1. De paseo por el centro de Gijón, veo que donde solía estar una venerable galería de arte han abierto ahora una tienda de productos o remedios homeopáticos. No es mal cambio. O al menos, tiene su lógica. Todo queda en el reino del espíritu; o de cierta clase de masaje incorpóreo que ahora, más degradado, reemplaza las formas reparadoras de la imaginación con imágenes de una salud ilusoria. Ya no creemos en el arte, al parecer, sino en formas de higiene y de limpieza que nos devuelven a la tierra sin peligro de mancha o contaminación. El artificio que higieniza la naturaleza es preferible al artificio propio de la cultura. Lo importante es que el mundo se vuelva presentable. Y el arte contemporáneo se ha ocupado tanto de bucear en lo oculto, de producir imágenes de lo larvado y lo fallido, que a muchos ya no les sirve. No es productivo, dicen, no compensa el esfuerzo que ponemos en él.
2. Por lo mismo, donde antes se levantaba uno de los grandes cines y teatros de la ciudad hay ahora un centro de cuidados estéticos de esplendor casi oriental. ¿Para qué admirar la belleza y la vitalidad ajenas si uno puede ahora, por un precio más o menos accesible, convertirse en el protagonista de su propia película? El desprestigio del arte es también, en este sentido, el desprestigio de la ficción, y uno ve cómo la vieja distancia entre personas y personajes, entre nosotros y nuestros modelos, va desapareciendo al mismo tiempo que los viejos complejos, las viejas culpas y constricciones. Que los personajes de ficción vivan la vida por nosotros es algo que admite cada vez menos gente. La tendencia es, más bien, a convertir a gente vulgar en carne de cañón televisiva, a que cada cual tenga su minuto de fama y exposición novelera; o, al revés, a negar la importancia o pertinencia de unas ficciones que nada tienen que decirnos, a nosotros, que somos el centro suficiente y vanidoso de nuestras propias vidas.
y 3. Por ahí también cabría entender la tendencia de muchas series de televisión a dejar que los espectadores dicten el argumento o discutan abiertamente en los foros virtuales las decisiones del equipo director. A sus ojos, el hecho de haber creado la serie no da derecho a sus responsables a dictar sus contenidos y contrariar los deseos de la audiencia. Hay como un rechazo a la pasividad tradicional del espectador, una resistencia a reconocer que esas ficciones que tanto nos apasionan pueden y deben estar fuera de nuestro control. No, lo queremos todo y ahora, sujeto a los radios imperiosos de nuestro capricho. Pero si la ficción vale por algo, es por su capacidad para iluminar el yo desde fuera del yo, para instruirnos sobre la existencia en carne ajena, y sólo podremos estar fuera de nosotros mismos si nos dejamos arrastrar y llevar por las historias, si lo ignoramos todo de su desarrollo salvo aquello mismo que nos cuentan o que acontece ante nuestros ojos. Hay que abrazar un estado de receptividad, bajar la guardia, dejarse invadir por esa suspensión de la incredulidad que invocaba Coleridge. Ni el orgullo ni el egotismo tienen nada que hacer aquí. Ser lector o espectador es cultivar una humildad que conoce sus límites, o que los repone tan pronto acepta que derribarlos no fue una gran idea. Por ahí cabe entender cierto paralelismo entre la práctica religiosa y la frecuentación de las obras de arte. La única sabiduría que nos es posible adquirir / es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita, decía Eliot en Cuatro Cuartetos. Sin este respeto, sin este sometimiento como de orante ante su dios –un sometimiento activo, sin embargo, que busca, que interroga y enjuicia, que indaga en la obra–, dudo mucho que uno pueda tener un vínculo fecundo con el arte. Hay que escuchar lo que se nos dice, dejarnos arrastrar. Sin ese momento de entrega, sin esa rendición incondicional de uno mismo a la obra (algo que Eliot, de nuevo, supo entender muy bien), no tendremos esa forma de conocimiento íntimo, intuitivo, que es el conocimiento artístico. No habrá ganancia, es decir, algo en lo que sentirnos comprometidos, algún tipo de huella. Aquella hermosa historia de Jean Paul –que tanto gustaba a Coleridge y a Borges– sobre el hombre que atraviesa el paraíso en sueños, recibe una flor como prueba de su pasaje y al despertar encuentra esa flor en sus manos, es en el fondo una alegoría de la creación y la recepción del arte imaginativo. O dicho de otro modo: para obtener la flor hay que saber rendirse al sueño y aceptar el regalo que nos está reservado. Lo más probable es que no sea una flor ni nada que se le parezca, pero no perdamos la esperanza: todavía debemos despertar.
ilustración de Pelayo Ortega
6 comentarios:
El poeta alemán Novalis, inspirado por una pintura de su amigo Friedrich Schwedenstein, fue el primero en usar este símbolo en su novela Heinrich von Ofterdingen. Luego de un encuentro con un extraño, el joven Heinrich, homónimo de la novela, sueña que camina por un paraje extraño y entra en una cueva que contiene una brillante flor azul, rodeada de cientos de flores de diversos colores. Heinrich solo tiene ojos para la flor azul, la cual él contempla lleno de ternura. (Wikipedia)
Un saludo.
Gracias por la precisión, mateosantamarte, pero lamento disentir. Creo que confundes la flor azul de Novalis, que es, en efecto, un símbolo de la aspiración de absoluto del romanticismo, con esa flor que sale del sueño y que cobra, de pronto, existencia al despertar el durmiente. La cita de Coleridge aparece en el texto de Borges titulado, precisamente, "La flor de Coleridge". Y parece que Coleridge, que tenía tendencia a apropiarse de textos ajenos, la tradujo (creo que mejorándola) del aleman de Jean Paul. Tienes más info en:
http://turmarion.wordpress.com/2011/06/27/quote-to-begin-the-week/
De todos modos, también es muy posible que Coleridge mezclara en su propia formulación ecos de la lectura de Novalis. Gracias de nuevo, y saludos, J12
Un apunte muy hermoso y muy iluminador, Jordi... estoy de acuerdo contigo en que el simbolismo de la flor de Novalis no es exactamente el de la flor de Coleridge, que apunta a la extrañeza esencial de la vivencia estética, a una especie de no-lugar al que el arte nos arroja.
Desde hace tiempo pienso que el arte (a pesar del narcisismo evidente de muchos de sus creadores)invita a una suerte de humildad,invitación que, si es desoída, acaba alejándonos de la experiencia real de la obra. Mi trabajo como profesor en la ahora tan maltratada Secundaria me ha mostrado la dificultad de muchos adolescentes para pasar a una lectura adulta: esa dificultad estriba en gran medida en la resistencia a renunciar a la vivencia de una novela, un poema, una película... como mero reflejo de uno mismo, como identificación idealizadora, para aceptar el desafío de mirar el mundo con unos ojos que no son los nuestros, desde la asunción de la alteridad. De hecho, muchos adultos nunca abandonan el estadio del lector/espectador adolescente, y buscan en el arte solo experiencias vicarias, por lo que fácilmente el arte se vuelve superfluo cuando se ofrecen otros sustitutos de esa emoción básicamente narcisista.
Un saludo,
J.L.Gómez Toré
He disfrutado mucho leyendo este texto. No es fácil que alguien mencione la humildad, y me parece un recordatorio necesario. Saludos.
Muy lúcido. Lo he disfrutado muchísimo.
Coincido con tu punto de vista, aunque de un tiempo a esta parte más que humildad, echo de menos en el arte honestidad.
Hay que ser honesto para crear lo que uno está impelido a crear y no lo que uno cree que debe crear; y hay que ser honesto para recrear lo que a uno se le ofrece con total libertad e independencia, sin sentirse obligado por lo que dicta el mercado.
Honestidad para admitir sin temor que quizás, la flor que te has encontrado sobre la almohada no es más que una decepción. O que a lo mejor a ti te bastaba con el sueño...
Honestidad ante el propio placer.
Así que más que humildad, (que también), demando valentía.
Gracias por tus palabras, Paz. No puedo estar más de acuerdo con lo que dices. Y me alegra ver que esas cosas las compartimos y las decimos en este espacio. Saludos, J12
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