En el sueño, el niño estaba muerto. Un
bebé apenas, de tres o cuatro meses. Alguien lo había dejado en aquel piso, no
había sabido cuidarlo y ahora el niño llegaba a mí muerto. No sé por qué ni
cómo. Sólo recuerdo el rostro céreo, los ojos redondos y abiertos, como de
muñeca.
Sentí de inmediato que debía arroparlo,
vestirlo a su manera, y me fui a un rincón, extendí una sábana y me puse a
doblarla, envolviendo su cuerpecito con cuidado, amorosamente. Entonces el niño
despertó, empezó a canturrear y a sonreírme. Por alguna razón había revivido y
me miraba, diáfano, como si nada hubiera pasado.
Fui a avisar a M. y a partir de ahí el
sueño se fue enredando, aunque siempre volvía, por alguna razón, a un primer
plano del niño muerto y, acto seguido, a una visión de sus ojos risueños, las
burbujas de saliva en los labios que hablaban por hablar.
Me desperté con angustia, sobresaltado, y
sin embargo me daba cuenta, en ese mismo instante, de que era un sueño
afirmativo, de resurrección. El niño había revivido gracias a mi sencillo gesto
de arroparlo, pero ese despertar suyo me aliviaba y me dolía a la vez,
impidiéndome regresar al sueño. Cerraba los ojos y el alivio –la alegría– se
mezclaba con el miedo a lo que había pasado… y lo que podía pasar. Pero el niño
seguía canturreando. Entonces volví a dormirme.
1 comentario:
Arropado el niño, vuelve el sueño. Y el canto.
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