Con los amigos cercanos tendemos a actuar con torpeza o a ser injustos precisamente porque los llevamos en nuestro interior, son parte de nuestra intimidad y nuestro equilibro emocional, charlamos con ellos en silencio como un elemento más de esa conversación ininterrumpida que es el flujo de la conciencia, el relato que nos hacemos de la vida en el momento de vivirla. Están a todas horas con nosotros, de tal manera que la persona física, el amigo con nombre y apellidos que desplaza su sombra por calles y paredes, queda relegado en ocasiones a un lado de la escena: tardamos en llamarle o no le llamamos; le dejamos historias por contar o le contamos con perfecta inocencia historias que podrían dolerle porque en ellas no tiene sitio o sólo uno sin importancia. No acaba de entender que para nosotros él está contenido en la historia, es decir, que es su interlocutor primero, y que el hecho de contarla de viva voz no es sino la repetición, puertas afuera, de un relato que ya tuvo lugar en nuestro interior.
Los celos, en este sentido, no pasan de ser un síntoma –el más extremo y hasta el más puro– de incertidumbre sobre el lugar que ocupamos en el pensamiento de los demás. No sabemos qué hacen o dejan de hacer nuestros avatares detrás de bambalinas, al otro lado del telón opaco de una mente, o sólo podemos saberlo por vía indirecta, y más de una vez esa oblicuidad nos engaña o nos perturba con datos falsos, incompletos, sospechas que no terminan de confirmarse, puertas entornadas que apenas nos atrevemos a abrir por completo. ¿De verdad queremos saberlo? Por alguna razón, persistimos en la incertidumbre o tomamos los rodeos más extravagantes para retrasar la verdad, como si los celos fueron un signo certero, la prueba definitiva de la amistad. (A veces, desde luego, tienen la virtud de dar sabor a una relación, igual que una especia algo picante, pero no sé si el riesgo vale la pena.)
La amistad se alimenta de la intensidad con que hayamos asimilado la voy y la presencia del amigo. Pero una excesiva absorción en la imagen que hemos creado en nuestro interior puede ponerla en peligro. Una y otra vez hay que buscar un acuerdo entre las dos versiones, dentro y fuera, la memoria y el presente. Vivir en la tensión entre esas dos figuras que se entrecruzan sin solaparse por entero.
HÁBITOS DE SENECTUD
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*Palabras en vuelo*
Fotografía
*de*
*Adela Sánchez Santana*
MEDIANOCHE
Mi cuerpo envejecía indiferente
y adquirió el hábito de la senectud.
Sentaba su c...
Hace 3 horas
4 comentarios:
Justo. Un amigo mío, de los buenos, suele decir que los amigos se dejan porque se tienen seguro. Es una buena manera de pensar, pero falla en que el dejamiento excesivo lastra la continuidad del encanto, del deslumbramiento de la amistad, que lo tiene al modo en que el enamoramiento establece también sus coartadas, sus ámbitos de trabajo, su manera de proceder, de decir y de desdecirse casi siempre más tarde. Saludos, Jordi.
No sé si llamar a eso (a lo que cuentas en tu primer párrafo) "amistad" o "el recuerdo de la sombra de lo que hubo".
Tampoco sé de qué se alimenta la amistad. Pero, si se habla de la memoria y el presente, ¿no se estará queriendo decir que el presente es, o está, más deslavazado que lo que unió en el pasado?
Pregunto, nada más.
Desgraciadamente, no todos nuestros amigos íntimos están al alcance de un café, o de una charla en vivo y en directo. La vida nos va llevando por ciudades distintas, lejanías más o menos soportables, y hacemos cuanto podemos para salvarlas o anularlas. El párrafo final lo dice claramente, claro: hay que ser fiel al presente de las cosas, o mejor: vivir en el presente y renovar los sentimientos y los vínculos a cada instante. Abrazo, J12
Eso es cierto: a veces habitan en otras ciudades, o en otros países (por ahora, los míos, sólo en otras ciudades: volvieron).
Al final, se cuenta lo importante. No se está en el día a día: se les ve crecer de lejos. Es una ausencia, como tantas otras.
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