domingo, junio 28, 2009

función


Han instalado un teatrillo infantil en la calle, un puesto de maderas baqueteadas por el tiempo y mil usos previos, con pocos adornos y dos altavoces negros que custodian el escenario como colosos. Según un par de banderines colgados de las acacias, se trata de un invento de la junta del barrio para entretener a los niños. Y sí, hay niños en la acera, escuchando la música y esperando con obediencia que empiece el espectáculo. Algunos están sentados en corro, otros aguardan de la mano de sus padres, a los que se ve algo molestos o desconcertados por esta novedad de pacotilla que interrumpe su rutina de domingo. Detrás de la escena, entre el telón y la hilera de coches que bordea el bulevar, descansan dos muchachos, los responsables del teatrillo. Parecen tomarse su tiempo, estar ahí para cumplir con algún tedioso capricho municipal. Llevan la cara pintada de blanco, sombreros de copa alta, exagerados, y chalecos negros sobre camisetas blancas ajustadas, como el Bob Dylan de la Rolling Thunder Review, aunque lo único atronador aquí es la música de los altavoces. Todo es irreal de puro incongruente, con aires de broma, y me pregunto si los payasos saldrán pronto o dejarán más bien que los niños se dispersen, hartos de esperar.

En realidad, son unos maestros del timing. Y toda su presunta lasitud desaparece cuando bajan el volumen de la música, descorren el telón, se incorporan sobre la precaria tarima y comienzan a caminar de un lado a otro sin dejar de hablar a los niños. Por alguna razón, en un minuto consiguen que todos los niños respondan en coro a sus preguntas y les rían las gracias. No hay nada especial en su actuación, o al menos yo no lo percibo, atento más bien a los semblantes de la concurrencia, pero el efecto es el de siempre: atención y confianza, entrega y complicidad. Hacen la parodia de un mimo, sacan unos títeres, echan mano de unos juegos malabares, y listo. Me esperaba un espectáculo de esos que hacen salir corriendo, de pura vergüenza ajena, y me encuentro con algo muy digno que a los niños, además, parece gustarles. Los payasos no pasan de los veintitantos, son altos y de rasgos fuertes y marcados por el maquillaje, pero en la tarima logran mostrarse próximos, sin impostura. Lo único que me molesta es el equipo de megafonía, escuchar sus voces magnificadas por el micrófono, lo que además no concuerda con la modestia de la puesta en escena. Aunque a los niños esta distancia del micrófono no parece importarles: siguen con sus risas tímidas y sus ojos fijos en el tablado.

Me he alejado del teatrillo -la función no había terminado aún- pensando que todo lo que parecía hecho para salir mal ha salido bien, mejor que bien incluso. Lo he pensado con extrañeza, como si hubiera dado con una excepción a una norma interna, de mi propiedad. Se ve que uno sigue pensando que todo lo que tenga un aire amateur corre el riesgo de fracasar, de ahí que tienda a blindar exageradamente todo lo que hago con un sólido aire de profesional. Algo podría aprender de estos payasos, supongo, aunque sospecho también que es tarde para corregir de verdad ningún error profundo de nuestra persona. Aprender naturalidad, confianza en la bondad tácita de lo que hacemos, esa curiosa mezcla de cuidado y distracción sólo aparente, de paciencia y atención, que parecen haber manejado todos los creadores que uno realmente admira. Y no esta ansiedad que es el primer síntoma, el más evidente, de que no terminamos de creernos nuestras propias obras. Y si nosotros no nos las creemos, ¿quién lo hará por nosotros?

   

1 comentario:

Mario Jurado dijo...

Me gusta mucho tu reflexión del parrafo final, Jordi: qué necesaria, qué certera. Me parece tan básica, tan unida al afán de crear cualquier cosa, que
me extraña que ninguno de tus lectores la haya comentado.

Yo, gracias a que estoy pillando la linea de un vecino -no sé cómo, magia potagia- me estoy poniendo al día con tus escritos electrónicos. Un saludo

Mario Juraado