Cambios en el nombre, en la presentación. ¿Por qué no? Hay que saber apartarse un poco de ese nombre propio que todo lo lleva a su terreno, ese nombre codicioso y tiránico que trata de suplantarnos, que nos pone a su servicio hasta reducirnos a nada. Hay que humillarlo un poco, que conozca su verdadera magnitud.
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Una nota escrita hace meses me ha dado el título para esta página. Porque así han sido, así entiendo ahora estos comentarios: sin rumbo preconcebido, arbitrarios y espontáneos como las carreras de los perros en la arena, moviéndose nerviosamente de un lado a otro, incapaces de buscar otra cosa que su propio cumplimiento, la felicidad íntima de un correr que es también juego, búsqueda de compañía, diálogo con los otros perros que comparten la playa. Esa libertad, sobre todo.
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(Gijón, diciembre de 2008.) He vuelto a ver a los perros en la playa, manchas o borrones móviles sobre el lienzo de la arena mojada. Corrían a grandes zancadas siguiendo la línea del agua o jugaban al gato y el ratón con sus dueños, buscando un palo inexistente, dando vueltas sobre sí mismos bajo la penumbra de la tarde de diciembre. Me quedé un buen rato mirándolos, hasta que en cierto momento dejé de verles, dejé de ver los animales concretos uno a uno, y pasé a percibir tan sólo un baile de formas y colores apagados, una liviana coreografía de saltos y carreras contra el ocre plateado de la orilla. La vida fue durante unos instantes ese zigzagueo impredecible, un mapa de impulsos eléctricos que sólo parecían concertarse en los ojos del observador, como si la distancia fuera también un préstamo de tiempo capaz de igualarlo todo, de nivelarlo sin resistencias. A la larga, la erosión de los años deja en nada las muescas, los salientes, los detalles característicos, y eso justamente me pareció sentir allí, aterido de frío, las manos en los bolsillos, balanceándome apenas contra la balaustrada salitrosa mientras el rumor de los coches y las voces de los paseantes se mezclaban extrañamente a mis espaldas.
Volví a ver a los perros, a distinguirlos. Incansables, inagotables. Cada uno de una raza y una forma y un color distintos, mucho más diversos que sus dueños, entregados libremente a su alegría. Llevaban en su centro una mancha palpitante, un borrón que se movía caprichoso y que dictaba sus brincos, sus carreras, sus vueltas y revueltas nerviosas sobre la arena. Vi a los perros y, al fondo, el gris emplomado de las aguas confundirse con el cielo de las seis de la tarde. Las farolas del paseo marítimo estaban encendidas y a su alrededor el gris se hacía más intenso, como formando un anillo protector. Entonces me di la vuelta y entré en estas líneas.
3 comentarios:
Sobre todo diálogo con otros perros que comparten la playa, cada uno corriendo a su manera hacia ninguna parte, con su parcela de soledad a cuestas, jadeantes, ansiosos, peregrinos. Formando, al fin, círculos concéntricos que dejan, ya al final de la tarde, huellas entrelazadas en la arena.
Sí, me parece una muy buena imagen del aquel que ejerce el oficio de la escritura.
Me gusta, me gusta.
Luis Miguel R.
Hace pocos días leía tu entrada sobre un fin de semana que pasaba entre alegres saltos de comba, y pensaba en cuando yo era niña, y la que saltaba era yo, y en qué poco me imaginaba entonces que regalaba momentos de paréntesis de vida a aquel papá, que medio entornaba los ojos para seguir a un tiempo el diario y mi integridad.
Hoy te leo sobre perros y, quizás porque la relativa distancia del mar no hace fácil que se dé esa circunstancia, me veo a mí misma, contagiada de mi perro increíblemente feliz, corriendo sin orden ni concierto, sin límites, escarbando en busca de tesoros imposibles, adivinando las olas que traerán consigo enormes saltos, y descargando esa energía de perro que acumulan como ser vivo de ciudad. A los perros, entonces, se les ve la sonrisa. Palabra.
Y es tan bonito leerte del otro lado, apreciar al que aprecia, sonreír al que mira de lejos y salta a la comba con su mirada...
Gracias.
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