Ante mi cuarto,
al otro lado de la calle,
una vieja pared de piedra
es un nido de grajos:
pequeñas muescas,
negros resquicios en la fábrica
de donde cuelgan hilos,
restos de barro y grano
escondido hace días,
a resguardo del viento.
Algunas tardes,
con la luz de febrero,
los grajos bajan a la tierra:
un solar descuidado,
zanjas enfermas,
arena y grava.
No hay nada que mirar,
nada
que llevarse a la boca:
sólo chillan y chillan,
holgazanes,
jactándose de su alboroto.
Ser quien se ocupa
de bajar las persianas.
Así la tarde se completa,
ocupa su perímetro.
El punzón del temor
va luego, más oscuro,
por la sangre,
y todo es un deseo
de estar en otro sitio,
otra vida. De noche,
atados al sedal del sueño,
vuelven los grajos al baldío,
pero allí su chillar
es inaudible,
una misma sílaba que percute,
taimada,
a ras de piel.
Es mi nombre, dice la sed.
Es mi nombre, dice la
espera.
1993 / 2013
Más, aquí.
3 comentarios:
He acabado de leerlo. Estos grajos son buen señuelo.
Abrazo, Jordi.
Usted lo que quiere es que nos enganchemos a su poesía para no podernos soltar nunca.
Gracias, amigas... Imposible desanimarse con lectoras como vosotras. Abrazo, J12
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