viernes, enero 31, 2020

convalecencia


Envuelto finalmente por el sueño, he cerrado los ojos y he dejado el libro abierto sobre el vientre. Hacía años que no sentía el peso del papel en el cuerpo. Siempre dejo la lectura a un lado, en el sofá o en la mesita de noche. Esta vez he sentido con sorpresa –casi un sobresalto– el alivio protector del libro, su tibieza. Y me he puesto a dormir con perfecta placidez.

lunes, enero 27, 2020

hablo por nosotros





algunas notas sobre la traducción de poesía

Que la traducción es creación, así, sin más explicaciones ni apostillas, es algo que no recuerdo haber puesto en duda jamás, ni siquiera en las etapas iniciales de mi aprendizaje literario y específicamente poético, hará unos treinta años. Me parecía evidente... como lo era, al menos a mis ojos, la diferencia entre una traducción, digamos, más o menos didáctica, informativa o pegada a la literalidad del original, y otra capaz de preservar buena parte de sus valores formales, principalmente rítmicos, pero también asociados al tono, el fluir de la sintaxis, la tensión de la elipsis, ese aliento misterioso pero real –«quien lo probó lo sabe»– que infunde vida colectiva a palabras que hasta ese momento habían vivido aparte, sin tratarse. Ser un lector inexperto no me impedía distinguir una clase de traducción de otra y sentirme frustrado e incluso irritado cuando el texto no respondía al contacto de la lectura; cuando quedaba ahí, inerte, amorfo, sobre la página. Me veo rehaciendo una y otra vez las traducciones ajenas que ni el oído ni la intuición daban por válidas, hasta cuando no conocía el idioma de partida. Y entiendo ahora que ese atrevimiento, que era una consecuencia de mis ganas de aprender, surgía también de una percepción aguda de la materialidad y el carácter orgánico del poema, de su condición de cosa viva. No sé muy bien el origen de este convencimiento mío; quizá venía de serie o se activó tan pronto empecé a leer poesía con atención. Lo cierto es que todas mis lecturas críticas posteriores, de Coleridge a Valente pasando por Pound u Octavio Paz, no han hecho sino confirmarlo. Pero vayamos por partes.


Crecí, entre otras, a la sombra de aquella mítica colección amarilla de Ediciones Júcar que se llamaba «Los poetas» (que la editorial tuviera su sede en Gijón no es un dato trivial), y su catálogo, irregular y algo atrabiliario, hecho de libros de muy diversa procedencia, era un repertorio ilustrativo de las muchas vías por las que llegamos a la literatura. Quizá recuerden que cada título de aquella colección, fuera de alguna antología, estaba dedicado a un poeta canónico y que consistía en un estudio preliminar y una selección de poemas, pero ahí se acababan las semejanzas: algunos títulos eran traducciones de trabajos extranjeros, principalmente franceses, a los que se añadía una antología realizada manu militari por algún colaborador de la editorial; otros eran estudios académicos muy correctos que solían optar por una traducción más bien chata o incluso prosificada de la poesía; y otros, en fin, eran trabajos genuinamente literarios, propuestas críticas para las cuales la versión de los poemas era tanto o más importante que el estudio preliminar, pues ahí estaba el meollo del asunto, la prueba del algodón que verificaba la validez del conjunto. Recuerdo, en este último apartado, libros que fueron importantes en mi formación: el Odysseas Elytis de José Antonio Moreno Jurado, el Eugenio Montale de Joaquín Arce, el Gottfried Benn de José Manuel López de Abiada, el Mallarmé de Pilar Gómez Bedate... O, por mencionar un libro de naturaleza algo distinta, la monumental Antología de la poesía portuguesa contemporánea en dos tomos de Ángel Crespo. (Todos ellos autores, por cierto, y no me parece fortuito, que vivían o habían pasado largas temporadas en el extranjero). Estos títulos sobresalían visiblemente del resto y eran un ejemplo, a finales de los años setenta o principios de los ochenta del siglo pasado, de cómo podían hacerse las cosas. Cuando el propio Crespo escribe, en el prólogo de su libro Las cenizas de la flor, publicado en 1987, que «no sería de desear que se escribiese sobre poesía prescindiendo […] de ese instrumental crítico de carácter universitario que tantas cuestiones puede aclarar y tantas dudas resolver, si bien me [doy] cuenta del riesgo, que efectivamente se corre, de que dichos instrumentos de estudio se conviertan en un fin, en lugar de ser sólo un medio», está haciendo referencia a ciertas formas extremas de academicismo poco sensibles a los valores formales o estéticos del texto, algo de lo que yo mismo era testigo (y víctima) en aquellos mismos años en algunas aulas universitarias.


Ahora me parece evidente lo que entonces veía de manera confusa, y es que detrás de aquel interés primerizo por la poesía extranjera y la traducción alentaba el bilingüismo de mi niñez (soy hijo de madre francesa), y que gran parte de mis lecturas críticas buscaban iluminar ese espacio de confluencia entre dos lenguas y dos tradiciones que se abre en toda traducción literaria. Como Freud en la célebre frase de su epistolario que Lawrence Durrell puso al frente de Justine («Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema»), me di cuenta de que en el acto de traducción de un poema participan al menos cuatro elementos, y que los idiomas de partida y de llegada eran menos determinantes que las lenguas poéticas respectivas, el modo en que cuajaban y se formalizaban. Conforme avanzaba en mis estudios y descubría el territorio vastísimo y opulento de la poesía en lengua inglesa, más visible se me hacía el carácter histórico de los códigos literarios, el modo en que una lengua poética va sedimentando y condicionando las respuestas de cada cual a la herencia recibida. Mis lecturas de poesía española, francesa y angloamericana parecían discurrir por ramales divergentes, o que solo se tocaban muy de vez en cuando, gracias al esfuerzo de figuras literalmente excéntricas. Tuve entonces la intuición –el germen– que fructificaría años después en mi tesis doctoral y que encontró apoyo en formulaciones críticas de Yves Bonnefoy y de Paul Auster (el Auster crítico y poeta de la década de 1970, anterior a su fama como narrador): si Bonnefoy comparaba la lengua de la poesía contemporánea francesa a una esfera autosuficiente, algo rarificada, y la contraponía al espejo más narrativo –algo esthendaliano– de cierta poesía angloamericana, Auster notaba en mucha de la poesía francesa de su tiempo un grado de sutileza y transparencia verbales (de elegancia y fluidez polisilábica) que parecía disolverse en el afán de concreción de la tradición anglo, en sus ritmos abruptos y monosilábicos, en su predilección por el cuento y el detalle, lo grávido y material.

Estoy generalizando de manera grosera. Pero mi experiencia como lector de poetas tan diversos como Coleridge, Browning, Robert Frost, Eliot, Sylvia Plath o Charles Tomlinson confirmaba que las vetas germánica y escandinava del inglés habían aflorado al idioma poético desde el pozo artesiano del habla popular hasta hacerse con él y condicionar su evolución histórica. En cambio, la lengua poética española había creado en grandes tramos de su historia una distinción artificiosa –a veces en un mismo autor– entre lo popular y lo culto, dejándose hacer en mayor medida que la inglesa por los modelos latinizantes de la tradición petrarquista italiana y la simbolista francesa. La lengua misma, qué duda cabe, había influido en la configuración del código literario; pero a su vez esos códigos habían cobrado vida propia para evolucionar, en cada caso, por ramales casi divergentes.

Estas ideas configuraban un marco propicio de estudio y exploración, pero no convenía llevarlas demasiado lejos. El carácter histórico de la lengua poética podía ser una fuerza centrífuga, pero debía contender con la fuerza centrípeta del internacionalismo de la modernidad y los ismos vanguardistas. Esa lucha entre la fuerza de arrastre de la historia y el afán utópico de la modernidad ha tenido resultados muy diversos y no siempre previsibles: pensemos, por ejemplo, en la debilidad del surrealismo en lengua inglesa, su incapacidad para implantarse más allá del eco tardío que tuvo en algunos poetas norteamericanos de la era Kennedy; o en las dificultades que sigue teniendo la poesía española para dar cuenta veraz, aún hoy, de los grumos y texturas narrativas de un Robert Frost o un Ted Hughes.


A veces, con todo, sucede lo imprevisto, el milagro. Recuerdo, por ejemplo, una antología publicada por Pamiela en 1991, Siete poetas norteamericanas actuales, en la que Rosa Lentini y Susan Schreibman reunieron un puñado de versiones de la obra de Denise Levertov, Linda Pastan, Adrienne Rich o Carolyn Forché, entre otras. Creo no ser el único para quien esta antología resultó ser una lectura fundacional: lo personal y lo político, lo íntimo y lo colectivo, el impulso figurativo y el expresionismo onírico, los ritmos de la prosa y la atracción del fragmento, todo se anudaba en estas páginas de una manera que resultaba insólita en la España de entonces, en un momento además en que las lecturas críticas del feminismo se ignoraban por el sencillo expediente de darlas por superadas, como si nunca hubieran escapado de la burbuja contracultural en la que surgieron inicialmente.

Recuerdo también, en un sentido sin duda muy distinto, el descubrimiento de las versiones de Antonio Machado que el poeta inglés Charles Tomlinson –con la ayuda del lingüista Henry Gifford– hizo tempranamente. Reunidas en 1963 en un fino volumen titulado Castilian Ilexes, su trabajo sigue siendo uno de los grandes ejemplos de traducción poética del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías y las visiones paisajísticas de Machado con el verso escalonado o «3-ply verse» de William Carlos Williams, ese metro saltarín hecho de tres peldaños variables que aligera el poema de barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la que mirar más de cerca el mundo.

La estrategia de Tomlinson es arriesgada, pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poem of a Day» («Poema de un día»): la rima desaparece y permite desliar los versos, desanudarlos sobre la página en forma de escalones que van y vienen imitando el ir y venir de la percepción, el curso sincopado del pensamiento. Se preserva así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado, en estas viejas versiones de Tomlinson –tienen ya 55 años largos–, es el mismo y distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar y de hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.

Tomlinson pertenece a ese gremio de poetas-traductores que han dibujado con el tiempo una constelación de modelos o guías ejemplares: Pound, Ben Belitt, Robert Bly, el último Ted Hughes, Yves Bonnefoy o, en nuestro idioma, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, el Jaime García Terrés de Baile de máscaras, Manuel Álvarez Ortega, Clara Janés, Mirta Rosenberg, Circe Maia o Ángel Crespo, del que nunca he olvidado un aforismo que habla mucho de su lucidez conceptual y su vocación de servicio: «Dedicar un día a nuestra propia obra y una semana a la de los demás, que no es obra ajena». Como buen aforismo, es una exageración y hay que leerlo entre comillas, pero no es mala divisa en estos tiempos de exhibicionismo y baja tensión crítica. Esa aclaración final: «que no es obra ajena», viene a poner el dedo justamente sobre la cuestión de la autoría, un tema complejo sobre el que, sin embargo, vale la pena aventurar alguna hipótesis, por esquemática que sea.


Me parece productivo concebir la traducción literaria, o en este caso la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro, una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. Puedo decir sin temor a exagerar que, al enfrentarme a poetas tan dispares como Auden, Ted Hughes, Charles Simic, o el propio Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, con una respiración que es a la vez propia y ajena.

En este esfuerzo me ha venido bien un consejo que recibí hace años de un amigo actor, quien me dijo que una buena caracterización dependía muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad. Y, como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original.

Se trata de un esfuerzo imaginativo que no es tanto una transformación del yo como el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. Así el humor negro de Simic, por ejemplo, su ironía teñida de rasgos surrealistas, góticos. Así la urbanidad elegante de Auden, su gusto por el aparte digresivo y ensayístico, su coquetería. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser.


Publicado originalmente en la revista de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX) El Espejo, núm. 11 (2019), págs. 7-16. Gracias a Antonio Reseco por su amable invitación.



domingo, enero 19, 2020

poema





Detrás de la ventana
el patio mide sus silencios.
La mesilla de noche
y su carga dispar
–las gafas de leer, el libro, el móvil–
es un pulmón que se apacigua
y moja nervios
y celdillas
en la tinta basal de la renuncia.
Doblar las alas
y recogerse:
así la comprensión del nadador
que guarda bien su ropa,
la querencia del pájaro.
El invierno da fruto al despertarse.

viernes, enero 10, 2020

la farola


Es una pendiente suave en la trasera del parque. Una escalera ociosa que casi nadie frecuenta a estas horas del anochecer y que lleva hasta la calle –más bien carretera, por la velocidad con que algunos coches pasan por ella– de la Rosaleda. Hay dos farolas, dispuestas a grandes intervalos, que solo alcanzan a iluminar el círculo de empedrado que hay a sus pies. El resto, vegetación y oscuridad. Quiero pensar que estas farolas permanecen alumbradas toda la noche, aunque solo sea para acompañar remotamente a los dos o tres travestis que dentro de unas horas andarán paseando y ofreciéndose por el arcén. Desde aquí arriba, la farola más cercana luce solitaria, casi huérfana, y parece extraño que alguien quiera pasear por la negrura que la rodea. Pero de pronto surge un golden robusto, con la mueca bonachona de su raza, y detrás su dueña, una mujer de pelo corto que sube con esfuerzo y evita nuestro mirar. Sigue el rumor del tráfico, su parpadeo autista. Ahí echamos los ojos, como si estuviéramos al pairo y hubiera que entretener la espera. Y algo de eso hay.

Una farola que alumbra lo justo, que pocos agradecen y que brilla lejos de los caminos principales. Una farola que se enciende puntualmente cada tarde. Una luz para nadie, casi para nada, y que solo echamos de menos cuando se funde o no está. ¿Una imagen de la poesía?

lunes, enero 06, 2020

la ignorancia luminosa





En un escrito reciente sobre su disco I Trawl the Megahertz, mi admirado Paddy McAloon recuerda cómo «en la era anterior a Internet, no siempre podíamos encontrar, o costearnos, mucha de la música sobre la que leíamos, [pero] teníamos tiempo de sobra para imaginar cómo sonaba o debía sonar. Curiosamente, de este modo era posible sentirse inspirado por música que uno en realidad no había escuchado. Se trata de una idea que aún me agrada». Y es así, desde luego. Mi yo adolescente lo supo muy pronto, cuando pudo comparar las páginas que Ramón de España dedicaba a Eno en su biografía de Roxy Music con la experiencia misma de escuchar los discos, que siempre eran bastante más o menos de lo que esperaba. No digamos ya cuando empecé a adentrarme en el mundo del free jazz y otras lindezas. Lo curioso es que leía –y sigo leyendo– mucha crítica: me encanta saber lo que otros construyen desde la obra ajena. En realidad, me basta con que estén bien escritas o sostengan el vuelo de la imaginación. Que a menudo no casen con mi experiencia de la obra me importa poco.

Por lo demás, la idea de McAloon podría extenderse fácilmente a otras artes, y de modo muy particular a la poesía: de cuántos poetas latinoamericanos oyó hablar uno que no conocía, o no había leído apenas, y cómo a través de las descripciones de terceros nos íbamos haciendo una imagen, siempre brumosa o aproximada, tal vez, pero capaz de nutrir una admiración razonable. Cuando por fin lográbamos leer media docena de poemas, el desconcierto nos impedía valorar el mérito real de la propuesta. Había que amansar los prejuicios iniciales, por favorables o exaltados que fueran, para entender cabalmente lo que allí ocurría.

Por no hablar de las traducciones: hay poetas, en verdad, que uno ha leído con más fe que convicción. Uno miraba el logo de la editorial o el nombre del traductor y pensaba: si usted lo dice… Era una lectura hipotética, por aproximación. Nos decíamos: el poema real está aquí, detrás o delante de la imagen desenfocada de la página. Y luego esa grieta, ese decalage, nos permitía justamente imaginarnos a un poeta más cierto o sugestivo que el del libro. Lo recreábamos, vaya, y de ahí surgían sentidos imprevistos, que ni estaban en el original ni nosotros habríamos sido capaces de convocar sin ayuda. Un poeta, en fin, podía ser un poema o un puñado de versos memorables: el fervor que dedicábamos a esos fragmentos compensaba de sobra nuestra incomprensión del resto.

De todo esto nos íbamos alimentando, y la ignorancia y la imposibilidad de acceder a ciertas experiencias culturales ampliaba sensiblemente nuestro campo de actuación. Paradójico, quizá, pero real… iba a decir como la vida misma, pero nuestra vida misma nos parecía irreal, o asunto menor, comparada con todo aquello que desconocíamos y que sin embargo nos tentaba, nos atraía fatalmente, por estar fuera de nuestro alcance (bueno, estaba ahí, pero no siempre y desde luego no de manera simultánea, porque había un límite claro de tiempo, de dinero, incluso de energía…). Lo dice de nuevo McAloon en ese mismo escrito cuando habla del «espíritu atrevido de mi juventud, cuando la música parecía misteriosa, y nueva, y llena de posibilidades». Esa riqueza de posibilidades es tal vez lo que uno más echa en falta de aquel tiempo. Digamos también apertura, hospitalidad activa, ese adelantarse al acontecimiento o ir a su encuentro para teñirlo de los deseos y las expectativas de uno. Y sí: «se trata de una idea que aún me agrada».