sábado, mayo 09, 2020

cuaderno del encierro / 39

sábado, 9 de mayo

Me despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos, que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.


Me gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.


Vuelven los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este, en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás, y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:

Ángel y búho, en secreto concierto,
volaban juntos, cazaban juntos
ratones y lémures al anochecer.
Solos en el sombrío escalón del poniente,
así hermanos en la ferocidad.

            Pensé en estos versos de hace ya treinta años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable». Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor versión de nosotros mismos.


55 días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva (como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva, y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles. La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas iluminaciones domésticas.

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