Desde hace un año no he dejado de
escribir, de hacer crítica, de traducir, de responder a este o aquel encargo;
sin embargo, la sensación final es de dispersión, de no haber hecho gran cosa,
o de que lo hecho pesa muy poco. Trabajar en respuesta a estímulos externos
puede ser benéfico si nos saca por un tiempo de nuestras casillas y nos alivia
de esta difícil convivencia con nosotros mismos que puede ser el día a día
(todo sea por perdernos de vista), pero llega un momento en que a base de
cumplir con las órdenes o las peticiones que vienen de fuera no sabemos dónde
estamos; hemos perdido nuestros puntos de referencia. Queríamos evitar el
extravío del solipsismo, ese momento en el que de tanto mirarnos al espejo
dejamos de reconocernos, y ahora nos sorprendemos en el extremo contrario, incapaces
de avanzar si alguien no nos dice de hacerlo.
Es fácil engañarse pensando que basta con
llevar el agua del encargo a nuestro molino. La labor de acarreo puede ser útil
y hasta rentable por un tiempo, pero al final ese esfuerzo adicional se paga. Y
es que el encargo parte siempre de una necesidad ajena, de criterios y puntos
de vista que sólo con esfuerzo podemos hacer nuestros. Es primordial
resistirse, o mejor dicho: sustraerse, rehuir la respuesta, el requerimiento.
El encargo es un engaño sutil: nos hace sentir importantes –falsamente importantes–, porque nos
convierte en medio de la importancia ajena, en instrumento para su realización.
El encargo crea un campo magnético donde la naturaleza de los distintos
elementos que trabajan para él queda reducida fatalmente, supeditada a un
cumplimiento que, por lo demás, apenas nos devuelve algo de la energía que le
dimos.
Sí, todo trabajo literario es en el fondo
un trabajo de colaboración; no se escribe sin ayuda, sin el pie que nos dan ciertas
palabras, el eco de una lectura o la conversación de un amigo; todo remite a otra
cosa, ninguna frase surge del vacío, etcétera. Pero estas razones tan
razonables (y que se reducen, en esencia, a que el lenguaje, la materia misma
que empleamos, es una creación colectiva que nos antecede) nada tienen que ver
con jugar en el campo del contrincante aceptando sus normas. Ahí llevaremos
siempre las de perder. Puestos a ser medio, mejor serlo de las palabras. Puestos
a escuchar y obedecer, mejor escuchar los dictados aleatorios –pero nunca
caprichosos– del sueño y el deseo, de la memoria y la imaginación. Sin olvidar
que servirnos de las palabras es en gran medida servirlas a ellas. Si el encargo ofusca o nos hace olvidar esta
obediencia primera, mala cosa.
No se trata de engolar la voz y hablar de
inspiración o de llamada interior, términos especiosos sobre cuyo sentido nadie
se pone de acuerdo. Basta con reivindicar una fuerza tan humilde y poderosa
como el apetito, la necesidad, las ganas puras y duras de llevarse algo a la
boca, de saciar el hambre con que celebramos cada regreso a casa. Se ha hablado
en ocasiones del vacío que debe acompañar la creación, de ese vacío que debemos
hacer en nuestro interior para que la obra surja o comparezca debidamente. Ese
hueco no es ninguna abstracción, no es un bonito juego conceptual diseñado para
deslumbrarnos. Existe de verdad y es el hueco –palpable, material, urgente– que
deja en el estómago el hambre: el escritor tiene ganas de mundo, quiere comer
mundo, necesita llenar el buche con esto (en) que vive y que le rodea por todas
partes.
El escritor es, sí, «un artista del hambre», aunque en un sentido algo distinto del que le dieron Hamsun o Kafka. El hambre es su motor, la fuerza que impulsa y orienta su escritura. El ayuno sólo es prerrequisito de la creación en la medida en que abre el hueco que quiere ser llenado –que necesita ser llenado– por el mundo. Pero tampoco hace falta llegar a esos extremos. Basta con salir a la calle y echar a andar. Basta con vagar sin rumbo cierto hasta que el dolor en las piernas haga aconsejable un respiro. Y dejar entonces que el relato tome el relevo.
El escritor es, sí, «un artista del hambre», aunque en un sentido algo distinto del que le dieron Hamsun o Kafka. El hambre es su motor, la fuerza que impulsa y orienta su escritura. El ayuno sólo es prerrequisito de la creación en la medida en que abre el hueco que quiere ser llenado –que necesita ser llenado– por el mundo. Pero tampoco hace falta llegar a esos extremos. Basta con salir a la calle y echar a andar. Basta con vagar sin rumbo cierto hasta que el dolor en las piernas haga aconsejable un respiro. Y dejar entonces que el relato tome el relevo.
9 comentarios:
Impresionan tus palabras, Jordi. Por eso acabo de enlazar con esta página, con esta reflexión honda, a través de Facebook. Con tu tácito permiso. Un abrazo.
Gracias, Álvaro. Ya sabes de mis dudas sobre Facebook, pero viniendo de ti me parece perfecto. Y generoso, desde luego. Abrazo, J12
Tal vez deshilacharse en la periferia de las cosas.
Me sumo a las palabras de Álvaro sobre tus palabras. Y le copio también lo de compartirlas en facebook para contento de los buenos lectores. También con tu tácito permiso.
Abrazotes.
Gracias, Elías. Sois muy generosos. Y un abrazo, Índigo, qué bueno saberte siempre por aquí. Sí, rondar la periferia del mundo es una buena forma de estar en el centro de uno mismo... Abrazo grande y colectivo, J12
Qué honestidad para con uno mismo, y qué sentido tan profundo del deber auténtico de un escritos. Magnífico testimonio, que todos deberíamos tener muy presente quienes, de un modo u otro, trabajamos cerca, dentro o alrededor de la llamada "cultura". Un abrazo.
Gracias, José Luis, eres demasiado amable... Abrazo, J12
Sublime Jordi. Recuerdo la berve charla y aprendizaje de lo que debía ser un blog, y por eso llevo tiempo buscando hasta que he dado con lo que deseaba hacer. He estado pendiente de esa larga ausencia de tus palabras que han alimentado sabiamente lo que es para mí la literatura. Todavía Alcobas de luz no salió aunque las pruebas están finalizadas, y no dudes que te haré llegar un ejemplar en cuanto lo tenga. Gracias por tus palabras.
Magnífico. Das totalmente en el clavo y responde a lo que pensamos muchos.
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