de una semana exacta entraremos en otra fase que se parecerá bastante a la que dejamos atrás el 13 de marzo, y este cuaderno habrá perdido su razón de ser. Tengo la sensación de que la pierde a marchas forzadas, como si estos días fueran el reflejo especular de aquella semana vertiginosa que precedió a la declaración del estado de alarma. Esta mañana la calle había vuelto a sus ruidos habituales: el tráfico (que ahora, eso sí, parece haber amainado un poco), la cortacésped de los jardineros, los martillos neumáticos de la obra de Bailén y, de vez en cuando, para que no haya olvido, la sirena racheada de una ambulancia. Más un trajín de peatones que suben y bajan las escaleras buscando el amparo del parque. Se van a llevar una decepción, porque el alcalde ha decidido cerrar hasta las zonas verdes que habían estado abiertas durante la cuarentena. Una medida difícil de entender, pero que hoy merecía la firma vigilante de una patrulla a caballo. En fin. Es la única disonancia en un tiempo que está impaciente por quitarse las telarañas. El sol no termina de abrirse paso, pero si lo hace no creo que la vecina del entresuelo se sienta con humor para sacar la esterilla al patio y hacer yoga.


Todo este tiempo nuestra imagen de ciencia-ficción era la ciudad vacía, las calles desiertas, la ausencia casi total de ruidos y gente. Pero ayer descubrí que mi imagen de novela fantástica podía ser otra. Paula y yo salimos por primera vez de paseo en horario de tarde (el sábado renunciamos a nuestro privilegio: ya había tenido mis breves salidas diarias con la perra y pensé que era mejor que otros disfrutaran de su turno). En vez de tirar por el parque, tomamos la dirección opuesta, hacia la Plaza de Oriente. Y ya en los alrededores del Senado y la calle de la Encarnación nos asaltó la visión turbadora de paseantes que vagábamos como pasmarotes por las calles de la ciudad. No había ningún sitio al que ir. Se trataba sencillamente de dar vueltas y reconocer una a una las calles, nuestras calles. Todos con el mismo empeño. No había turistas. No había terrazas ni cafeterías en las que tomar algo. No había tampoco tiendas abiertas, gestiones, recados, algo que justificara caminar de X a Y. Solo una multitud que deambulaba con aire levemente sonámbulo. Parecíamos una versión castiza de esas escenas de tinte épico donde los supervivientes salen de sus refugios subterráneos después del desastre. Las siete semanas de estabulación habían tenido su efecto y nos movíamos por la ciudad con el desorden despistado de un rebaño de ovejas. Exagero, sin duda, pero solo un poco, lo suficiente para entender el malestar que acabamos sintiendo, un malestar al que contribuyó también la sensación de promiscuidad, esa indiferencia de muchos a mantener la distancia. La culpa fue nuestra, por acercarnos al centro, pero no creo que fuera muy distinto en otros barrios. Y tampoco podíamos quejarnos: al fin y al cabo, hemos tenido el alivio de sacar a Layla todos los días. Paula, que había insistido tanto en salir, no podía ocultar su confusión. ¿Todo para esto? Creo que los dos sentimos que esta «nueva normalidad» pinta muy poco normal, al menos de momento.


Han segado la hierba delante de casa. A la humedad y la sobrecarga de polen se le añade ahora la tierra seca que asoma entre las briznas recién cortadas, sin recoger. No quedan siquiera las cuatro amapolas rojas que habían brotado junto a la acera y daban un poco de color. Está el aire denso, enrarecido. Qué ganas tienen algunos de adelantar el verano.


«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». Esta frase tan sobada de L. P. Hartley siempre me pareció algo efectista y retórica, pero ahora la leo con respeto, casi como una premonición. Porque así se me aparece el arranque de marzo, hace dos meses: más que extranjero, un país exótico, de otro continente.

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