viernes, noviembre 29, 2019

pudor


Sobre el poder de la palabra. Veo en las noticias el testimonio del asesino confeso de una muchacha, un caso de gran repercusión mediática. El hombre cuenta con torpeza que él no pretendía matarla, que fue un error, que sólo quería callarla o asustarla o dejarla inconsciente –la había confundido con otra y temía ser delatado. Pero ejerció una presión desmedida con las manos en el cuello de la víctima y entonces, cuando quiso darse cuenta, ella –y aquí se detiene, titubea un instante– «… estaba… parada… inmóvil». Han pasado más de dos años desde el día del crimen, pero el hombre sigue sin ser capaz de hablar claro, de decir «muerta» en voz alta. Un síntoma de cobardía que lo delata, sí, pero también la confirmación de que ciertas palabras son un reflejo demasiado literal o preciso de nuestros actos. La lengua no es como los ojos, no puede mirar a otro lado, pero cuenta con eufemismos que le hacen el trabajo sucio. La sinonimia –lo saben bien los poetas y los abogados de la acusación– puede ser un pariente pobre y algo vergonzante de la mentira.

domingo, noviembre 24, 2019

la lección


M. me cuenta pequeñas historias de crueldad de su infancia: niños que prendían fuego a hormigueros, un amigo de su padre empalando un grillo con un junco, la visión de un perro desnutrido en la trasera de su casa… Recuerdos de un pueblo del Maresme en los años setenta. Mi infancia fue enteramente urbana –a diferencia de muchos compañeros de clase, yo no tenía una «aldea» a la que ir en verano o los fines de semana– y mis primeras experiencias de crueldad con los animales son algo posteriores, de la primera adolescencia: pedradas certeras a las lagartijas que corrían por las tapias de los chalecitos de Viesques, excursiones a los descampados de La Camocha para fumar y tirar piedras –siempre las piedras– a los aguarones o ratas de agua que asomaban entre la maleza o en la base de las zanjas, cosas así… Pero hay un recuerdo anómalo, casi pueril, que no logro quitarme de la cabeza. El apartamento en el que vivíamos, un noveno piso, estaba pegado a un sector de la azotea que mi madre había convertido en jardín, y en aquel jardín, cada cierto tiempo, aparecían los caracoles. El voladizo de la azotea era un plano inclinado tapizado de azulejos diminutos –teselas blancas que pronto, con el viento y la humedad, empezarían a desprenderse, para desesperación de la compañía de seguros– y una tarde de verano mi padre, que esperaba visita, se puso a «jugar» con los caracoles: primero los colocaba por parejas en la pendiente, a media altura, y daba inicio a la carrera; luego, cuando el caracol ganador había avanzado los centímetros de rigor, lo levantaba de su sitio y lo ponía de nuevo en la línea de salida. Hizo esto cuatro o cinco veces. La lección de Sísifo en riguroso directo. Yo tenía once o doce años y no comprendía, la verdad, cómo mi padre, ese hombre tan serio y poco expresivo, parecía divertirse con aquel juego. Pero el caso es que sonreía, eso lo recuerdo bien. Y que alguna vez, cuando empujaba al caracol perdedor al vacío, soltó una risita nerviosa. La cosa debió de durar diez o quince minutos, no más –hasta que llegó la visita y mi padre entró en casa. Sería exagerado llamarlo crueldad, lo sé, pero tampoco se me ocurre otra palabra. Y sólo desde ella puedo explicarme la persistencia del recuerdo.

jueves, noviembre 21, 2019

entre




Mañana viernes se presenta en Oviedo el número 18 de la revista de creación y crítica Anáfora, que dirigen desde Asturias Pablo Núñez y Candela de las Heras. Se incluye en sus páginas una larga entrevista que el joven poeta Carlos Iglesias Díez me hizo este verano (por escrito) a propósito de La puerta verde y que recoge algunas de las ideas que exploramos en la presentación del libro en Oviedo.

Como tiendo a ser prolijo y hasta exhaustivo, la entrevista original se me fue de las manos y hubo que «cortarla» ligeramente. No me resisto a compartir uno de los fragmentos que han quedado fuera. No solo es el más autobiográfico de todos, Burnside mediante, sino que rima –me parece– con el tono de algunas entradas recientes de este blog (en realidad, las explica parcialmente). Aprovecho para agradecerle a Carlos Iglesias su interés y su lectura atenta. No fue fácil responder a algunas de sus preguntas, pero el esfuerzo valió la pena.



Carver Street, Sheffield, ca. 1992


En tu glosa de la poesía de John Burnside, haces referencia a esos espacios suburbiales donde no están bien definidos los límites entre el campo y la ciudad, el adentro y el afuera, el transcurso del tiempo y su detención. Son escenarios frecuentes en tus propios poemas («Paris-Texas», «Highland», «Lugar del amor», «Desierto de los Monegros», «Invernal», entre otros muchos) y en los de los autores a quienes traduces. ¿Qué significan para ti esa clase de «no-lugares»? ¿Crees que su carácter mestizo y fronterizo guarda alguna similitud con el proceso de traducir?

Creo que tienes razón al señalar esa correspondencia entre mi interés por Burnside y mi fascinación por esos lugares intermedios, esos espacios suburbiales que ya aparecen en un libro tan temprano como La anatomía del miedo («Carver Street» es otro ejemplo que me viene a la cabeza). Por un lado, es una fascinación de orden fotográfico y cinematográfico: crecí con toda esa mitología norteamericana del cine y el rocanrol (desde Badlands de Malick a Paris, Texas de Wenders pasando por la mirada urbana de Cassavetes o el primer Scorsese). Esa imagen de la «tiniebla en el confín de la ciudad», por citar el célebre disco de Springsteen, ha sido icónica para mí. Pero hay también una raíz de índole biográfica: cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, la ciudad salía de una crisis socioeconómica y de identidad muy intensa por culpa del nuevo orden thatcheriano. Parecía un escenario de una película de Ken Loach. La ciudad se extendía en infinitos barrios residenciales a partir de un centro diminuto, tomado por franquicias comerciales, bloques de oficinas y edificios administrativos. El campus de la universidad era un segundo foco de actividad que rivalizaba con el centro de la ciudad, y recuerdo muy bien que entre esos dos nudos se extendía una red de calles y callejas casi vacías, sin apenas comercios ni viviendas: solares abandonados, viejos garajes y fábricas de ladrillo rojo, edificaciones de la época victoriana que habían albergado talleres, almacenes, destilerías… Te confieso que dediqué muchas tardes a caminar por esos barrios, fascinado. Y no tardé en establecer una correspondencia entre ese Sheffield decadente y el Gijón post-reconversión industrial, esas zonas del Gijón portuario y suburbial que se extendía hacia Veriña… Llegué a escribir un libro de poemas con el título de Las ciudades rotas a partir de esta correspondencia. Los poemas no eran gran cosa y el libro quedó inédito (o lo destruí, no me acuerdo bien).

Esos lugares entre, esos espacios intermedios (no me gusta mucho la expresión no-lugar, o al menos me parece más apropiada para ámbitos como los pasillos y las salas de espera de los aeropuertos, por ejemplo), siempre me han seducido. Y los sigo buscando una y otra vez aquí en Madrid; me doy cuenta al leer muchas de las entradas de mi blog. Me parecen espacios llenos de posibilidades, espacios a medio hacer que la imaginación puede colonizar más ampliamente. Supongo también que son espacios que convienen a mi soledad o mi misantropía… Además, el que sean lugares humanizados (y también, en ocasiones, fuertemente urbanizados) hace que el tipo de apertura, de iluminación, que ofrecen tenga una fuerza muy particular. A veces me parece que escribo porque no puedo ser pintor…

Respecto a esa analogía que estableces entre mi búsqueda de esta clase de lugares y mi trabajo como traductor, la verdad es que no lo había pensado. Está bien visto. En general, nunca me ha gustado aparecer en primer plano o estar en el centro de la escena: prefiero los márgenes, la banda, el pasar ligeramente desapercibido. Si a eso le sumas el componente didáctico, el afán de compartir descubrimientos… Si hubiera una explicación psicológica para lo que hago, o cómo lo hago, iría por ahí.

lunes, noviembre 18, 2019

novedades

   
Quiere la casualidad que una parte importante de los trabajos que he ido haciendo estos meses vean la luz ahora, en noviembre, ¡todos a la vez! Hago recuento por si algún lector curioso tiene interés o ganas de acercarse a esas páginas:
 


En el número 431 de la revista Quimera aparece un extracto de un libro de notas en preparación –supongo que el sucesor de Perros en la playa– con el título de «Poética del sonámbulo».

El dossier central del nuevo número de Turia está dedicado al gran poeta polaco Zbigniew Herbert. El dossier, coordinado magistralmente por Xavier Farré, recoge el trabajo de hasta quince autores, incluido mi artículo «La piedra y la perla» (en la sección de inéditos aparece también un poema reciente, «Secuela»).




El poeta Carlos Iglesias Díez me entrevista por extenso –una entrevista más escrita que hablada, en realidad– en la revista asturiana Anáfora a propósito de mi libro de ensayos La puerta verde.

He escrito el prólogo del nuevo libro de Raúl González García, su segundo poemario, Fuga de nieve, que acaba de ver la luz en Verbum. Un libro que preserva como pocos la frescura y la intensidad casi alucinatoria de las visiones juveniles, y que profundiza en el surco abierto por los poemas de Los fuegos del agua.

También es de ahora mismo la antología bilingüe (español / inglés) Streets Where to Walk is to Embark. Spanish Poets in London (1811-2018), editada por Eduardo Moga y traducida por Terence Dooley para la editorial Shearsman Books, que recoge una muestra amplísima de los poemas que escritores españoles de dos siglos hemos dedicado a Londres. Mi trabajo aparece representado con el poema «Días de 1998», que recuerda la hospitalidad –y la compañía– de mis viejos amigos Maria Cristina Fumagalli y Jon Dean.




viernes, noviembre 15, 2019

quicio


Estos gorriones que picotean entre arbustos son los mismos que el año pasado. También los perros, que se renuevan cada curso sin dejar de ser idénticos. Pinos y cedros y arces y abedules son los de siempre, no se han movido de su sitio. Y así la hierba, el agua del estanque, los colores de la rosaleda… Sólo nosotros –testigos inquietos, insatisfechos, reos de una impaciencia que patina sobre la superficie de las cosas– crecemos y cambiamos, nos salimos del quicio, no coincidimos con nosotros mismos.

martes, noviembre 12, 2019

el resplandor


Subo con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.

Arriba, la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.

sábado, noviembre 09, 2019

lengua del sueño


Semana de sueños vívidos, extravagantes. Incluido alguno de esos que tengo muy de vez en cuando y que he dado en llamar «sueños lingüísticos». En esta ocasión, estaba en Londres, en un pub enorme –recuerdo que se llamaba The Black Tavern, un local familiar, con muchos niños y zonas de juego–, y al bajar una escalera que sobrevolaba la barra me fijé en unos bocadillos rellenos, algo así como nuestros montaditos, que uno de los camareros iba cortando en dos mitades. Entonces un amigo me comentó que eran una especialidad cockney y que la gente los conocía como «samed equals»…

¿De dónde sacaría yo ese término, que (por cierto) me parecía perfectamente plausible en el sueño? ¿Y por qué en inglés? Para empezar, es un pleonasmo, como decir «los mismos iguales» en español. Solo que la imaginación toma el adjetivo «same» y lo convierte en participio: «samed», «mismado». Así que aquellas mitades de bocadillo no eran sólo iguales, sino que habían sido «mismadas», igualadas activamente. Como pulidas y cepilladas para ser copias perfectas de su otra mitad.

El recurso al inglés me intriga, pero no me extraña. O no demasiado. Al fin y al cabo, es uno de mis idiomas de trabajo, y mi trabajo tiene que ver con las palabras. Aun así, el detalle de que sea un término cockney me hace gracia. Nunca me interesó esa jerga y nunca me molesté en aprenderla. Veo que hasta en sueños hago trampa y busco disculpas para mi ignorancia.

lunes, noviembre 04, 2019

boris a. novak / poemad



Boris Novak leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


La escritura del poeta esloveno Boris A. Novak, de la que hemos tenido noticia en España gracias a la antología El jardinero del silencio y otros poemas (trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, 2018), obedece a dos impulsos de distinta naturaleza que, sin embargo, se complementan con maestría: por un lado, una intensa preocupación formal, o mejor dicho, una voluntad de experimentación y hasta de juego que trata de incorporar a la tradición poética eslovena, relativamente joven –apenas tiene dos siglos–, todo el repertorio formal de la gran lírica europea, que amplía y enriquece con sus propios hallazgos; por otro, una tensión moral y hasta política que no ha dejado de indagar, a lo largo de los años, en los vínculos entre lo personal y lo colectivo, memoria y presente, imaginación y conciencia.

Hablar de los Balcanes, como sabemos, es hablar de un territorio que ha estado en primera línea de fuego de la historia europea reciente –desde hace por lo menos un siglo– y en el que se han ejercido actos de violencia y destrucción masiva cuyo eco sigue repicando entre nosotros. Nadie que haya vivido estos sucesos, y menos alguien que ha hecho de la relación con las palabras su razón de ser, puede salir indemne de esta experiencia. Como decía T. S. Eliot en su poema «Gerontion», «después de tal saber, ¿cuál perdón?». La poesía ha sido la manera de modular y expresar este sentimiento de piedad, rastreando en la memoria personal y familiar y en la historia colectiva las claves del desastre, resucitando lugares y destinos humanos, inyectando en la escritura lírica algo del aliento épico y narrativo que está en los orígenes de nuestra poesía. Pero no adelantemos acontecimientos.

Nacido en 1953 en Belgrado, Novak fue un niño bilingüe –como recuerda su traductora Laura Repovš, «el serbio era la lengua de su primer entorno y el esloveno la lengua de casa»–, pero al regresar con su familia a Liubliana en la adolescencia y descubrir su vocación literaria, decidió que el esloveno sería «su única lengua poética». Hasta mediados de la década de 1980, su trayectoria es la de un joven poeta con intereses en la filología comparada, la dramaturgia, la traducción y el trabajo editorial. En 1987, entra a formar parte del consejo de redacción de Nova revija, revista de literatura y pensamiento que tuvo una enorme influencia en los años finales del régimen comunista y en el proceso de democratización de Eslovenia. Con la independencia, que se logró a principios de julio de 1991, Novak se vinculó al PEN Club de su país, desde donde organizó, entre otras labores, una celebrada acción humanitaria en favor de las víctimas del sitio de Sarajevo.

Su compromiso político, sin embargo, no ha restado un ápice de firmeza a su compromiso literario, que se traduce desde hace cuarenta años en numerosos libros de poemas y ensayo, trabajos de traducción y una continua actividad docente. Novak ha tocado casi todos los temas –el amor en sus libros Alba y Fulguración, el desastre de la guerra en Cataclismo y Maestro del insomnio, la memoria personal y familiar en Eco y Ritos de despedida, la historia en Pequeña Mitología Personal–, y lo ha hecho en las formas más diversas, desde el poema breve de inspiración oriental o cercano a la greguería ramoniana hasta el poema extenso de tonos épicos –escrito en una revisión personal del terceto encadenado de Dante–, pasando por el soneto, la canción, el epitafio, la enumeración anafórica o la albada provenzal. Aquí caben desde el monólogo dramático a los ejercicios de écfrasis o los poemas en prosa con voluntad narrativa y vagamente surreal. También el humor, un humor tierno como el de «Trapología», el poema que abrirá su lectura de hoy. Es difícil que un simple recital pueda hacer justicia a la amplitud y la variedad de esta escritura, pero su rigor formal, aprendido muy pronto en la poesía clásica europea, hace que su trasvase a nuestro idioma sea más fácil, más persuasivo. Con ustedes, el poeta Boris Novak.


Algunos de los poemas que Boris Novak leerá en la segunda parte de su lectura son sonetos o modulaciones personales de esta forma clásica, capaz de renovarse y escapar a la acusación de irrelevancia que parecía haber caído sobre ella. Estas variaciones consisten a veces en estrambotes que expresan la pasión numerológica de su autor; o, mejor dicho, su gusto por el juego. Por ejemplo, añadiendo dos pareados después de los tercetos finales, o incluso dos versos sueltos después de esos pareados, de tal forma que el poema se va adelgazando visiblemente conforme desciende por la página. El soneto, lejos de ser la antigualla que cierta modernidad superficial ha denunciado, se vuelve aquí flexible y apto para expresar los infinitos matices del sentimiento amoroso, o bien el laberinto de claroscuros de la conciencia moderna… Detrás de estas decisiones está el convencimiento firme de Novak de que la poesía es una cadena de maestros y modelos que no reconoce el paso del tiempo y nos hermana más allá de fronteras lingüísticas y culturales. Por ahí cabe entender la reivindicación que nuestro autor hace de la rima –que ha definido como «beso de palabras»–, capaz de juntar dos términos cuya semejanza sonora hace más visible aún más la distancia, la discrepancia, entre sus significados. Esa es la tensión poética que hace más real la realidad, que añade nuevos cuartos y pasillos a la casa del vivir, que ilumina lo que ni siquiera sospechábamos que estaba ahí. Ese es el modo en que la poesía, y Novak lo sabe muy bien, nos instala en el centro de nuestra propia vida.


Exilio

Ninguna estrella puede ya ayudarme.
Miro cómo se hiela el cielo norte,
el sur se esconde. Las ciudades blancas
en que crecí se van desvaneciendo
tras el muro estrellado del horizonte sur.
Una corteza cada vez más dura
crece entre yo y mí mismo. Sólo veo
tras la niebla la sombra de la muerta
mitad de mí: como sin fondo,
palpo a tientas mi rostro oscuro y tiemblo.
Mi hogar está ya sólo en mi garganta.


trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna