Bonito grupo hacíamos el otro viernes en el parque. Siete, ocho niñas jugando juntas a la comba, no muy lejos de sus padres, o de algunos de ellos. De todos, tan sólo M. y A. se acercan a lo que hace años se habría llamado una pareja normal. Allí estaba G., con quien juego al tenis dos veces por semana, francés afincado en Madrid cuya mujer, brasileña, trabaja para el gobierno de su país y vive con la hija pequeña de ambos en Brasilia (la mayor vive con él y es una de las mejores amigas de mi hija). Allí estaba Ma., cuyo marido, víctima de una terrible enfermedad degenerativa, pasa el tiempo en una silla de ruedas, atendido por un cuidador y un puñado de fármacos, a cual más agresivo. Allí estaba C., separada el pasado año, que parece haber recuperado tímidamente la sonrisa después de un invierno difícil. Y allí estábamos N. y yo, separados hace cinco años, pero capaces aún de hablarnos con simpatía, con el afecto que pese a todo nos tenemos.
Allí estábamos todos, reunidos un poco por azar, dejando pasar el final de la tarde. Risas, bromas, conversaciones generosas y espontáneas por encima de estas pequeñas o grandes fracturas vitales. Y las niñas jugando a la comba, ajenas a todo. Una estampa de presunta normalidad que apenas hacía sospechar lo que hay debajo. Una forma de hacer vida desde la impureza literal de la vida, desde sus limitaciones y continuos fracasos. Compartía las bromas e iba pensando, por dentro, en las circunstancias peculiares de cada uno, el cuidado más o menos instintivo con que tratamos de llegar a la noche, los deberes hechos, la sangre en su sitio… Y pensaba también en esos días, tan frecuentes para todos nosotros, en que cada hora que pasa es un giro de la comba que nos hace saltar, que nos obliga a pensar sobre la marcha en el próximo salto (aunque, a diferencia de las niñas, la voz que nos anima y que pauta los saltos es la nuestra). Fueron sólo treinta o cuarenta minutos, pero todo el fin de semana se ha desplegado un poco a su luz, como un eco o reverbero de lo que pensé entonces. Un pensamiento testarudo, que llevaba su propia emoción a cuestas.
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2 comentarios:
Bella y melancólica estampa, Hermano Mío... Te imagino en el parque por el que hemos paseado juntos, sonriendo con tu amabilidad cálida y, a la vez, abriendo la cáscara de la realidad para tocar allá abajo la almendra amarga, en este caso, de la vida. Ay, la comba que una y otra gira y gira y gira... Abrazos.
Volveremos por esos territorios muy pronto, caro fratello. Abrazo grande, j12
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