Se acabó por fin enero. Un mes
terrible, la verdad, que se ha cebado con su guadaña en la poesía y los poetas:
Juan Gelman, José Emilio Pacheco y, más cerca de casa, Fernando Ortiz y Félix
Grande, dos grandes escritores y dos ejemplos, me parece, de saber estar en la vida
y en la literatura. No tuve ocasión de tratar mucho a Félix, pero en mis pocos
encuentros con él siempre me impresionaba el timbre y la cadencia –sabia,
mesurada– de su voz, el imán sereno de su conversación. Como dice José Luis Piquero
en su bitácora, «se quedaba uno hipnotizado».
Cuando un poeta se muere, nuestro
mundo se hace un poco más pequeño, más inhóspito. Hay una merma en los
depósitos de conciencia vigilante con que afrontamos el día a día. Quedan, sí,
sus palabras, esas que, según Auden, «se alteran en el vientre de los vivos»,
porque son raíz y alimento de los que han quedado atrás. Triste consuelo, dirán
algunos, pero no es verdad; las palabras son la base misma de esa conversación
incesante que es la literatura, el hilo de plata que nos une más allá de otras
diferencias.
Y menciono a Auden porque también
otro gran poeta, Yeats, murió un mes de enero. De hecho, el pasado martes 28 se
cumplieron 75 años de su muerte en Roquebrune-Cap-Martin, un pueblo de la Costa
Azul francesa. Apenas unos días después, ya en febrero, Auden escribiría su famosa
elegía al poeta irlandés, la misma que incluye uno de sus versos más citados (y quizá malinterpretados): Poetry makes
nothing happen. Hoy, sin embargo, me quedo solo con la primera parte del
poema, que tiene esa mezcla de emoción, piedad, distanciamiento clínico y lucidez
mental tan característica de su autor. Sirva para despedir y celebrar la obra
de nuestros poetas, que nos han dejado, sí, «en lo más crudo del invierno», con
más frío del que hace bajar los termómetros. Descansen en paz. Y démosles nueva
vida en nuestras lecturas.
En
recuerdo de W. B. Yeats
Nos
dejó en lo más crudo del invierno:
Los
arroyos estaban congelados, los aeródromos casi desiertos,
Y
en las plazas la nieve desfiguraba las estatuas;
El
mercurio se hundió en la boca del día moribundo.
Los
instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que
el día de su muerte fue un día oscuro y frío.
Lejos
de su dolencia
Los
lobos recorrían los bosques de coníferas
Y
al río campesino seguían sin tentarle los muelles elegantes;
Gracias
al luto de las lenguas
La
muerte del poeta no llegó a sus poemas.
Fue
su última tarde como el hombre que había sido,
Tarde
de cuchicheos y enfermeras;
Las
provincias del cuerpo se le alzaron en armas,
Las
plazas de su mente se vaciaron,
El
silencio invadió la periferia,
La
corriente de su emoción sufrió un cortocircuito; se convirtió
[en sus
admiradores.
Ahora
se halla disperso en más de cien ciudades
Y
dejado a la suerte de querencias ajenas
A
fin de hallar su dicha en otros bosques
Y
ser penalizado por un código de conciencia extranjero.
Las
palabras de un hombre muerto
Se
alteran en el vientre de los vivos.
Con todo, en la
importancia y el ruido del mañana,
Cuando en el
parque de la Bolsa los agentes aúllen como bestias
Y los pobres
padezcan las penurias a las que están bastante
[acostumbrados,
Y todos, en su
propia celda, respiren casi persuadidos de que son libres,
Un puñado de
miles evocará este día
Como se evoca el
día en que uno hizo algo ligeramente excepcional.
Los instrumentos
de que disponemos coinciden en decirnos
Que
el día de su muerte fue un día oscuro y frío.
Traducción
J.D. / El original, aquí
5 comentarios:
Un mes terrible, sí, pero, como bien dices, nos queda la palabra y su relectura. Y la voz. Al menos eso.
Qué bueno saberte de nuevo por aquí, Índigo. Un abrazo, J12
¿¿¿Dos grandes escritores??? Me hipnotizas, J12.
Un gusto visitar tu espacio.
Saludos.
Con don Gelman se nos fué un grande, pero mientras lo recordemos, estará siempre con nosotros.
Me acaba de decir un antiguo alumno, Víctor Valadés, que coincidió contigo en la entrada a un concierto y que hablasteis de mí. El mundo es un pañuelo (o una pequeña playa con perros).
Un abrazo
Simón
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