Si quiero comprender qué separa o distingue nuestras sensibilidades respectivas, debo regresar a aquel día, hace cinco o seis años, en que me recomendó un disco de Arvo Pärt que reunía, entremezcladas, dos piezas de los años setenta para piano y violonchelo, Für Alina y Spiegel im Spiegel. Me habló del disco con entusiasmo, agitando la caja en el aire, mirando hacia un punto inconcreto del salón mientras sonaban las primeras notas del piano. Tomé nota de su recomendación y de vuelta en Madrid me hice con el disco. Pero en casa, sin la distancia o el cerco defensivo que me concedía el oírla en la casa de otro, la inmensa melancolía de aquella música pudo conmigo. Escuché diez o quince minutos y tuve que dejarlo. Lo intenté un par de veces más y de nuevo fracasé. Lo que para él era una experiencia primordialmente estética, una sutil alianza de notas que dejaba espacio para la escritura o el pensamiento, para mí era un lamento inconsolable, una aguja que auscultaba mi sangre y me dejaba exhausto. Descubrí que no tenía oídos para un placer estético desligado de los contenidos emocionales de la música, que no hay, al menos en mi caso, formas exentas. Aquellas notas tenían -siguen teniendo- el poder de abrumarme por encima de otras consideraciones. Y adivino, así, lo que nos hace diferentes incluso en el espacio de lo cotidiano. Su actitud es más puramente de artista, si se quiere, capaz de evaluar con frialdad los materiales de la obra, de centrarse en su dimensión sígnica o autorreferencial; la mía es más patética o expresionista, va directa a los sentidos y su efecto en nuestra psique.
Cuestión de temperamento, sin duda. Quizá también, en el caso de la música de Pärt, el desamparo que transmite me muerde más de cerca porque conozco de primera mano esa luz, ese frío, la penumbra desolada del norte. Sin embargo, más allá de este dato biográfico está claro que respiramos en direcciones distintas, hasta divergentes. Pues es inevitable que con el tiempo nuestras sensibilidades se petrifiquen o evolucionen sobre aquello que les es más propio, aunque algo más profundo -lo quiere la amistad, al menos- las engarce por debajo de las diferencias.
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3 comentarios:
Has tratado con tino varias veces esta cuestión de las afinidades y distancias. Ayer me acordé de ello leyendo este aforismo de Goethe: «Con los verdaderamente animados de las mismas intenciones que nosotros no podemos reñir a la larga; siempre volvemos a coincidir con ellos otra vez; con los que verdaderamente discrepan de nosotros, vano es que intentemos llegar a una inteligencia; siempre volvemos a romper».
Seguimos tus libros y tu blog con interés y admiración.
Un abrazo admirado de El Canibalibro.
Gracias, canibalibros. Y gracias, alejandro, por tus palabras; la frase de Goethe viene al pelo en este caso, aunque también podría pensarse que una prueba de la amistad, de la verdadera, es forjar un vínculo por encima de diferencias que parecen (sólo parecen) fundamentales. Abrazo, J12
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