El pasado miércoles 20 de
noviembre se celebró en la Residencia de Estudiantes un encuentro en memoria del
poeta Seamus Heaney. Se trataba, en realidad, de leer algunos de sus poemas en
inglés y en español, de compartir anécdotas curiosas o significativas, y
también (quizá lo más importante) de rescatar viejas grabaciones en vídeo donde
Heaney lee poemas y habla de poesía con su habitual finura, esa capacidad suya
para pasar en un instante de la declaración seria al guiño travieso, subrayando
la hondura o pertinencia de sus apreciaciones con una pequeña broma. Sólo
leí dos de estas tres instantáneas: la primera me parecía demasiado extensa y
hasta impertinente en el contexto del salón de la Residencia. La comparto ahora
en esta bitácora, como un saludo final a quien tanto hizo por, desde y en la
poesía. Descanse en paz.
córdoba,
abril de 2008, cosmopoética. Era la hora del almuerzo (esos almuerzos tardíos y
algo desaforados de los festivales) y seguía esperando el segundo plato cuando
uno de los organizadores se acercó para decirme que Heaney había llegado al
hotel y quería verme para preparar la lectura de aquella noche, en la que yo leería
la traducción española de sus poemas. Un aviso que interpreté como una orden. El
hotel estaba en la otra punta de la ciudad, pero si uno seguía el curso del río
era un trayecto diáfano, sin pérdida. Iba tan absorto, tan inquieto por la
aprensión, que apenas me fijé en los nubarrones, el cielo negro a punto de estallar en
una tormenta. Digo mal: no tormenta, sino una tromba feroz, cerrada, implacable,
que me obligó a correr como un sprinter. Cuando llegué al hotel, diez o quince
minutos más tarde, estaba empapado de la cabeza a los pies, chorreando como un besugo y jadeando ruidosamente. Evité como pude la mirada del recepcionista y me dispuse a
esperar la llegada del ascensor. Y entonces, al abrirse la puerta, lo primero
que vi fue a Heaney mirando al frente con unos papeles y un libro en la mano. Y
lo primero que vio Heaney fue a un huésped del hotel a punto de diluirse en un
charco del piso. Me quedé inmóvil. Él frunció el ceño, sonrió con sus ojos
achinados, extendió el dedo índice de la mano derecha y preguntó: ¿Chóodi? Yo asentí y dije a mi vez: ¿Séimus? Él entonces soltó una carcajada
y dio un paso hacia adelante. Fue un segundo: vi que me daba una mano y que la
otra, la que aferraba libro y papeles, se dejaba caer sobre mi hombro, como si
quisiera reforzar el saludo con un gesto a medio camino del abrazo. Y ahí se
quedó. Reprimí el instinto de retroceder para no llenarle de agua, y sólo atiné
a murmurar: I think I’d better have a
shower and change… Él soltó una segunda carcajada y dijo: I’ll wait for you in the bar. Y allá se
fue, con una mancha de agua en sus papeles y secándose la mano en el bolsillo
del pantalón. Tres segundos más tarde, mientras el ascensor echaba a andar,
pensé que si la primera impresión es determinante, yo no lo habría hecho mejor
ni ensayando.
*
madrid, febrero de 2009. Aún recuerdo cómo Heaney nos pidió, el primer día
de su visita al Círculo de Bellas Artes, ver la sala donde iba a celebrarse su
lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a
otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición
de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los
momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus
oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de
inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de
concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del
público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de
principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de
complicidad (de entendimiento) entre
poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Fue un buen ejemplo,
un modelo indudable de lo que él mismo llamó «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del
momento, cierta actitud de atención y recogimiento que reconoce que algo, en
efecto, está ocurriendo o va a ocurrir, aunque dure unos minutos, aunque
implique sólo unos versos o unas pocas imágenes aisladas.
*
avilés, abril de 2013. Al acabar su lectura en la Cúpula del Centro
Niemeyer, subimos a la Torre donde está instalado el restaurante del cocinero
Koldo Miranda. Allí la cena fue una sucesión de pequeños y suculentos platos de
nueva cocina que Seamus y su esposa Marie iban celebrando de forma cada vez más
entusiasta y sonora. Había sido un día agotador (entrevistas a medios, idas y
venidas sin fin, más la lectura propiamente dicha), pero al terminar la cena
quisieron saludar personalmente a los cocineros para felicitarlos. El taller de
cocina tenía el aire intimidatorio de un laboratorio de bioquímica, pero Seamus
no dudó en acercarse a la tarima donde seguían trabajando para darles las
gracias y presenciar cómo elaboraban los postres del día siguiente. Había un
deleite evidente en su rostro: no el del glotón, desde luego, sino el del
artesano que disfruta con el proceso, que descubre en la atención reconcentrada
de su colega un reflejo de su propia intimidad creativa. Esa misma tarde había
confesado a una periodista que los años le habían permitido relajarse un poco y
disfrutar con la escritura del poema. Y ese mismo saborear el momento es
también lo que hizo demorarse en la cocina de Koldo, mirando con atención el
trabajo de los marmitones, alargando la noche cuanto fuera posible. Al día
siguiente, mientras desayunábamos, recordamos la visita a la cocina. Entonces
se le escapó una sonrisa cómplice: No
estaría mal poder comernos alguno de los postres de ayer. Y ahí sí, ahí estaba
la avidez del que empieza con ganas una nueva jornada, como cuando en su viejo
poema «Ostras» decía comerse «el día / a conciencia, para que su regusto / me
llevara en volandas a ser verbo, puro verbo». Es así, con esa mirada de niño
travieso, con los hombros temblando y contrayéndose de risa reprimida, como me
gusta recordarlo ahora. Esa complicidad, sobre todo.
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