Venecia: la zona norte de la ciudad –extraño refugio de todos sus aspectos negros–, donde apenas nadie se aventura, siendo el Puente de los Suspiros el único afectado por la emoción oficial del turista. La sombra fría, nórdica, cortante, que cae desde el inicio de la tarde sobre los Fondamente Nuove... sus aguas de un gris tórtola cercadas por el muro de un camposanto. No muy lejos, en un frío y pequeño canal, un depósito de góndolas fúnebres, helado y grotesco a un tiempo, como la flota de la casa Borniol junto al muelle de la Estigia. El Ghetto Nuovo: sus ventanas como ojos cansados, sus fachadas hurañas sudando no sé qué olor a miedo enmohecido y ruinoso que hace pensar en Shylock y en el pueblo apestado de Nosferatu: esperamos ver ratas de un momento a otro. Por último, al final de un promontorio de los Fondamente, muy aislada al borde mismo del agua por un enorme jardín (¡en Venecia!), aquella seductora mansión encantada, aquel enigmático Casino de Espectros que B. me señalaba. Por desgracia, aquel día estaba siendo reparado tras una pantalla de andamios.
Julien Gracq, Lettrines I, Librairie José Corti, París, 1988 (1967), pp. 58-59.
Repasando esta bitácora, me doy cuenta con sorpresa de que casi no he mencionado a Julien Gracq (nacido Louis Poirier, 1910-2007); tampoco he citado ninguno de los muchos fragmentos de los libros de notas o cuadernos de campo que dio a la imprenta durante su larga ancianidad, una vez que la energía novelística o estrictamente narrativa se hubo agotado. No entiendo bien esta omisión, pues Gracq es uno de mis escritores fetiche y sus libros –en el formato inconfundible y felizmente anticuado de la editorial José Corti– nunca están muy lejos de mi mesa. Nocturna Ediciones acaba de publicar en España La península (La Presq’ile, 1970), después de acercarnos el año pasado El rey Cophetua, uno de esos libros supuestamente menores o laterales a que nos tiene acostumbrados su autor y que son, en realidad, pequeñas obras maestras. En ambos casos, la traducción de Julià de Jódar no puede calificarse sino de admirable, pues la prosa de Gracq es densa y sinuosa, llena de quicios y también asperezas, con un punto de coquetería –también de humor– que rebaja su alto voltaje literario. Inconformista y mordaz, discípulo de Breton, lector incansable de poesía que sin embargo no parece haber perpetrado verso alguno durante su casi centenaria vida, Gracq heredó el impulso heterodoxo del surrealismo para escribir en francés una de las mejores novelas del romanticismo alemán que conozco: En el castillo de Argol (1939). Luego publicó un poco de todo, pero quizá los libros suyos que prefiero (aparte de la inmensa novela que es El mar de las Sirtes) son esas misceláneas que ya he mencionado y que le permiten reflexionar a su antojo sobre libros, ciudades, escritores o paisajes, ya sean los familiares del valle del Loira (Las aguas estrechas) o los más desconocidos de un mundo por el que parece haber viajado mucho más de lo esperable. Podría hacerse, de hecho, un pequeño compendio con sus notas de viaje por España, siempre al borde mismo del tópico pero sin caer en él, capaz de torcerle el cuello al cisne del lugar común y dar a la escena una luz oblicua, sorprendente.
Los primeros libros de Gracq que leí fueron también los primeros que compré, allá por el 89-90: los dos volúmenes de sus Lettrines (el título es algo malsonante en español pero denota las capitulares tipográficas, las mismas que solían abrir los capítulos o secciones de un libro). Poco después me propuse traducir algunos de aquellos fragmentos, pero el resultado fue irregular. Mi francés era insuficiente y la prosa esquinada (y espinosa) de Gracq no dejaba de desafiarme. Hasta que un día me lié la manta a la cabeza, hundí los codos en varios diccionarios, y preparé una selección de quince o dieciséis páginas para Cuadernos Hispanoamericanos.
He decidido compartir algunos de esos viejos fragmentos de Lettrines, empezando con esta breve estampa veneciana que sólo ahora, en la era de Internet, he logrado descifrar del todo. Me refiero a esa misteriosa «flotte de Borniol» cuyo sentido exacto se me escapaba. ¿Quién podía ser Borniol? ¿Un ser oscuramente mitológico? ¿Un personaje de novela gótica? ¿Un secundario de lujo en alguna saga victoriana? Hasta que Wikipedia me ha sacado de dudas, aclarándome que Borniol es nada menos que la casa de pompas fúnebres más antigua y distinguida de Francia. Fundada en 1820 por Henri-Joseph de Borniol, fue la encargada, entre otros encargos ilustres, de organizar la repatriación del cuerpo de Isabel II a España en 1904. De las cosas que se entera uno traduciendo… o retraduciendo, como es el caso. En fin, que Gracq nos irá acompañando a partir de ahora con cierta regularidad. Aunque lo mejor, desde luego, es acercarse a sus tres novelas principales (En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes y Los ojos del bosque), editadas todas ellas por DeBolsillo.
5 comentarios:
Estupendo. No he leído nada de Gracq, pero voy a hacerlo.
No te arrepentirás... Saludos, J12
...o sí! Ja, ja...
Evocadora tu lectura veneciana de Gracq, e irresistible invitación, para un veneciano de corazón, que cumpliré en cuanto tenga ocasión.
qué bien suena Gracq entre las fantasmagorías de las Fundamente Nuove, distrito fronterizo, marca de ensueño, ...Sirtes lagunares.
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