Lo
veo en un descansillo de la escalera, entre dos tramos infinitos de peldaños.
Un viejo conocido del albergue. Está en posición de descanso, como rendido, los
brazos gandules, la lata de cerveza en una mano, el cuello flojo y suspicaz.
Mira a los turistas que suben delante de él, la agilidad injuriosa de sus
piernas, y el contraste con las suyas propias lo atornilla aún más a tierra. Le
oigo rugir entre dientes: «Coño… estas putas escaleras…». Lo adelanto con
disimulo, para no añadir sal a la herida, pero está demasiado ido para darse
cuenta. Eso sí, sostiene la cerveza con mimo infinito, como si toda su atención
hubiera resbalado a la mano izquierda, a esos dedos abiertos –es puro instinto–
que evitan calentar la lata con el tacto.
Me
lo vuelvo a encontrar una hora más tarde. Al parecer, logró salvar la pendiente
y aquí está de nuevo, paseando con ceño reconcentrado por los jardines que
rodean el Templo de Debod. Tiene adonde ir, o esa impresión quiere dar. Un
encargo discreto, cuyos detalles sólo él conoce. La lata sigue colgando
mágicamente de sus dedos. Se la lleva al morro con fruición, como si fuera el
inhalador de un asmático. Quizá es que le sigue faltando aire. Me sorprende una
vez más la delgadez del borracho sistemático: el rostro curtido y enjuto, los
hombros frágiles. Lo miro alejarse por Pintor Rosales, solitario y resuelto. Si
lo que quiere es volver al albergue, está dando un rodeo.
1 comentario:
Enjuto, mimo, ido: como un cirujano que dirige el bisturí a la herida, así tu relato.
Abrazo bien grande, Jordi.
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