Tuve la suerte de descubrir la poesía de
Rafael Cadenas a la vez que su persona, o mejor dicho: su voz, su presencia.
Fue en Londres, hace casi veinte años, en un pequeño encuentro de poetas de
lengua española organizado por la Universidad de Westminster. Recuerdo que su
lectura vino precedida por el recital caudaloso y enfático de un poeta ecuatoriano
del que solo recuerdo su homenaje inaugural a la figura de Bolívar y su
aversión manifiesta a dejar el estrado. El contraste no podía ser más vivo:
Cadenas se plantó delante del micrófono y procedió a leer con laconismo, en voz
que parecía más baja y más titubeante de lo que era en realidad, algunos de los
poemas que había dado a conocer años antes –en 1992– con el título de Gestiones. Fue una revelación. Poco
después, leyendo sus «Anotaciones», reconocí de inmediato al poeta de aquella tarde londinense: «Casi siempre al ponerme a escribir, balbuceo; eso es mi literatura
últimamente, y no me siento mal en el seno de esta pobreza». O lo que es lo mismo, dicho a modo de sentencia: «El poeta moderno habla desde la inseguridad». Más que inseguridad, lo que uno percibía en aquel poeta era
malestar, un cierto desagrado. Y lo curioso y paradójico de ese malestar es que
resultaba persuasivo justamente porque no era consciente de serlo. Uno se veía
envuelto de pronto en un clima hecho a partes iguales de contención y
reticencia, de humildad y candor. La voz y la presencia eran de una pieza, tal
para cual, y decían palabras con dificultad, como venciendo una gran
resistencia interna. Podría decirse, exagerando un poco, que Cadenas se hizo
oír por el difícil método de hacerse casi inaudible.
Durante un tiempo hube de conformarme con
la docena de poemas suyos que se incluían en un cuaderno no venal impreso con
motivo de la lectura. Poemas que leí y releí hasta sabérmelos de memoria. Uno o
dos años más tarde, la antología editada por Ana Nuño en Visor (2000) confirmó aquella impresión
primera. El acceso a una selección amplia y ordenada de esta obra me permitió
profundizar en la comprensión de un trabajo literario cuya trascendencia reside
precisamente en que se sitúa, o quiere situarse, fuera del espacio de lo meramente
literario. Quiero decir: de lo literario como técnica y oficio de expertos, de especialistas;
de lo literario como un campo de las bellas artes que se puede dominar o
explotar. La poesía, para Cadenas, tiene que ver con la vida. Y más específicamente:
con la búsqueda afanosa, incansable, de un suelo sapiencial que permita salvar la
brecha que las palabras y la conciencia han abierto en nuestra relación con la
vida. Cadenas pertenece, así pues, a la rara estirpe de los poetas moralistas. Rara
en sentido literal, pues no abunda en nuestra tradición, tan dada hasta hace bien
poco al exhibicionismo retórico y la falacia sentimental. Pero rara también en
un sentido más hondo, pues condena al poeta a una relación espinosa, contradictoria,
conflictiva, con su herramienta principal de trabajo: las palabras. Y es que la
poesía parece presuponer de suyo –está en su naturaleza, por así decirlo– una
visión idolátrica del lenguaje, una deificación de las palabras. Pero no puede
quedarse ahí si quiere ser algo más que un objeto bello, si quiere y tiene algo
que decir sobre la vida. El poeta en el sentido encarnado por Cadenas ama la
poesía, se ha educado en ella, guarda con las palabras una relación apasionada
que sigue deparando instantes de iluminación, de intensidad lúcida, pero sospecha
asimismo que las verdades de la sabiduría verdadera, la que hace habitable el
mundo y deseable la existencia, ni se dicen del todo con palabras ni pueden
atraparse con esos artefactos
verbales que llamamos poemas. ¿Cómo podrían decirse con palabras, si ellas son justamente
fruto y testimonio de la escisión primera, si son el idioma de esa conciencia
de nosotros que nos convierte en espectadores y vigilantes de nuestra propia
vida?
Esta condición centáurica del poeta
moralista es la fuente de su malestar, de ese disgusto íntimo que uno percibía
en aquella vieja lectura londinense. Y es un disgusto que Cadenas ha razonado impecablemente
en sus ensayos y aforismos. Una prosa crítica, por lo demás, que a menudo ha
tomado la forma del fragmento y la anotación, avecindándose así a la poesía, a
los ritmos y texturas del habla personal que sustenta su poesía. Y es que ahí
precisamente, en el apego al habla, en la gestualidad del enunciado, es por
donde Cadenas encontró la salida a su impasse. Como ha escrito él mismo, «me interesa más expresarme que componer, y uno puede expresarse en
tantas formas». La poesía es el testimonio de un decir difícil, a duras penas,
de un hablar que se cumple muy cerca de la boca y los pulmones. «En cuanto a hablar, je suis
si lent. Mis pausas son largas, imposibles para los rápidos». Regreso a ese musitar en el que Cadenas cifra su escritura. Esa pobreza
deliberada. Sus poemas oscilan entre la cualidad del apunte más o menos
espontáneo, pespunteado al calor del momento, y lo que se forma por agregación,
pasivamente, lo que se gesta largo tiempo y aflora ya hecho, envuelto de sí
mismo. Decía José Ángel Valente, poeta con el que Cadenas guarda cierta
afinidad, que «en realidad, el poema no se escribe, se alumbra», y también que «la palabra poética ha de ser ante
todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su
repentina aparición» (Cómo se pinta un dragón).
Son palabras que me parecen aplicables a muchos tramos de esta poesía, con la
diferencia de que en Cadenas siempre hay un suelo cordial y un afán expresivo
que secan de raíz toda tentación fetichista. Por algo ha expresado nuestro
autor que «soy
prosa, vivo en la prosa, hablo prosa» y que «la poesía está allí, no en otra
parte». Pero es –o era– una prosa vuelta sobre sí misma, matérica, llena de
grumos y también de silencios, de cambios de sentido y cortes repentinos. Una
prosa que la tijera de la elipsis modela en forma de poema.
Sus dos libros más recientes, y en concreto
este que hoy llega a nosotros, En torno a
Basho y otros asuntos, han traído consigo un nuevo tono, más suelto, más
relajado, quizá también más optimista en cuanto a la capacidad de la poesía
para saber algo del mundo… y de quienes lo habitan. El viejo rigor alerta sigue
ahí, sobre todo en poemas que denuncian oblicua o astutamente –sin entrar a un
trapo capaz de envilecer sus propias palabras, pues sabe muy bien que «reñir ya es perder»– la degradación del lenguaje en
manos de los nuevos demagogos. Sin embargo, me parece que poemas como los
dedicados a Marco Aurelio («A un querido emperador»), Hölderlin o Anna Ajmátova habrían sido impensables hace veinte o
treinta años. En el primer caso, por su extensión y fluidez, entre el retrato y
el apunte ensayístico. Pero también, en los demás, por el modo en que el
lenguaje se ha ido aligerando y perdiendo su antigua tirantez, su densidad a
veces impenetrable. La lección de la poesía oriental, explícita en el título y
muy particularmente en el primer apartado del libro, ha sido decisiva. Una
lección bien aprendida que permite sortear la trampa del yo exhibicionista y
rasga el velo de Maia de la conciencia, de la percepción miope, demasiado
apegadas al deseo y el afán de permanencia. Algo que ya estaba latente en
aquella humildad incómoda con que el poeta leía en voz alta sus poemas y que
ahora, en este libro, se plasma en un lenguaje de rara inmediatez y
transparencia, poemas ágiles como las gotas que hace saltar la rana de Basho al
zambullirse en el estanque y en los que Cadenas, por si fuera poco, nos revela
una veta de humor insospechada con que soportar estoicamente el zumbido de las
moscas idiotas del poder. Un balbuceo, en efecto. Pero acompañado por la
sonrisa de la reconciliación.
[escrito para el homenaje a Rafael Cadenas celebrado en Casa de América
el 30/5/2016 con motivo de la publicación en Pre-Textos de En torno a Basho y otros asuntos].