domingo, 29 de marzo
El
escritor Ernesto Hernández Busto se hace eco –es un comentario de Facebook– «de
la abundancia de los pájaros, fuera y dentro de tus diarios» y me recuerda un
hermoso verso de Emily Dickinson: «‘Hope’ is the thing with feathers».
Literalmente, «‘Esperanza’ es la cosa con plumas», aunque una traducción mejor
o más musical sería tal vez: «‘Esperanza’ es aquello que tiene plumas». Así
empieza el poema 314 según la edición de R. W. Franklin (la más reciente). Lo
releo como si hablara con un viejo amigo. Y me veo traduciéndolo casi sin darme
cuenta. Es una versión utilitaria, para salir del paso, pero me basta:
«Esperanza»
es aquello que tiene plumas –
Y
se posa en el alma –
Que
entona una canción sin las palabras –
Y
no cesa – jamás –
Y
más dulce – en el Temporal – se oye –
Que
amarga fuera la tormenta –
Capaz
de acobardar al Pajarillo
Que
a tantos dio calor –
Lo
he oído en la tierra más glacial –
Y
el más ignoto Mar –
Sin
embargo – jamás – en ningún Trance
Una
miga siquiera – me pidió.
A
cada semana sus renuncias. Al principio eran los bulos, los memes idiotas, los
mensajes de voz de WhatsApp que no hacían sino transmitir inquietud y tontería.
Ahora son las noticias mismas, o mejor dicho su exceso, porque ni siquiera los
medios «serios» son capaces de ponerse de acuerdo y enlazan artículos y
reportajes y columnas de opinión en una carrera constante –y apabullante– por
estar a la última. El hecho de que la pandemia se halle en etapas distintas en
los países de nuestro entorno hace que las novedades se solapen o que veamos
repetido en otro país lo que ya hemos vivido en el nuestro. Y sucede que el
virus lo ocupa todo. Como la actividad social ha quedado reducida a su mínima
expresión y la vida que llevamos en nuestros hogares carece de interés o picos
de conflicto, solo se habla del virus; solo se puede hablar de él,
porque hasta sus efectos –ya sean remotos o inmediatos– llevan su apellido.
Solo él tiene derecho a ocurrir. Voy leyendo y tratando de concertar lo que
dicen unos y otros y rara vez lo consigo: lo único seguro, al parecer, es que
la «distancia social» y el confinamiento son la mejor manera de derrotar al
virus, pero tampoco hay consenso sobre el grado de encierro ideal. Por no
hablar de las voces, en la prensa angloamericana (siempre tan economicista, tan
obscenamente pragmática), que sopesan los pros y los contras de la paralización
laboral. La suma de este exceso de datos y palabras me sume en el desconcierto.
Peor, en el agobio. Así que he decidido medirme y racionar la lectura on-line,
el visionado de los telediarios, esa compulsión que me llevaba de un lado a
otro con el hocico en la pantalla. He recuperado el placer y la calma –la
cordura– de la lectura en papel: a diferencia de su versión digital, el diario
impreso sigue un orden, está paginado, estructurado, es un corte en el tiempo
que se mantiene estable durante veinticuatro horas. Y deja claro que en estas circunstancias
la exigencia de las cabeceras de actualizarse cada poco es, o puede ser, contraproducente:
obra en oposición misma a la necesidad de información, de chismorreo
útil, que nos permite actuar o tomar un rumbo deseable. Aunque, bien pensado,
tampoco es que tengamos mucha libertad de acción. Solo se nos pide obedecer.