Sentado en el borde de la silla, escuchaba las evasivas del subdirector como si no fueran con él. Estaba claro que allí no le querían, que la sesión había terminado y debía asumir su fracaso, pero él se demoraba, buscaba cualquier forma de prolongar la cita y salir a la calle con otra respuesta. El subdirector le miraba con impaciencia mal encubierta, balbuciendo palabras sueltas que sin ser tajantes le hicieran levantarse. Parecían detenidos como para un retrato, una especie de moderna
rendición de Breda en la que, sin embargo, el rostro de la dignidad hubiera cambiado: ya no era un general entregando con estudiada cortesía las llaves de su ciudad, sino un hombre obligado por sus miedos, fusionado con ellos pero que no ha perdido la esperanza ni la necesidad moral de perder con elegancia. Tampoco la rabia: si estos prestamistas han de ganar, parecía decirse, que no sea con mi ayuda
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