en torno a grisú, de esther ramón
Comienzo, acaso, señalando una obviedad para el lector que conoce esta obra: Esther Ramón (Madrid, 1970), más que una escritora de poemas, es una escritora de libros, de sistemas, de conjuntos textuales que incursionan de manera activa en lo real, enjambres de palabras que acotan un fragmento de mundo y proceden a horadarlo a fin de crear, en lo inhóspito, en lo que suele estar vedado a nuestro paso, un espacio habitable para la reflexión. Tundra, reses, grisú… La mera enumeración de los títulos deja clara su voluntad de configurar o asentar lo humano, las palabras que nos definen y nos alumbran, en el territorio de lo no humano, de modo que ese territorio mismo, su extrañeza constitutiva, revele a su vez nuevas facetas de nuestra condición. Los libros son mallas que caen sobre lo real sin esconderlo, sin hurtarlo del todo a la vista, haciendo que en los intersticios se dibuje otro rostro, la superficie de aquello que escapa a nuestras definiciones previas y que por eso mismo desafía nuestra comprensión, nos reta a comprenderlo; un reto que amplía y expande nuestra visión, la capacidad para discriminar y finalmente nombrar nuevas realidades.
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Escribimos, entre otras razones, porque el lenguaje heredado no nos es suficiente, porque todo es demasiado vasto y las palabras de que disponemos no aciertan a ser el igual de ese todo. La poesía de Esther Ramón es síntoma y testimonio de esta carencia. También una respuesta. De ahí la intensidad y vigor con que sus palabras se organizan en poemas y en conjuntos de poemas, con precisión de organismo vivo que quiere ser más que la suma de sus partes, con voluntad de excederse a sí mismo pues sólo entonces puede asediar sistemáticamente lo real, hacerse con ello, hacerlo nuestro. Aunque sea obligado, en el proceso, contagiarse y hasta participar del carácter no humano, irreducible, de aquello que se busca reducir. Si hablamos de tundra, volverse yermo, desierto, conocer la sequedad y el frío. Si hablamos de reses, desovillarse en la página con el ímpetu de un animal, dejarse tocar por los golpes y temblores de una sangre que antecede a la razón. Esa capacidad negativa, esa precisión estratégica con que la escritura cambia de forma, de ritmo y hasta de lugar de origen para asechar el fragmento de mundo que le ha tocado en suerte, o que ha escogido, es otro de los rasgos definitorios del trabajo de Esther Ramón. Todos sus libros responden a un mismo impulso, pero su plasmación en cada caso es única. No hay dos libros iguales, ni siquiera poemas de transición que puedan mediar o hacer de puente entre ellos. Ocurre, sin embargo, que cada asedio tiene valor metonímico, es un fragmento de holograma que replica, a pequeña escala, la totalidad.
Otra forma de verlo, invirtiendo la dirección de este movimiento de asedio, convirtiendo al acechador en acechado y al asedio en estrategia defensiva, es hacer de cada libro la faceta de un diamante que va construyéndose con el tiempo y que, como el nácar de las perlas de ostra, ha sido segregado lentamente, con paciencia, para envolver o dulcificar la mella, el rasguño que el mundo a todas horas deja en nosotros.
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El diccionario nos dice que «el grisú es un gas que puede encontrarse en las minas subterráneas de carbón, capaz de formar atmósferas explosivas», y añade que «tiene el mismo origen que el carbón y se forma a la vez que él». Dicho de otro modo, en los términos que aquí me interesan: el grisú es la emanación del carbón, su sombra o gemelo abortado, la mitad oscura o violenta que ha escapado al control de su hermano. O que puede escapar en cualquier momento, pues las bolsas de grisú son difíciles de detectar y su estallido, inesperado y letal. Siempre al amparo de su pariente más estable, del que quizá siente envidia, perdura en bolsas que un simple chispazo o entrechocar de metales puede hacer estallar. Por eso hay que proceder con cuidado, horadar la tierra oscura y entrar en ella con precaución forjada por una larga lista de accidentes y pérdidas humanas. Descender con jaulas de pájaros que nos prevengan de su aliento insidioso. Crear fuegos falsos, fuegos fatuos, que no despierten su ira.
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Visualmente, los poemas de este libro se despliegan como vigas, ejes verticales que recorren la página y la sostienen, pilares que abren un espacio de sentido habitado por silencios y reticencias, ese temor a despertar al monstruo que habita la piedra. Una escritura enjuta, hecha de relámpagos y llamadas de atención, de encabalgamientos furiosos y a la vez fluidos, de verbos y nombres y adjetivos que caen con precisión de grano de arena, contando los instantes que faltan para una explosión que nunca llega, que se incorpora sutilmente al fraseo mismo de los poemas y los tiñe de sospecha, de inminencias. La ausencia de puntuación –esa confianza en las junturas y las soluciones de continuidad que inserta la pausa versal entre palabras y frases– otorga, acaso paradójicamente, una ligazón extraordinaria a cada pieza, como si forzara a sus elementos a fundirse y amalgamarse, hacerse uno en su afán por cimentar la página y apuntalar aquel indicio o principio de sentido que va creciendo, cerrándose sobre sí mismo, a medida que avanzamos en la lectura.
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«ésta fue / la helada / que cambió / la polaridad / de nuestras piedras», se dice hacia el final del libro, en un poema de cadencia tan serena y enigmática como sus compañeros. Palabras que me remiten, oscuramente (y todo en este libro sucede a oscuras, como a tientas, llevado por la tenue luz de la intuición) a otro símil visual, el del túmulo, como si estos poemas fueran montones de piedras, pilas funerarias que la autora hubiera dispuesto pacientemente sin dejar de examinar cada lasca, cada fragmento de roca. Sólo que aquí los túmulos no entierran nada, ellos mismos son la presencia que encubren o que sellan. Cada poema abunda en nominaciones, objetos y animales que remiten siempre a otro objeto, otro animal, y todo es nombrado en voz alta y luego depositado en el poema, todo es pasado por el tacto y la vista y la conciencia antes de sumarse a las figuras que lo preceden y con las que establece una cadena incandescente como un filamento, poseída por la fuerza del extrañamiento y la imaginación.
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Poemas, pues, hechos de cantos o, si se quiere, de fragmentos de canto, de un ritmo que insinúa o sugiere el golpe de los picos contra la piedra, la percusión en sordina, recubierta de ecos como escamas, de las herramientas que avanzan bajo tierra:
sigilo junto al
horno estéril
todos duermen
la trampilla
cubierta de tierra
y una escalera
oblicua abajo
estatuas nuevas
la sed de la linterna
dibuja elipses
en los sacos vacíos
un rastro de trigo
bajo la herrumbre
de las herramientas
una espantada
de ratas
que argumenta.
La escritura adquiere así valor onomatopéyico, de cuerpo que lleva impreso las huellas de aquello mismo que dice: también los poemas cavan y excavan y las palabras persiguen ese diamante inasible que no termina de aparecer o verse claramente. Porque sabemos, o sospechamos al menos, que ese diamante es la búsqueda misma, ese ahondar en la tierra para acotarla, respirarla, habitarla. Y que ese brillo sólo es visible en el proceso mismo, el intervalo que abren la escritura o la lectura.
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grisú, con su abundancia de referentes, su riqueza nominal y adjetival, su tesoro de vetas y filones y brillos minerales, responde sin embargo –de nuevo la paradoja– a ese afán de vaciamiento con que José Ángel Valente definía el trabajo poético: ese hacer un vacío donde el poema pueda comparecer, gestarse. Un vacío que es tanto verbal –material, al cabo– como un espacio o lugar de la conciencia. Así se hace posible, en efecto, «andar en lo oculto […], echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, […] estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos», como quería el autor de Mandorla, fundiendo de manera expresa, y quizá no del todo consciente, poema y sujeto, palabra germinada y yo autorial.
No hace falta subrayar, a mi juicio, hasta qué punto el movimiento de descenso de estos poemas parece replicar el buceo en los estratos del inconsciente que persigue la escritura, su deseo de anclaje en los planos del mito, de los símbolos colectivos, de los arquetipos. Pero prefiero, en este punto, violentando quizá la propia inclinación de su autora, invertir el movimiento y pensarlos como respiraderos donde el sujeto puede tomar aliento, escapar del abrazo uterino de la materia y mirar hacia lo alto. Son pozos que nos permiten entrar y también salir, volviendo sobre nuestros pasos para reencontrar el exterior, las pupilas abiertas, el cuerpo alerta de quien ha cortejado el desastre y sale indemne. Queda un rastro de imágenes confusas y amenazantes, el sordo latido de una actividad subterránea que se aferra, pegajoso, a la mente. Algo que viene en sueños y nos perturba mucho después de sucedido, como atestigua el poeta norteamericano James Wright en su poema «Mineros»: «En medio de la noche / oigo vagones moviéndose sobre rieles de acero, chocando / bajo tierra». En estos poemas de grisú se escucha ese entrechocar de piedras y aceros, pero también es posible oler, sentir, la promesa del aire libre.
[Hace exactamente una semana, el pasado 25 de febrero, se presentó en Madrid el nuevo libro de Esther Ramón. Éstas son las palabras que pronuncié entonces. Se trataba, me parece, no tanto de adentrarme en el libro con el bisturí de la crítica cuanto de acompañarlo y alumbrar desde fuera algunas de sus claves. Espero haberlo conseguido.]
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