lunes, abril 06, 2020

cuaderno del encierro / 18

lunes, 6 de abril

Si esto fuera un cuento de ciencia-ficción, un relato a lo Ballard en forma de diario o de cuaderno de campo, estas notas se irían espaciando con el tiempo, adelgazándose hasta convertirse casi en un hilo de voz. El miedo sería un virus en sí mismo y las páginas se poblarían de líneas en blanco o de puntos suspensivos capaces de ahogar el grito de socorro del narrador. Pero nada de esto ha sucedido. La vida cotidiana sigue con normalidad hasta donde es posible y disponemos de suministro eléctrico y conexión wifi. Sale agua caliente de los grifos y los supermercados están bien surtidos. La policía patrulla las calles y los quioscos, al menos en las grandes ciudades, siguen vendiendo la prensa. Para la mayor parte de la población, los que vivimos confinados a la fuerza y no podemos contribuir de manera activa, este fin del mundo es más bien anodino (¡por suerte!), aunque no está libre de perplejidad y de miedo al futuro. Todos hemos tenido miedo al futuro alguna vez, pero ahora la incertidumbre es ley. Hay más tiempo para pensar, los periódicos y noticieros no dejan de bombardearnos con pronósticos de urgencia y todo está en suspenso, como esperando algo que no termina de llegar. Pero la normalidad impera, al menos en la superficie. De hecho, nuestro fin del mundo se parece bastante al que profetizó hace décadas Thomas McGrath en un poema homónimo. Recuerdo, en concreto, que su breve y personal versión del apocalipsis no traía «la cólera que escinde rocas» ni «el terrible fuego proverbial», sino únicamente «un tintinear de copas» y «risas en el edificio vecino»; no nos hacía oír «el trueno mudo, el largo colapso del cielo», sino «un solo suspiro melancólico / de mi vecino, que bebía cerveza en la oscuridad, sentado en el porche» (una posible versión española de esta escena tendría que incluir, en nuestro caso al menos, las gárgaras matinales y la cinta de correr de los vecinos del tercero B, pero ese es otro asunto). El poeta concluía entonces que «el Apocalipsis era nunca / y era siempre», es decir: «esta noche en una pobre calle donde una risa alegre, irreverente, / pospone el fin del mundo: donde vivimos siempre». Como cualquier artista, McGrath tenía una conciencia intensísima de la fragilidad de la vida y sabía que nuestras casas, nuestros hogares, se levantan en un mundo que una y otra vez aplaza su final. O, por decirlo más brevemente: vivimos sobre arenas movedizas. Lo sabía también el primer Eliot, cuando escribía que «en un minuto hay tiempo / para decisiones y revisiones que un minuto refuta». En realidad, cualquiera que haya vivido con los ojos abiertos o haya tenido algún revés importante en la vida es consciente de ello… o debería serlo. Pero vivir es también un largo y minucioso ejercicio de olvido; enterrar miedo y dolor y malos recuerdos bajo capas de rutina y de costumbres narcóticas. Ahora esta nueva rutina de interior abre un tajo en ese lienzo y todo se complica y enrarece. Sopla una corriente de aire. Podemos asomarnos al otro lado y perseverar en la extrañeza, como Alicia, o bien seguir corriendo como mi vecino en su cinta: a ningún sitio.


Escribí antes que «todo está en suspenso, como esperando algo que no termina de llegar». La frase huele a Beckett, pero la imagen que me vino a la mente fue más bien de dibujos animados o de película de artes marciales: ese instante en que el héroe se levanta en el aire para dar una patada y la cámara se ralentiza o se detiene (en las versiones más recientes incluso gira a su alrededor y se recrea en la plasticidad del cuerpo, de su postura) antes de acelerarse bruscamente y meternos de hoz y coz –nunca mejor dicho– en el combate. Lo mismo ahora: todo está en el aire, girando a cámara lenta, mostrándose desde varios ángulos, pero empiezo a temer el momento en que caiga con súbita ferocidad al suelo.


El poeta Orlando González Esteva me envía desde Miami un célebre haiku de Bashō al que es muy aficionado (recuerdo cuánto lo citaba hace años). En su versión, claro, por una vez más rica en aliteraciones que en asonancias:

Aun en Kioto
si oigo al cuco cantar,
añoro Kioto.

            Y añade: «El cuco es el pájaro nacional de Japón, como quizás sepas. ¿Tiene España el suyo? ¿Cantor?». No, España no tiene un pájaro nacional, y mucho menos cantor (lo acabo de comprobar en la red). Me avergüenza un poco reconocerlo, la verdad. Lo que no impide que hasta en Madrid, si oigo cantar al mirlo, añore Madrid.

2 comentarios:

Abilio Díez dijo...

Es cierto, la vida sigue y la apariencia mantiene terso el caparazón de la rutina, pero el suelo de cristal muestra unas grietas que hacen que miremos con aprensión hacia el vacío sobre el que de momento sigue flotando este armazón tan frágil.
No he salido ni una sola vez desde el inicio de la alarma, (odio esta palabra por sus resonancias bélicas) y pienso en la manera de regresar, cuando sea, al punto donde todo se abandonó para vestirse de disfraz y de cartón piedra. Estoy en ese lado donde la perplejidad no se apacigua con resultados porcentuales y, aunque mantengo la actividad acostumbrada, veo que un matiz ceniciento lo va tiñendo todo.
Ya veremos, entre oleadas y malos augurios, en qué termina todo.
Saludos.

ÍndigoHorizonte dijo...

Más allá del encierro, los encierros... la vida sigue, lenta y suave, su curso, como siempre y como nunca, que para el caso es lo mismo. Y como dice el poeta, cuanto más claro, más oscuro. O quizá... más gris... si ya éramos grises antes del encierro pues, como decía el pintor, solo somos capaces de ver los colores que ya llevamos dentro. Y eso no lo cambia crisis alguna ni mil y un encierros. Muchos sufrirán después. Pero ya sufrían antes... Y el sol seguirá saliendo, ajeno.

Abrazo enorme, Jordi. Y saludos a tu comentarista, Abilio. Cuidaros mucho ambos, y cuidad a los vuestros y, más allá del gran angular y de la profundidad de campo ahora ausentes, disfrutad de lo grande en lo más pequeño. Con cariño,

Nuria