jueves, abril 30, 2020

cuaderno del encierro / 32

jueves, 30 de abril

Toda la tarde el parque estuvo envuelto en una nube traslúcida que iba y venía con el viento y esfumaba los contornos de los árboles. Pensábamos que podía ser polvo de las obras de la calle Bailén, pero luego se me ocurrió que debía ser polen, el mismo polen de pino que recuerdo esparcirse en nuestro balcón hace semanas. Pero esta vez menos verdoso, más fino y tamizado, como si quisiera anunciar el temblor reseco del verano. Luego pasaba una nube y la hora se enfriaba con barruntos de tormenta. Sol y sombra, una vez más. Y así toda la tarde. La primavera la sangre altera, sí, pero empezando por la suya propia.


La luz dura un poco más cada día, y ahora los vencejos llegan al patio cuando la ronda de aplausos ha acabado. Casi parece que son los aplausos los que hacen de reclamo, convocándolos. Aplausos, por cierto, que han estado bajo sospecha estos días, primero por quienes preferían aporrear cacerolas en señal de protesta y luego por los que dudaron o se retrajeron al ver que el homenaje de los primeros días se había convertido en otra cosa, tampoco estaba claro qué. Yo mismo, después de ver las cifras diarias de muertos, me sentía incómodo al ver grupos de vecinos bailando al son de la música y profiriendo vivas (me temo que mi natural misántropo o poco gregario ha vuelto por sus fueros). Está bien, supongo, que las oraciones de otro tiempo se hayan convertido en ovaciones, pero empiezo a echar de menos un recuerdo específico a los muertos, algo que los evoque o los haga presentes. Un reconocimiento del dolor colectivo, en fin. Todo indica que el viejo minuto de silencio ha caído en desgracia, pero a nadie se le ocurren alternativas. Así que los vencejos se han convertido en mi forma personal de recordarlos. Ese vuelo voraz que limpia el aire y lo prepara para la noche es mi celebración particular, como si en ellos se mantuviera el espíritu de los ausentes. Una tontería, lo sé. Pero más discreta y quizá más fértil, si se me permite el atrevimiento, que radiar «Resistiré» o «Que viva España» al alto la lleva.


Otra tontería, esta vez en forma de confesión: pocas cosas he echado más de menos esta cuarentena que ir a Correos para enviar o recoger libros. Pasados los envíos que llegaron con retraso la primera semana, el buzón casi no ha tenido visitas. Y mi vieja costumbre de enviar ejemplares duplicados o números antiguos de revistas a los amigos se vio frustrada desde el primer día. Es verdad que la oficina de Martín de los Heros abre unas pocas horas cada mañana, pero la cola dilatada que se forma ante su puerta es disuasoria. Además, no recibo nada, así que nada puedo reenviar. La cadena se ha roto. Y recomponerla nos va a llevar al menos tanto tiempo como el que necesitó Miguel Strogoff para plantarse en Irkoutsk.


Charlan en voz alta a la distancia estipulada de dos metros. Sudaderas con capucha, mascarillas con válvula, zapatillas deportivas, piernas abiertas y mentón en ristre. Llevan a los perros atados muy corto: un bull terrier inmaculado y otro que no reconozco, pero que parece también una variedad de pitbull. Perros chatos, robustos, que esperan aburridos sobre la acera. Uno de los dueños me es familiar: creo que es el mismo que hace días, el sábado, me bufó con desdén por llevar un ejemplar de El País bajo el brazo. La charla crece en decibelios y calor chulesco: algo con la policía que no termino de captar. Como Layla tiene miedo de los pitbulls, damos un pequeño rodeo para evitarlos, pero así también las voces me llegan mejor, más claras. Hablan de los gitanos que están acampados más abajo, en el cruce de San Vicente con Bailén (ahora en obras), y de la negativa de los agentes a intervenir. El dueño del bull terrier está ofendido y hasta agraviado por la indiferencia policial y exige mano dura. Hay que sacarlos de ahí a hostias. El otro, más cauto, le da la razón, pero trata de pensar bien y exculpar a la autoridad. No debe ser fácil. A ver luego qué haces con ellos, dónde los metes. Conversación, ya se ve, de buenos vecinos que pasan el rato antes de volver a casa. Pero yo de ellos tendría paciencia: si la tribu de gitanos sigue instalada junto al polvo y el estruendo de unas obras que muchas veces oigo desde casa –y así está el asunto desde el otoño pasado, salvo por el parón de principios de abril–, es que nada ni nadie los sacará de ahí.

lunes, abril 27, 2020

cuaderno del encierro / 31

lunes, 27 de abril

Ayer fue el gran día, por fin. Ayer salían los niños, y hasta Layla se dio cuenta y paseó con más cautela, si cabe. Íbamos atentos y buscábamos zonas donde no pudiéramos molestar. La mañana tenía sus protagonistas y había que dejar que disfrutaran sin inquietud. Algún pequeño quiso acercarse a la perra para acariciarla, pero Layla es miedosa y se aparta con rapidez de galgo. No vi policía esta vez, pero en las crónicas de los periódicos se dice que algunos andaban de paisano, disimulados entre la gente. Cualquiera sabe. Vi patinetes, bicicletas y mucha ropa de colores vivos, como quiere el tópico. Y vi padres con cara de alivio, más risueños incluso que sus hijos. Vi también una cámara de televisión y a un padre veinteañero, muy deportista, sentando cátedra con dos niños de la mano. Luego pensé que hacía bien, que para eso están los micrófonos. Eran las diez de la mañana, pero algunas de las cintas que precintaban la zona del Templo desde mediados de marzo estaban rotas y había familias paseándose con tranquilidad por el paseo empedrado. Prolongué la salida sin darme cuenta porque quería empaparme del buen ánimo reinante y escuchar algo distinto al canto de los pájaros. Me acordé de ellos, por cierto. ¿Cuánto tardarán en retraerse y volver a su vieja timidez? De vez en cuando se oía, allá por Paseo del Rey, quizá más lejos, una voz hablando confusamente por megafonía. Como esos domingos de carreras populares en los que un locutor ameniza los preparativos con música festiva y el volumen disparado. Aquí no había música, pero creo que todos entendimos que la llevábamos puesta.


Yo también aproveché el domingo para volver a la infancia. Por unas horas estuve en Mercaplana, navidad del 76 o 77, viendo películas de artes marciales y spaghetti westerns, ese mundo de cintas de acción y sucedáneos orientales al que accedíamos sin control –colarnos era nuestra forma de parecer mayores– y que dictaba luego las fantasías violentas de nuestros recreos. Pasé media tarde teletransportado a mis nueve o diez años, y todo gracias a ese flautista de Hamelín que es Tarantino en Érase una vez en Hollywood.


En relación con esos agentes de paisano: imagino que la consigna era no imponer o dar miedo con el uniforme; a cambio, los niños van teniendo, por el mismo precio, una educación en desconfianza y astucia. Hay que prepararlos para el futuro. Pienso en mis sobrinos, que pidieron volver a casa poco antes de cumplirse la hora. Eso se llama tener instinto. Su modo de interiorizar la ley y la aprensión.


Hace justo un mes escribí una lista de buenos deseos con las cosas que haría después del encierro. Era una broma, desde luego, un juego literario basado en mi gusto por las enumeraciones. Pero fue también un síntoma de ingenuidad. Está claro –se han encargado de repetírnoslo hasta el tedio– que la célebre «desescalada» será lenta, progresiva. Un viaje en modo condicional que podría ser corregido o revocado en cualquier instante si las cosas se tuercen. La vida de diario no tiene interruptores, las luces no se encienden ni apagan en un instante, como se desprendía de mi lista. Ayer fue la salida de los niños, el fin de semana que viene será la del resto, es decir, todos nosotros, jóvenes, ancianos y adultos de diverso pelaje. No conocemos todavía las condiciones, pero parece que al menos la hora de paseo se mantiene (¡aunque sin juntarnos unos con otros ni mucho menos ver a los amigos!). Nos espera, pues, una temporada de incertidumbre y negociación constante en la que habrá ejercer la paciencia, la comprensión, cierta fluidez de comportamientos. Pasar del negro de la cuarentena al blanco de la nueva normalidad nos obligará a conocer todas las gamas del gris. Pero tengo mis dudas. A los españoles, por regla general, el gris se nos indigesta. No se nos dan bien los matices, la medida. Nuestro mundo mental es el sol y sombra del ruedo, la luz oblicua de la tarde cortando en dos los tendidos. Lo dice Max Estrella con su despecho de profeta ciego: «¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo».


Me escribe José Luis Zerón a propósito de ese sueño de hace una semana en el que aparecía mi padre con aire de reproche. Su nota es digna de un viejo herbario o libro de remedios naturales: «En la Vega Baja del Segura se conoce por “matafiebres” a una planta no muy abundante que crece en los huertos, bancales y cunetas. En la huerta se utilizaba para combatir los cólicos y hacer cataplasmas analgésicas. Su flor es de color azul violáceo tirando a malva».

sábado, abril 25, 2020

cuaderno del encierro / 30

sábado, 25 de abril

Hoy es día de aniversario. Y lo he celebrado, una vez más, haciendo sonar «Grândola vila morena» en la versión de José Afonso, que es la que se escuchaba en casa. Con su percusión de pasos terrestres y su urgencia coral. O povo é quem mais ordena… Como si la tierra misma de la hermandad fuera desplegándose con solo enunciarla.


Vuelve el aire mortecino de los fines de semana. El aire desnutrido de las calles sin nadie, de las ventanas inmóviles. Pero fuera el sol bulle y empuja tempranamente y las hormigas se afanan, veloces, sobre los márgenes de tierra de los caminos. Diez de la mañana. El mundo gira y nosotros con él, sin excepción, aunque a veces nos hagamos los distraídos.


Volviendo del quiosco, mientras bordeo con Layla las inmediaciones del Templo de Debod, oigo un jaleo de voces y risas juveniles. Son voces chillonas, impropias del momento, pero sobre todo son varias, tres o cuatro; algo que una vez fue normal y ahora, seis semanas más tarde, me sobresalta. Me cuesta localizar a sus dueños: dos parejas de muchachos, escondidos entre un grupo de grandes arbustos y el ramal izquierdo de la escalera que lleva al Templo. No es fácil verlos. Saben cuál es el lugar idóneo para pasar desapercibidos y por dónde puede venir el peligro. Otra cosa son sus voces, pero a estas edades eso es más difícil de controlar. Uno de ellos, un joven barbado con aires de cantante indie, se asoma a la escalera para hacer de vigía: desde ahí controla la llegada de los coches desde Pintor Rosales y puede avisar si pasa una patrulla. Se ve que conocen el terreno. Una de las chicas, la que más habla, es rubia y gesticula con entusiasmo. Otro mastica un bocadillo y mira sin prisa a su alrededor. No me han visto, parece, y eso que llevo un rato observándolos. Me hace gracia este picnic furtivo, aunque sospecho que acabará mal. No son tiempos para desayunos al aire libre, y además la policía aprovecha los fines de semana para redoblar su vigilancia. Raro sería que algún vecino no diera parte. Pero, comparada con la tensión hastiada que llevo percibiendo toda la semana, la visión de estos chicos tomando el sol sobre la hierba me ha parecido benéfica. Será imprudente, no lo niego, pero alivia saber que la chavalería cumple con su papel. A estas alturas, la excepción hace algo más que confirmar la regla: la vuelve soportable.


Me hago cargo de que estas páginas son puro escapismo. Pero un escapismo hacia dentro, por los espacios de una intimidad elocuente y –ojalá– compartida. Dan una visión sesgada que habría que completar con otras muchas, empezando por la de quienes están fuera, batiéndose el cobre, trabajando en condiciones precarias o con los medios justos. Pienso en el poeta Basilio Sánchez, por ejemplo, que es también jefe de la UCI de los hospitales de Cáceres. Acabo de leer en una entrevista que entre sus obligaciones no estrictamente clínicas está la de informar a las familias sobre el estado de los pacientes. En su caso, la palabra que sabe y la que acompaña –la que alumbra– van de la mano. Sería mucho pedir que, además, llevara un cuaderno de notas, pero yo quisiera leer esas páginas conjeturales, conocer de primera mano sus impresiones, estar ahí, en la inmediatez del día a día, como la «mosca en la pared» de los documentales. Escribe hoy Alberto Manguel que «de aquí a un mes o un año, descubriremos en el fango, entre los cadáveres de restaurantes, teatros y librerías, miles y miles de Diarios del Año de la Peste en busca de lectores imaginarios, impacientes por entender qué ha sucedido». Touché. Con el agravante de que esos diarios, tal vez, no sean los necesarios para (empezar a) comprender. Somos tan solo espectadores tras la barrera y nuestras crónicas, parciales o incompletas, huelen a penumbra de almacén. Nuestra fecha de caducidad está cerca.

viernes, abril 24, 2020

cuaderno del encierro / 29

viernes, 24 de abril

Son grandes bolsas cuadradas de rafia o fibra plástica llenas de cascotes y dispuestas a intervalos regulares a lo largo de la calle Irún, más o menos a la altura de cada portal. Los cascotes son negros y rugosos –provienen de las obras de la calle Bailén, unos metros más arriba– y las bolsas, que además llevan unas asas muy pintureras, son la viva imagen de aquellas sacas de carbón que nos traerían los Reyes si nos portábamos mal, pero en tamaño gigante. Un tamaño, digamos, familiar o comunal, como, si en vez de estar destinadas a un niño, estas bolsas fueran para toda una comunidad de vecinos. La imagen me ha parecido divertida e inquietante a la vez. Todos somos ahora un poco niños, todos estamos sujetos al control paternal de las autoridades y esperamos con ganas el regalo de la libertad de movimientos. ¿Qué ocurrirá si no sabemos comportarnos? ¿Llegará el día en que nuestra mayor o menor aceptación del control ajeno sea premiada con breves excursiones callejeras o castigada con sacas de carbón? Dejémoslo aquí. No es bueno razonar con exageraciones. Pero queda la imagen: una nota de color –negro, paradójicamente– en la extensión anodina del día.


El encierro nos ha devuelto el gusto por los documentales. Más que por el cine, que a ciertas horas de la noche resulta excesivo (no siempre tenemos el cuerpo para una película de dos horas, sobre todo si al día siguiente toca madrugar). El documental suele ser más breve, una dosis concentrada de información y cuento… o una versión moderna de las vidas de santos. Y suelen gustarnos o apetecernos los mismos, lo que facilita las cosas. Recuerdo, así a voleo, algunos memorables: el de Emilio Lledó en Imprescindibles, los dedicados al fotógrafo neoyorquino Elliott Erwitt, al primer Bowie o a Luis Eduardo Aute (Auterretrato), ciertas reposiciones de La noche temática… También uno tan ridículo como el que la nieta de Cela rodó el año pasado sobre la etapa mallorquina del escritor, también en Imprescindibles: un penoso ejercicio de exhibicionismo lastimero sin nada que aportar, propio o ajeno. Son casi todos documentales biográficos, historias de talento y trabajo duro o de caída y redención. Creo que lo que nos gusta del género, lo que nos lleva a frecuentarlo, es su condición testimonial. En un momento en que el tiempo mismo está detenido, como en el aire, y todo es incertidumbre (hasta el pasado parece un espejismo, algo que miramos con extrañeza: ¿de verdad fue, de verdad estuvimos ahí?), el relato de una vida, o de cómo alguien ha llegado a ser quien es y construirse una obra, una identidad, resulta reconfortante. Nos alivia. Vemos el relato, el proceso, y esa visión retrospectiva permite trazar un arco desde los cimientos hasta el «ahora» de la filmación. De esta realidad –a diferencia de la propia, para empezar– sí que no dudamos. Y su aire inconsciente de normalidad nos ayuda a pensar, como decían los viejos sufíes, que «también esto pasará». El tiempo de estas biografías filmadas es sólido, se puede tocar, hay un motivo para cada acto y un acto decisivo para cada peldaño o capítulo vital. Todo cuadra, y ese es ahora el mayor consuelo que podemos recibir. Los viejos santos eran paladines de la fe, modelos de comportamiento ante Dios y los hombres. Los nuevos, o al menos aquellos a los que uno reconoce como tales, nos dicen que hay un vector de sentido, pese a todo. Y que ese vector ensarta la vida como una flecha y la empuja hacia delante. Hacia nosotros. La pantalla, desde luego, obra milagros.


Esta familia, por lo visto, es de cultivar los vicios en libertad. No he probado una gota de alcohol –o de alcoól, como diría Caballero Bonald, resaltando el hiato– desde la noche del jueves 5 de marzo, cuando me tomé un par de finos en la cena de clausura de un pequeño congreso literario en Córdoba. Poco después empezó el encierro y decidí que no quería, o no me apetecía, ejercer esa pequeña tentación cotidiana. En realidad, fue algo instintivo (y supersticioso, claro): la sospecha de que a mi cuerpo confinado no le convenían alegrías por inducción. Recuerdo que, justo al principio, Paula salía al balcón a fumar, pero lo dejó pronto, a la semana. Queda, en el alféizar, el cenicero con las colillas de los pitillos que primero liaba (con una maña que sigue siendo para mí motivo de asombro) y luego fumaba con esa mueca de hastío tan de su edad. Nadie los ha recogido en un mes y ahí están, fosilizados, los salientes de ceniza fría, el papel sucio. Supongo que lo decidió sin pensar, como yo. El vicio, mejor comunal. O solo cuando se le puede llevar fácilmente del brazo.


En el balcón, de nuevo, oigo una voz airada, pendenciera. Viene del parque, de detrás de los árboles, y temo que sea una disputa entre paseadores de perros, o alguien que ha perdido la paciencia con un vecino. No, son dos jardineros municipales que bajan la cuesta a gritos, contándose alguna peripecia, sacando pecho. Definitivamente, soy un aprensivo incurable. Y pienso en aquello que decía León Felipe: ¿Por qué habla tan alto el español? ¿Por qué esta manía del español, me digo, de hablar como si estuviera peleado con el mundo?

miércoles, abril 22, 2020

cuaderno del encierro / 28

miércoles, 22 de abril

He abierto, por fin, los Cuadernos de Cioran (me lo había prometido para el final del encierro, pero se me agotó la paciencia; y, en todo caso, el aplazamiento ha cumplido su función: abrió un hueco por donde se colaron muchos otros libros). Entre golpes de pecho, jeremiadas y frases autodestructivas, muy al principio –página 15– me salta esta perla: «Percibir la parte de irrealidad en todas las cosas, señal irrefutable de que se avanza hacia la verdad…». Y he pensado que ojalá sea así, y que esta sensación intensa de irrealidad que nos envuelve desde hace días –semanas, de hecho– nos lleve tarde o temprano, no sé si a la verdad, que es palabra muy grande, pero sí al menos a alguna certeza benéfica. ¿Será mucho pedir?


Por cierto, que vuelvo a confirmar para mis adentros que cualquier página de Cioran, por amarga o desconsolada que sea, es preferible a la papilla indigesta, confusa y niveladora de los medios de comunicación. Esa matraca, sobre todo. Cada vez que siento una punzada de desánimo –y a veces es más que una punzada–, me doy cuenta de que me he descuidado y he leído más prensa o visto más televisión de la que me conviene. Habrá gente –los propios periodistas, supongo– que pueda vadear sin apuro esta marea de noticias, pero yo no soy capaz. Así que evito los momentos de apatía y me digo, como el poeta: «El ocio, Catulo, te es dañino: / en el ocio te exaltas e impacientas, / el ocio perdió antaño reyes y ciudades felices».


Me desperté justo cuando había desesperado de llegar en metro a Atocha. Me perdía una y otra vez en los subterráneos y no encontraba por ningún lado la línea roja (que, para colmo, ni siquiera pasa remotamente por ahí). Luego, todavía en la cama, mientras me iba desgajando de las aguas del sueño, pensé: ¿Atocha? ¡Serás iluso!


Con la llegada de los vencejos llega también el cambio de la luz, que empieza a virar a blanco y se impregna de cal, de verano anticipado. Esa nitidez polvorienta del sur que es ceguera y en la que, a ciertas horas, se adivina el fondo negro, calcinado, de las cosas.


Las breves salidas con la perra se han vuelto incómodas, casi desagradables. No es solo el control social o el aire de reproche –de censura– de ciertas gentes. Percibo un cansancio hastiado que no encuentra alivio y que crece lo justo para no estallar. No damos con el culpable de nuestra situación, o al menos no con claridad, y eso nos crea frustración y enfado. Hoy, sin embargo, he visto más movimiento en mi calle; más tráfico, de gentes y de coches. Es como si el cuerpo social se autorregulara, buscando salida a su malestar. Quizá tenga que ver también con la cercanía de un final cada vez más visible. Quién sabe. Eso que decían los presuntos expertos de que no había que relajarse a estas alturas del calendario parece difícil. Contradictorio, incluso. Cualquiera que haya visto una etapa ciclista sabe que es imposible ver la meta y no dar pedal, aunque sea por un instante.


Esta vida en suspenso, a la expectativa, en la que no dejamos de trabajar y cumplir con lo que se espera de nosotros. Esta vida de encierro que, sin embargo, no puede abdicar de lo que sucede fuera, en un tiempo –presente, futuro– del que apenas tenemos vislumbres. Como un coche parado con el motor en marcha.


El correo ha vuelto a adormilarse. Desde hace casi dos días, los mensajes llegan con cuentagotas. Esto, que en otro tiempo me habría llenado de alivio, ahora me inquieta y me da que pensar. Pasada la primera oleada de comunicaciones, en la que todos nos íbamos dando noticias e intercambiando buenos deseos, parece que se impone la atonía. No es el estupor de los primeros días, desde luego. Más bien, la expresión de cierta indiferencia. Sabemos que estamos bien, y eso basta. No hay negocios urgentes ni citas a la vista. A uno le gustaría decir, como Bugs Bunny: «¿Qué hay de nuevo, viejo?», pero ya conocemos la respuesta antes de pulsar el teclado.

lunes, abril 20, 2020

cuaderno del encierro / 27

lunes, 20 de abril

Toca madrugar. El día empieza bien cuando llegas a tiempo de asomarte a la calle y ver apagarse las farolas.


De un sueño exasperado en el que aparecía mi padre, me queda este reproche suyo que sigo sin (querer) entender muy bien: «¡Serás matafiebres!».


Podrían ser ocho semanas de cuarentena, finalmente. No es mal número. Un número par, cerrado sobre sí. Al fin y al cabo, el 8 es el infinito puesto en pie, un infinito con el que puedes bailar y que vuelve como un tentetieso si lo golpeas.


Desde el balcón, veo a una madre subir las escaleras del parque con dos niños de la mano. Sus hijos, supongo, a los que no puede dejar solos si debe hacer un recado. La estampa es melancólica –ella va encogida, los niños caminan muy juntos, sin decir palabra–, pero a mí me han dado ganas de exclamar, como Calderón (o Raphael): «¡Escándalo del aire!». Como ver seres fabulosos, de otro tiempo. Y así es, claro. Así está siendo. Ese escamoteo.


Malos tiempos para las gitanas que piden a la puerta del Dia. Ya nadie o casi nadie lleva suelto. Hoy he visto pagar con tarjeta hasta en el quiosco.


En el escaparate de El Aleph, un libro titulado Filósofos de paseo. ¡Ya quisieras!


Me da que esconder la cara o mirar para otro lado cuando nos crucemos en la calle será pronto una evidencia de buenos modales.


Escribir estas notas no debería necesitar justificación, lo sé, pero no puedo impedir que a veces busque amparo en lo que dicen o piensan algunos de mis prójimos. Un guiño cómplice, vaya. Hace quince días fue un artículo de Antonio Muñoz Molina en el que celebraba el diario como el género más capaz de dibujar, de manera colectiva –cada cual en su madriguera–, «el mapa inmenso y meticuloso del presente» (esa aliteración de la eme no podía dejar de seducirme). La semana pasada fue esta nota luminosa en Facebook de su tocayo Antonio Rivero Taravillo: «Un diario que se publica no está hecho para mostrar la vida privada de su autor, sino las intimidades del lector». Y ahí, con ese sutil desplazamiento que es mucho más que un golpe de ingenio, se cifra la condición paradójica de este cuaderno. Porque la intimidad es siempre, por lo menos, cosa de dos.


La vida de diario sucede en los patios traseros: un zumbido de fondo sobre el que resuenan voces irregulares, martillos, portones que se cierran, una radio lejana. Los martillazos son ahora ruidos como de ping-pong, un golpe de metal elástico que lleva consigo su propio eco y que filtra, más allá, el rumor de los coches. Pero los gatos siguen sin aparecer. Una vecina de un entresuelo se ha puesto el bañador y está en el tejado del garaje, tomando el sol sobre una esterilla de yoga.


La ventana entreabierta, para dejar entrar el fresco. El sol se hace fuerte en el patio y mueve los estores. Él sí puede ir y venir a su antojo, sin avisar. El runrún del aire. La mesa de trabajo es mi rompeolas.

domingo, abril 19, 2020

cuaderno del encierro / 26




domingo, 19 de abril

Es un lienzo de tamaño mediano, 40 x 50 cm, sin enmarcar. Su autor es Haritz Guisasola –con quien colaboré hace ocho años en la edición de Monósticos, que fue el origen, a su vez, de la imagen de cubierta de Libro de los otros– y tiene un leve aire a Van Gogh, ese gusto suyo por la pincelada gruesa y los objetos corrientes, de uso cotidiano. En él aparece únicamente un par de zapatos negros con cordones sobre un soporte –¿una caja, una mesita?– color crema. Detrás, un fondo granate o vino tinto con zonas donde el trazo se empasta, entre gris y negro. Los zapatos están claramente gastados, pero la luz que incide en ellos les da un brillo de charol, como de otra época. Tengo el lienzo en mi estudio, a mi izquierda, y me ha acompañado desde hace al menos dos años, cuando aproveché un cobro inesperado para comprarlo en la galería de Luis Burgos. Debo decir que también su título me intrigó: Where are they now? (¿Dónde están ahora?). Un título digno de un poema, o capaz al menos de ampararlo. Miro de nuevo esos zapatos –zapatones, más bien– y pienso que son un emblema perfecto de estas notas, de este tiempo inmóvil que hace desfilar las palabras en círculos. Son palabras descalzas, o como mucho en zapatillas. Los zapatos esperan a la entrada, con los cordones puestos, listos para salir a escena, pero la escena está acá, de este lado del telón, y no hay sitio adonde ir. Y eso es justo lo que se preguntan estos zapatos: ¿Dónde están ahora? ¿Qué fue de nuestros dueños? ¿Por qué nos tienen aquí arrumbados como trastos viejos? Uno de ellos tiene un cordón larguísimo, que crece y se levanta hacia el espectador como llamando su atención. Parece una ganzúa, de hecho, pero es incapaz de abrir ninguna puerta. Ninguna, al menos, de las que nos gustaría.


El poeta Juan Andrés García Román escribe dando noticias y casi al final, en posdata, me agradece la mención de hace unos días a Thomas McGrath. «Por cierto –añade–, yo descubrí a McGrath cuando estuve en la residency en Estados Unidos y no puedo olvidar aquella frase de “Again, traveler, you have come a long way lead by that star, / But the kingdom of the wish is at the other end of the night…”». O, como diríamos en casa: «Una vez más, viajero, has llegado muy lejos guiado por esa estrella, / pero el reino de tu deseo se encuentra al otro lado de la noche…». Dos versos memorables, sí –y que deben bastante a Auden, parece–, aunque el «deseo» español no distingue entre el «desire» inglés, más sensual y anhelante, y el «wish a star» del poema, que es nuestro «pedir un deseo». Da igual. No los conocía, pero me han dado ganas de caligrafiarlos sobre la puerta del estudio como una suerte de lema o aviso a navegantes. Lo hago aquí (prefiero ceder al fetichismo en compañía), tal vez porque volvemos a tener una estimación oficial de cuánta noche nos queda, al menos de momento: tres semanas.


Once días sin ir al supermercado, pero ayer no quedó más remedio… Y confieso que para alguien que se pasa la vida haciendo cábalas indiscretas sobre la gente –su oficio y beneficio, su personalidad, incluso su estado civil–, este imperio de mascarillas es un motivo constante de frustración. No hay forma de leer sus rostros, sus muecas, más allá de unos ojos fruncidos o la urgencia más o menos sombría en la frente. No son meros tapabocas, como dicen en México. Esconden lo más importante: el armónico de labios y ojos, el gozne que une perfil y frontal, la tirita del bigote, el acento decisivo de la nariz… Hasta agradecí, prudencias aparte, que un par de clientes hubieran decidido salir a cara descubierta. Uno de ellos, anciano parsimonioso, contribuía a la alarma general moviéndose con titubeos, haciendo y deshaciendo varias veces el mismo trayecto y arrastrando su carrito verde a la buena de dios (¡y sin guantes!). No parecía tener prisa por volver a casa. Luego pensé que debía de ser un habitual, pues la cajera lo trató con ternura casi inesperada. Ninguna impaciencia, ningún gesto fuera de lugar. Yo iba después y el pedido me llevó lo menos cinco minutos de trajín, pero al salir de la tienda aún estaba ahí, en la acera, fumándose un pitillo mientras miraba el paso del autobús de línea por Ferraz.


El correo vuelve a llenarse de spam, pero ahora de otra especie: ofertas de crédito instantáneo, pastillas y métodos de adelgazamiento, kits de gimnasia casera. Hasta Idealista ha cambiado el tenor de sus anuncios y ahora nos aconseja sobre cómo alquilar o vender nuestras propiedades después del encierro. Es la ley del mercado. Nada como aprovechar los nuevos nichos que se abren al buen emprendedor. De hacer caso a estos heraldos, nos espera un futuro incoherente de bulímicos endeudados que se han pasado la cuarentena buscando piso y haciendo flexiones.

sábado, abril 18, 2020

cuaderno del encierro / 25

sábado, 18 de abril

Estaba en el balcón con mi taza de café en la mano. Solo, por una vez. Paula seguía durmiendo la siesta y era evidente que esa tarde no habría tertulia (el cuarto de hora que pasamos charlando junto a la ventana es nuestra forma de coger fuerzas antes de reengancharnos al día). Entonces los vi llegar. Una furgoneta con el logo de una empresa de mensajería de la que bajaron dos gitanos. Una pareja: él con pantalones de chándal y un chaleco reflectante color naranja. Ella, más tradicional, con una falda de tela gruesa y el pañuelo de costumbre en la cabeza. Se habían detenido junto a los dos contenedores de obra del edificio en construcción y empezaron a revolver su contenido: cascotes, listones y paneles de madera, cristales rotos, mallas metálicas… Ella, claramente, era la más diligente y afanosa de los dos: no paraba de moverse y dar instrucciones, tomaba o descartaba cada pieza con decisión, y muy pronto fue acumulando un pequeño tesoro a sus pies. En cierto momento llegó a meterse dentro de un contenedor –la falda lo aguantaba todo– para rebuscar con más detalle. Él, más flojo, se dedicaba a guardar el botín en la furgoneta. En esas andaban cuando a su lado pasó una patrulla de la policía nacional. Digo bien: pasó, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Mejor no entrar ahí, pensarían los agentes con buen criterio. Su desidia no me sorprendió. Tampoco me pareció mal: mejor dejar que los traperos hagan su labor. Y, en efecto, ahí siguieron un buen rato, aprovechando que la obra estaba cerrada y no había nadie cerca. Ni Aminadab parecía. Entonces se puso a llover –un aguacero denso, repentino– y se acabó la función. Recogieron sus cosas, cerraron la puerta lateral de la furgoneta (vi entonces que el logo estaba medio borrado) y marcharon calle abajo, hacia Paseo del Rey. Todo en menos de un minuto. La lluvia, ella sí, no hace distingos.


A mí, en cambio, la presencia constante de la policía me ha permitido desarrollar la visión y el sexto sentido de un apache. El miércoles pasado contabilicé hasta cuatro patrullas en el cuarto de hora que duró la salida de la perra. Los tenemos en todos los formatos: en coche, en moto, incluso a caballo (de lo cual nos enteramos, muchas veces, por las muestras nada discretas que dejan a su paso). Va uno sobre ascuas, oteando el horizonte como un vigía en su cofa. Con razón me parecía ver más pájaros que de costumbre. Si la evolución sigue su curso, me crecerán ojos en el cogote.


Paso la mañana poniéndome al día con la correspondencia: mensajes, acuses de recibo, encargos pendientes. El mundo sigue su curso por debajo del ruido erizado de las noticias. Hay libros por hacer, revistas que alimentar, y luego están los amigos más o menos cercanos que dan noticias, que las piden o que simplemente escriben para dejar constancia de su cercanía. Son intercambios relajados y algo teatrales, en los que fingimos una normalidad que no sentimos. ¿Y por qué no? De vez en cuando se cuela una expresión de inquietud, de alarma, pero nos corregimos al momento. Basta con ese apunte para que el otro se haga cargo. Mejor adjuntar esto o aquello, desearnos lo mejor y despedirnos hasta la próxima. Ahora mismo, es un alivio –un consuelo, dentro de lo que cabe– pensar que algunas de esas revistas saldrán en mayo, como está previsto.


Ha sido una semana extraña. Si miro atrás, percibo una sensación cada vez mayor de extrañamiento, no sé si porque no terminamos de acostumbrarnos al encierro o porque, en muchos aspectos, ya se ha convertido en rutina. Un poco de cada cosa, supongo. Las pautas del sueño han empezado a trastocarse y cuesta mucho dormirse a la hora habitual, ni siquiera bajando las dosis de cafeína o agotando el cuerpo con más ejercicio (un par de amigas me recomiendan melatonina, pero aún no he podido salir a la farmacia, y en todo caso no estoy seguro de la dosis). La otra noche, después de casi dos horas en la cama –una dando vueltas estérilmente y la otra releyendo con ojos picajosos las memorias inglesas de Canetti–, me levanté para ir al baño. Fui de puntillas, cuidando de abrir la puerta sin ruido, tanteando en la oscuridad, pero ni modo. Fue poner el pie en el pasillo y oír las voces convergentes de Marta y de Paula. ¿Todo bien? ¿Estás despierto? Eran las dos y diez de la madrugada y allí estábamos los tres, desvelados como lechuzas. Ellas se fueron al salón y terminaron viendo una película, creo. Yo opté por volver a la cama. Cuando logré dormirme, lo hice como un galeote: boca abajo, agarrado a la almohada y con todo el peso del cuerpo contra el colchón. Como si hubiera llegado al sueño a testarazos.

miércoles, abril 15, 2020

cuaderno del encierro / 24

miércoles, 15 de abril

Más citas. Estos versos, por ejemplo, de un breve poema de Yeats («Versos escritos con abatimiento») que traduje hace casi veinte años, allá por el 2003, y que acabo de encontrar en una vieja libreta: «Salvo este sol amargo nada tengo; / desterrada y ausente la heroica madre luna, / ahora que he cumplido los cincuenta / he de sobrellevar este sol apocado». ¿Premonición?


Hace días que no veo a los gatos en el patio interior. Supongo que la mezcla de lluvia y frío los tiene confinados, también a ellos, en la trasera del hotel, con sus mil grietas y recovecos. Aunque la tarde del domingo hubo sol en abundancia y tampoco así comparecieron… Los tímidos intervalos de luz que complican el cielo y ponen una gota de color en las fachadas no son suficientes para que salgan de su escondite. Solo uno, esta mañana –un gato negro, canijo, que se movía con lentitud de sueño–, se aventuró para explorar el tejado de uralita del garaje, o más bien su perímetro, como si temiera que tanta lluvia fuera a disolver su territorio de caza. Iba por el borde como un equilibrista en el alambre. Un poco como el día, que no acaba de decidirse: sol, lluvia, nubes de tormenta o bien todo lo contrario.


Releo con admiración la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Siempre me conmueve la manera en que sus estampas, sus vislumbres, combinan el asombro y la minucia. Una escritura tranquila, natural, que pasa el dedo por las texturas del mundo y ensaya la ironía o la justa indignación casi en defensa propia. Todo sin aspavientos, sin alardes. Como si solo la observación piadosa del mundo pudiera conjugar los verbos de la imaginación…


Como vivimos en una gráfica, cada día nos despertamos con una nueva cifra oficial de muertos. Y los titulares se afanan en mirar el dato con buenos ojos, subrayando que la cifra se reduce lenta pero tenazmente, que incluso en los casos de repunte ocasional la «tendencia» es favorable. Pero siguen siendo entre 500 y 600 muertos diarios –hoy, en concreto, 523–, todos con su vida, sus recuerdos, sus trabajos, su tripulación de amigos y de familia, todos de pronto desaparecidos, metidos en bolsas negras en una morgue improvisada, sin nadie que los despida. Solo las esquelas y obituarios de algunos fallecidos ilustres –esas lápidas de tinta que llenan varias páginas de los periódicos– dan una idea fiel o concreta de la pérdida. Cuesta escapar de la red de seguridad de los números. Por más que desciendan, siguen siendo cifras tan grandes que anestesian la pena. Me recuerdan aquel viejo poema de Zbigniew Herbert, «Don Cogito lee el periódico» (lo leí por primera vez en la edición de Hiperión de 1993), donde el poeta polaco comparaba «la noticia de la matanza de 120 soldados / en primera página» con la «información justo al lado / de un crimen espectacular / con retrato del asesino incluido». Don Cogito, que podría ser uno cualquiera de nosotros, se ve tomando el periódico y buscando con avidez la noticia del crimen, recreándose en los detalles –muchos de ellos morbosos–, poniéndose en el lugar del criminal o de sus víctimas. En cambio, la información sobre la guerra solo le causa indiferencia. En la traducción de Xaverio Ballester:

a los 120 caídos
es inútil buscar en un mapa
la excesiva lejanía
los oculta como si fuera una jungla

no estimulan la imaginación
son demasiados
la cifra cero al final
los transforma en una abstracción

un tema para meditar:
la aritmética de la compasión.

            Don Cogito está inmunizado contra el dolor. Es posible que también nosotros lo estemos, en mayor o menor medida. Todo en nuestra forma de pasar los días conspira para que pasemos de puntillas por los espacios-tiempos del sufrimiento: la aritmética de la compasión nos tiene cariño y quiere saldar a nuestro favor. Pero el sufrimiento, como el agua, siempre termina por filtrarse: en los sueños, en los instantes de vacío o de aburrimiento, en esa «hora violeta» de la que habló Eliot y que ahora combatimos con aplausos y música barata (las horas, lo sabemos, tienen sus trampillas secretas por las que podemos caer sin aviso). Es un rumor de fondo que no deja de sonar, aunque a veces no lo oigamos, como el tráfico. No lo hacemos por precaución, porque no queremos sentirnos abrumados por el dolor ajeno, pero está. Quinientos veintitrés. Son 63 más que todas las palabras de esta entrada.


Segunda tormenta de la semana, más copiosa aún que la de ayer. Y a la misma hora –media tarde–, que es la hora en que reviso estas notas. Un telón de agua prieta que inunda los desagües y desbrava las hojas primerizas. La primavera toca a rebato.

martes, abril 14, 2020

cuaderno del encierro / 23

martes, 14 de abril

Esta mañana he visto una pareja de abubillas picoteando con gracia en la ladera que lleva, escalera arriba, al Templo de Debod (y que sigue cerrado a los transeúntes). Es la primera vez que las veo en este flanco del parque, tan pegado al paso del tráfico y al ruido de las obras vecinas. O tengo el ojo entrenado sin saberlo o ellas se han vuelto más atrevidas. La línea ligeramente curvada que dibujan su largo pico negro y su penacho erguido me ha hecho pensar en el casco del ciclista inmóvil que vi pedaleando en su terraza hace dos días. Pero aquí no hay contrarreloj que valga. Solo vuelo y hambre.


El timbre suena tan poco estos días que cada vez que lo hace nos sobresaltamos. Pero esta vez es José Luis, el portero, que viene a devolverme la taza de café que se llevó ayer. En realidad, la devolución es la señal que me permite ofrecerle otro café, que él acepta con toda confianza. Y así, con estos sobreentendidos, van pasando los días. Charlamos un rato desde lados opuestos de la cocina, él con su mascarilla y sus guantes, yo guardando la distancia, pero sin remilgos. Al fin y al cabo, es él quien se encarga de limpiar y desinfectar el portal cada día. El sentido de la responsabilidad, que los dos mantenemos por igual, compite con mi temor a parecer grosero. Cuando se va, de nuevo con su taza, el olor a café reciente subraya el del jabón líquido.


Empecé el confinamiento leyendo la «correspondencia privada» de Jaime Salinas. Algo abrumado por los cotilleos y el exceso de introspección crítica, me pasé a Yuval Noah Harari y su Sapiens, que tenía por leer desde hace tiempo. Pasado el hechizo inicial –los capítulos sobre la prehistoria y el neolítico siguen siendo los mejores–, salté a Bitter Fame, la biografía de Sylvia Plath que la poeta Anne Stevenson publicó en 1989. En este caso, se trataba de una relectura, pero había tantas cosas que había olvidado o que recordaba de otra manera que fue como si lo leyera por primera vez. Entonces se me coló La abundancia de Annie Dillard, una selección de sus «ensayos narrativos», así reza el subtítulo, que compré de tapadillo y por capricho en la librería Aleph, que sigue abierta como quiosco (lo vi en el escaparate y conecté el nombre de Dillard con The Writing Life, un libro de apuntes y reflexiones sobre la escritura francamente delicioso que devoré en un viaje en avión, ya no sé cuándo; en España lo publicó Fuentetaja). De pronto me vi con cuatro o cinco libros abiertos o empezados, pero incapaz de terminar ninguno. Por no hablar de los artículos on-line y los libros de poesía que andan por toda la casa y de los que picoteo según el humor: Guillermo Sucre, Valerio Magrelli, David Huerta… Una auténtica jungla de palabras que me aturde y casi no me deja respirar. Así que decido colocarlos en una pila y terminar su lectura uno a uno. Empezaré con Salinas: ya es hora de retomar sus vivencias del Madrid de la transición y así poner coto a este batiburrillo. Pero, espera, al despejar la mesa me saltan de nuevo los Cuadernos de Cioran, que compré en la Alberti justo antes del encierro y que había planeado dejar para el verano. ¿Y si este fuera el momento?


La página de Facebook de The Paris Review me acerca un fragmento de la entrevista que le hicieron a Mark Strand en 1998. Palabras que no podrían ir más a propósito: «Convivimos con el misterio, pero no nos gusta esa sensación. Creo que deberíamos habituarnos a ello. Sentimos que debemos conocer el sentido de las cosas, estar por encima de esto o de aquello. La verdad es que ser tan competente en la vida no me parece particularmente humano. Es una actitud que está muy lejos de la poesía». Y así es, en efecto. O me lo parece, al menos, en estos días en los que solo cabe esperar, ser pacientes y asumir, con humildad, que sabemos muy poco de lo que se nos viene encima. Imposible dominar o «estar por encima» de nada. Lo que no quita para que sigamos alerta, expectantes, cuidando de no dar pasos en falso. Ese desvelo.

lunes, abril 13, 2020

cuaderno del encierro / 22

lunes, 13 de abril

Ahora la vida social –salvando los saludos entre paseadores de perros y alguna charla fugaz con los tenderos– es lo que sucede entre calle y ventana. Ayer, por ejemplo, en el tramo de Bailén que mira a la estatua de Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer limpiando las ventanas del salón; un viejo con un cigarrillo en la mano y la cara vuelta hacia su derecha, en dirección a la librería Aleph, no sé si buscando alguna patrulla en el horizonte... La mañana, luminosa y primaveral, ponía de su parte para que todos se asomaran y se dejaran ver. Luego, ya en una terraza palaciega de Pintor Rosales, un joven padre pedaleando con fuerza en su bicicleta estática; llevaba puesto un maillot de colores fluorescentes y un casco negro, puntiagudo, que inclinaba hacia el suelo como si estuviera haciendo una contrarreloj. Sus dos hijos, muy pequeños, no paraban de correr y dar vueltas por la terraza.


Gracias a sus contactos con las farmacias del barrio –adquiridos duramente mucho antes del encierro–, Marta ha conseguido mascarillas nuevas. Son de las que tienen forma de «pico de pato», parece que más efectivas. Desde luego, permiten respirar mejor y sin ahogo, pero las gafas se me siguen empañando como antes. Si me las quito, veo borroso y desenfocado. Si me las pongo, veo nublado. Sé que en todo esto se esconde una metáfora de algún tipo, pero hoy realmente no es el día.


«Después de tantos años, he recuperado aquel frenesí de liquidarme una novela en dos días, en uno si es corta. ¡Qué gusto! Aunque podría hacerlo incluso mejor si el estado de confinamiento no me hubiera privado de mi bien más precioso, el más valioso de mis patrimonios: mi asistenta». He tenido que leer estas líneas un par de veces para asegurarme de que no eran irónicas. Creo que no lo son. Pertenecen al artículo de Almudena Grandes en El País Semanal de ayer. Un lector cándido diría, como poco, que a la autora le ha traicionado el subconsciente. O tal vez es que la falta de frenos, de una mínima vigilancia de uno mismo, deriva pura y llanamente en necedad. Que una autoproclamada escritora de izquierdas hable de su empleada del hogar en términos de propiedad y la cosifique con ese desparpajo me deja sin habla. No quiero ni pensar qué pasaría si esto lo hubiera escrito una columnista de un medio conservador. Todo el párrafo es un perfecto desastre, incluido el posesivo final. Malena es nombre de tango, te llamaré Viernes, a cada edad su Lulú, pero «mi asistenta» mejor que quede en el anonimato.


Para quitarme el mal sabor de boca, esta frase de la escritora inglesa Jeanette Winterson que recuerdo haber citado ya otras veces: «Los libros siguen siendo una bolsa de aire en una barca que ha volcado». Antes era una metáfora hermosa, sugerente, una hipótesis de la imaginación que yo percibía como cierta. Ahora, en cambio, me golpea con la fuerza de una representación.


El ayuntamiento ha decidido reemprender los trabajos en Bailén, calle arriba. La tarde empieza con un estruendo como de cajas de metal, un traqueteo pendenciero, y al asomarme por el balcón veo el cuello de jirafa de la perforadora, palas mecánicas y una breve nube de polvo cada vez que el émbolo negro taladra la tierra. No los echaba de menos. Creo que tampoco los pájaros que siguen por aquí tratando de hacerse entender. Pero habrá que alegrarse, supongo. Habíamos olvidado que la normalidad también era esto.