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viernes, marzo 08, 2019

circe maia / el cultural


Y entonces, un día, Álvaro Valverde reseña Múltiples paseos a un lugar desconocido. Antología poética 1958-2014 de Circe Maia en las páginas de El Cultural. Una lectura cercana. Una lectura necesaria.

También aquí.




viernes, noviembre 16, 2018

circe maia / novedad





Parece que por fin la antología de la poeta uruguaya Circe Maia (Montevideo, 1932) que he preparado para la editorial Pre-Textos está llegando a las librerías. Por lo pronto, ya se anuncia en la página web de la editorial (comparto aquí la cubierta, con una hermosa ilustración de José Saborit). Dicen que lo bueno se hace esperar, pero en este caso –no sabe uno por qué– todo ha sido un poco más difícil o complicado de lo habitual. El libro se titula Múltiples paseos a un lugar desconocido. Antología poética 1958-2014, como uno de los primeros poemas de su autora, y recoge una amplia selección de esta obra desde el inaugural En el tiempo (1958) hasta Dualidades, publicado hace apenas cuatro años: más de doscientas páginas de poesía, medio siglo largo de escritura (¡toda una vida!), y lo primero que se desprende de la lectura del conjunto es su innegable coherencia, el acento personalísimo de su voz, a la vez curiosa y discreta, interrogante y contenida, volcada en el mundo sin dejar de guardar cierta distancia con él.

Ya he escrito en otras ocasiones (aquí) sobre la obra de Circe Maia y de cómo llegué a ella. Añadiré tan sólo que esta antología me permite saldar una vieja deuda, que se remonta como poco a finales de mi estancia en Sheffield, allá por 1997-98. Nada es fácil cuando se trata de poesía. El tiempo se toma su tiempo y hay que ser muy tenaz, o muy testarudo, para sacar cualquier proyecto adelante. Dicen que los poetas hispanoamericanos de ahora mismo, los contemporáneos, no suelen gozar de mucho predicamento en España, que las ventas de sus libros son bajas. Yo espero sinceramente que este libro sea la excepción a la regla, porque hay mucho que aprender de la poesía de Circe Maia: una forma de estar y de ser en el mundo, una actitud moral que es también una posición estética, el modo en que una relación honesta, humilde con el mundo (y con las palabras que lo nombran) disipa la espiral disolvente y algo fantasmal de un subjetivismo exacerbado. Y todo ello sin sentimentalismos ni falsos consuelos, sin deponer las armas de una inteligencia sensible y alerta, llena de lucidez.

Así en estos dos poemas de Dualidades (2014) incluidos en la antología, que nos dan una idea del tono final de esta poesía, de su modo de enfrentarse a la finitud, propia o ajena, con la entereza de quien lleva muchos años ensayando. Buena lectura.


Las siete placitas

Al entrar o salir de la ciudad se atraviesan
siete plazas pequeñas.
En alguna no cabe más que una palmera.
En otra, hay dos árboles y un banco.
En la más grande hay hasta una fuente
y una gran rosaleda, con bancos que se enfrentan.
No está todo al mismo nivel. Hay un lugar más alto.
Allí han puesto una estatua.
(La estatua, con el sable en alto,
ataca el aire plácido.)

Calles finas y curvas separan las placitas.
Crucemos con cuidado.
Desde este lugar se ven las casas nuevas
y, en las veredas, siete palmeras altas
que conservan la luz del sol por mucho rato.
Cuando todo es penumbra
se ve brillar las hojas todavía
y a veces
un rumor en lo alto.


¿Cómo será?

¿Será posible que uno esté escribiendo,
por ejemplo, esta frase, y nos quede inconclusa?
«Tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.»
No veremos entonces el momento
previo, el momento
último. Caerá el papel,
la taza de café, o lo que sea.
O tal vez no.
Podría ser la velita que se apaga
imperceptiblemente
sin que ninguna puerta se cierre
y ninguna se abra.


miércoles, octubre 02, 2013

transparencia y secreto




Descubrí la poesía de Circe Maia (Montevideo, 1932) hace más de quince años, en una amplia antología de poesía uruguaya que firmaba con prosa combativa el escritor Amir Hamed. El libro parece haberse extraviado en el laberinto de mis múltiples mudanzas, pero recuerdo que era un tomo pequeño, impreso algo pobremente, y que arrancaba de Julio Herrera y Reissig y Delmira Agustini para dar cuenta del variadísimo tapiz de una tradición, la uruguaya, que ha logrado forjarse un sello distintivo más acá de diásporas y discontinuidades históricas. Hamed define a los poetas uruguayos como orientales y así, en efecto, los imagina uno: asomados al balcón del Atlántico, mirando al sur, sintiendo en la nuca la presión combinada de sus dos grandes vecinos sin dejar de escuchar, de reojo, la llamada de una Europa que ha estado siempre en sus venas desde los tiempos de Isidore Ducasse.

Entre los poetas estrictamente contemporáneos (y recuerdo también que me alegró encontrar, a modo de confirmación o prueba del nueve, dos admirados nombres familiares: Eduardo Milán y Rafael Courtoisie) brillaba con luz propia una poeta entonces para mí desconocida. Su nombre era Circe Maia y su obra, escueta y pudorosa, contrastaba con el tono más o menos exuberante del resto. Bastaba con ir pasando las páginas de la antología para detectar al instante sus poemas: islas de palabras rodeadas de blanco, pequeñas esculturas flexibles que introducían una cuña de sosiego en un libro pródigo en versículos y espesuras verbales. Se incluían ahí, no sé, doce o catorce piezas breves que me atrajeron de inmediato y que siguen estando entre mis favoritas, quizá porque fueron las primeras que me llevé a los ojos: un tono reticente y a la vez cordial, la herencia del simbolismo tamizada por la lección de la oralidad y los ritmos conversacionales, frescura y elegancia, interés por el mundo natural y el tiempo secreto de las cosas, Vermeer y Morandi, el misterio de los arrabales y de la penumbra hogareña pero también el esplendor laborioso de las estaciones. Para entendernos, como si la llaneza y la «palabra en el tiempo» de Antonio Machado se hubieran aliado con la precisión y el detallismo sensoriales de Jorge Guillén. O, por retomar la comparación que hice entonces en mi fuero interno: como si la claridad diamantina de un Charles Tomlinson se hubiera hecho más suave y maleable, como si el verso se hubiera impregnado de cadencias domésticas, propias de la vida familiar. Hay en Circe Maia la misma obsesión fenomenológica que en el poeta inglés, pero su sintaxis es otra, más suelta, más humilde, como en este poema característico de su libro De lo visible (1998):


El lenguaje de las asimetrías

El placer de seguir, punto por punto,
lo que los ojos ven: el placer cierto
de desviarse un medio milímetro
–la mirada guiada por la mínima
torcedura del tallo–
y enderezar después y seguir paso a paso
las ramas dobles casi paralelas
una a cada lado del delgado tronco.

Casi iguales… El «casi» se siente entre los dedos
la finísima trama de las asimetrías
casi como un lenguaje.
¿Y qué dice esta lengua tan compleja?
Dice que como nada es idéntico a nada
lo que se dice aquí vuelve a decirse en otro
tono, otro matiz, otra distancia
pero jamás enteramente uno
ni enteramente ajeno.


Solemos asociar la modernidad a sus movimientos más lenguaraces o excesivos, pero olvidamos que una de las vetas más productivas del movimiento moderno es justamente su reivindicación de una nueva «objetividad», una mirada nueva o limpia sobre el mundo, despojada de prejuicios y retóricas fosilizadas: ahí entra tanto la pulsión geométrica o constructiva como la influencia del arte y la poesía orientales, el deseo de brevedad y condensación, la búsqueda de líneas claras y formas tangibles, la lectura depurada de los signos de la naturaleza. Circe Maia representa, en la poesía en lengua española, la vigencia de ese ideario, cercano por un lado a Michaux, William Carlos Williams y el Pound imagista y por otro a poetas griegos como Yannis Ritsos o Yorgos Seferis, a los que ha traducido y comentado con lucidez en su colección de ensayos La casa de polvo sumeria (2011). Sólo que a esa lectura esencializadora Maia superpone, como ya apunté antes, una mirada hechizada por las superficies del mundo (así, Superficies, se llama uno de sus libros mayores, de 1990), los procesos y fenómenos naturales, el constante trasiego de las cosas –piedras, plantas, animales– en su avance o discurrir por el tiempo. A sus ojos, que son los nuestros al leerla, un camino de tierra es tierra que camina, el destello del sol en una hoja de fresno da lugar a un ejercicio de contemplación que pondera cada sutil gradación de la luz, cada cambio apenas perceptible. El mundo gira a nuestro alrededor y su mudanza perpetua es fuente de asombro pero también de preguntas, de duda y perplejidad. Lo ha recordado ella misma en la entrevista con que cierra Obra poética (Montevideo, Rebeca Linke, 2010):
.

Creo que el gesto primario de la vida es un abrirse al exterior, comunicarse con algo que no es ella misma y asimilarlo. También ocurre en el gesto elemental de la mirada: hay un irse hacia fuera, hacia el mundo. La poesía es entonces también una mirada que nos lleva hacia la realidad externa, sin dejar de irradiar desde un centro íntimo.





Son muchos quienes se han referido a la voluntad reflexiva o abiertamente filosófica de esta poesía, sin duda influidos por los datos biográficos que conocemos de su autora (estudios de Filosofía en el Instituto de Profesores Artigas, trabajo como profesora de esta materia en un centro de secundaria de la ciudad de Tacuarembó). Pero es preciso advertir que esta dimensión filosófica tiene una raíz netamente vitalista: nace, como en Jorge Guillén, del asombro y la maravilla ante el simple existir de las cosas; y nace también de la experiencia personal, del trato cotidiano con las figuras de la existencia. De ahí que no descarte –no pueda descartar– los aspectos más sombríos o negativos de lo real, la mano disgregadora del tiempo, el muro negro de la muerte. Una presencia, la del tiempo, que ha ido cobrando intensidad con los años («las fauces invisibles / dan cada vez más veloces / dentelladas», se lee en «Velocidad creciente») y que Maia ha conjurado aceptándola con naturalidad, amasando con ella una escritura cada vez más dúctil y abierta al mundo, a los demás, hasta el punto de incluir en su campo de visión una actualidad mediática que en «T.V.», el poema final de Obra poética, es «mancha / de […] crueldad» que «camina a grandes pasos / y oscurece la tierra». Pocos escritores han imaginado o concebido la hora final, la hora de la muerte, con la sencillez y la ecuanimidad comprensiva de Maia en dos poemas que no me resisto a citar por entero y que parecen complementarse, pues si el primero, «Traición», describe la visita de una muerte que no avisa, que no tiene anuncios ni heraldos (algo de lo que también habla uno de sus mejores ensayos, «La (el) visitante»), el segundo, «Imagen final», le concede al moribundo un último deseo, el don de revivir, en la cámara oscura de la conciencia, una imagen veraz o salvadora de lo real.


El último sol no le dijo: soy el último sol.
Nada le previnieron.
El agua resbaló sobre su cuerpo y él no supo
que era el modo en que el agua
decía: adiós. No supo.
Nadie le dijo nada.

Cuando llegó la noche, llegó para quedarse.
Y él no lo supo nunca.

*

A la hora final
cada uno tendrá su pequeño paisaje
para borrar con él esa penumbra
de habitación de enfermo.

Este trozo de río no está mal, por ejemplo,
para guardarlo así: las costas verdes
rodeándolo, brillante, silencioso.

Y son dos movimientos:
mientras el bote avanza
sin ruido, hacia delante,
la imagen, al contrario,
va hacia atrás, silenciosa,
abriendo el pensamiento
y ancla profundamente.

Cuando toque soltar amarras
de una vez para siempre
el viajero no habrá de ver los muros
–frascos, cama, remedios–
sino este río inmóvil
bajo la luz del sol, resplandeciente.




Dos notas, sin embargo, distinguen la poesía de Circe Maia y hacen de su lectura una experiencia seductora, una de las más hospitalarias en nuestro idioma. Por un lado, el correlato mítico o literario, préstamo de sus amados poetas griegos que asoma de manera ocasional para dar profundidad (temporal, imaginativa) a la reflexión del poema. Así «Visita del arcángel Gabriel» o «Prometeo (de un cuento de Kafka)», donde el mito, además, se lee al trasluz de su reelaboración contemporánea. Por otro, el tono suelto, casi conversacional de los poemas, esas «palabras de familia» con que se desgranan y envuelven al lector. Digo «envuelven» porque, en efecto, algo tienen de confidencia, de palabras que dan vueltas en torno a un núcleo vacilante, hecho de preguntas y breves apartes que simulan el compás del monólogo interior: hay exclamaciones, comienzos elípticos o in medias res, interpelaciones que buscan, tal vez, la complicidad del lector…

El resultado es una poesía que habla como ninguna otra en nuestro idioma. Una aleación en la que resuena el legado del simbolismo, de Juan Ramón en adelante, y el metal afectuoso, abierto y hasta algo didáctico de una voz familiar que sabe, con Teresa de Jesús, que Dios anda entre fogones: el hogar, los niños, los afectos cercanos y las rutinas domésticas son otros tantos espacios de la iluminación que comparecen en sus poemas y propician el salto meditativo.

A lo largo de los nueve libros que componen su Obra poética desde la publicación de En el tiempo en 1958 (si descontamos el juvenil Plumitas e incluimos Destrucciones, libro de poemas en prosa editado en 1986 que tiene algo de viga maestra del conjunto), la poesía de Circe Maia es un ejemplo de naturalidad, mesura expresiva y percepción lúcida. También de raro decoro: no hay aquí confesiones no pedidas ni exabruptos subjetivos; las pocas veces que habla de sí misma lo hace casi en tercera persona, con una impersonalidad que nunca es huraña o distante. Muy al contrario. Sentimos que eso que se nos cuenta con palabra cordial nos incumbe aunque sea misterioso, o elusivo, o difícil de entender por nuestra parte. Se cumple así la «Invitación» al lector silencioso que ella formula en su último libro y que es también deseo, como expresa en «El medio transparente», uno de sus mejores poemas, de que las palabras no se impongan en exceso, de que hagan del poema un lugar habitable y no estorben el encuentro:


Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.

Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
–¿qué verías detrás?– y no adornarlas […]

*

[…] Si tu voz irrumpiera
y quebrara esta misma
línea… ¡Adelante!

Ya te esperaba. Pasa.
Vamos al fondo. Hay algunos frutales.
Ya verás. Entra.


[Publicado en el número 28 de la revista Palimpsesto, Carmona (Sevilla), primavera 2013. Incluido en el libro de próxima publicación Las formas disconformes, Libros de la Resistencia, Madrid, 2013]

domingo, junio 12, 2011

convergencias 4

.

charles tomlinson

las pisadas del ciervo

................… Las pisadas del ciervo
que anoche se adentró por el jardín
cesan al pie del manzano sin fruto,
perfilado en la escarcha rutilante
que sentimos al filo de toda conjetura:
el ciervo que no está fulge con su presencia
de cosa percibida, substancial pero ausente.


trad. J. D.
(el original,
aquí)



Este poema me sorprendió, pues expresa exactamente el mismo pensamiento que un poema de Ritsos que yo había traducido hace poco y que se llama «Forma de la ausencia». Es notable que dos poetas, ignorándose, y con imágenes completamente diferentes, logren trasmitir la misma sensación. En el de Ritsos, el poeta se refiere a un gran jarrón que estaba en el rincón de una habitación, que tuvo que ser vendido en «horas difíciles» y cuya ausencia tiene, misteriosamente, una «presencia» tan fuerte que hasta parece cambiar el color de la pared en ese rincón. Y termina diciendo que, a veces, al atardecer, cuando todos están conversando alrededor de la mesa y se hace un silencio, se escucha un sonido «amargo y doloroso», como si alguien hubiera golpeado con un dedo «el invisible vaso cristalino».

(fragmento de una carta de Circe Maia)



yannis ritsos

forma de la ausencia

Lo que se fue se queda aquí, enraizado,
en el mismo lugar, callado y triste
como un jarrón vendido en horas difíciles

y en el rincón del cuarto, donde estaba,
queda el vacío denso, con idéntica forma,
y resplandece, diáfano,
a contraluz, cuando abren las ventanas

y dentro del jarrón, que cambió sus sustancia
por la misma medida de oquedad cristalina
queda otra vez el mismo hueco
con una resonancia algo más dolorosa.

Por detrás del jarrón la pared se distingue:
su color más sombrío, más hondo, más de sueño…

Y a veces, en la noche, en hora silenciosa,
o también en el día, entre conversaciones,
oyes dentro de ti como un sonido agudo
amargo y agitado
como un dedo invisible, que golpeara
aquel ausente vaso cristalino.


trad. Circe Maia
.

viernes, febrero 25, 2011

circe maia

.

Allá por el 96, casi en otra vida, cuando (mal)vivíamos en Sheffield dando clases en la universidad, dos buenos amigos uruguayos, Laura Musto y el escritor Pablo Casacuberta, regresaron de sus vacaciones australes con un pequeño regalo: una antología de la poesía uruguaya contemporánea. El responsable de aquella muestra se llamaba –y se llama– Amir Hamed, aunque ahora no recuerdo el nombre de la editorial donde vio la luz (supongo, por cierto, que es la misma antología que Hamed ha reeditado hace pocos meses con el nombre de Orientales. Uruguay a través de su poesía). Sí recuerdo que era un tomo pequeño, impreso algo pobremente, y en el que me alegró encontrar, a modo de confirmación o prueba del nueve, dos admirados nombres familiares: Eduardo Milán y Rafael Courtoisie.

Aparte de ellos, de aquel volumen me impresionó en especial una poeta, entonces para mí desconocida, de sugestivo nombre y aun más sugestiva obra: Circe Maia. Se incluían ahí, no sé, doce o catorce piezas breves, poemas que contrastaban abiertamente con el resto del libro y que sentí de inmediato muy cercanos: un tono reticente y a la vez cordial, la herencia del simbolismo tamizada por la lección de la oralidad y los ritmos conversacionales, frescura y elegancia, interés por el mundo natural y el tiempo secreto de las cosas, Vermeer y Morandi, el misterio de los arrabales y de la penumbra doméstica pero también el esplendor laborioso de las estaciones. Para entendernos, como si la cordialidad y la «palabra en el tiempo» de su maestro Antonio Machado se hubieran aliado con la precisión y el detallismo sensoriales de un Jorge Guillén.

Años más tarde, en el otoño de 2001, ya de vuelta en Gijón, tuve la idea de preparar una amplia selección de sus poemas para el lector español. No sé bien cómo, pero conseguí sus señas postales y le escribí una carta explicando mi proyecto. Ella respondió muy amablemente y me envió algunos de sus libros. Incluso llegamos a hablar por teléfono, una comunicación trasatlántica que recuerdo llena de timidez y vacilaciones por ambas partes. Y puse manos a la obra.

Apenas una semana después me llegó una oferta para trabajar en una revista madrileña. Acepté. Y, como diría Antonio Gamoneda en uno de sus blues, «ya nunca tuve paz». Cayó la vida sobre mí y no sé cuántos proyectos, incluido el de la antología de Circe Maia, quedaron aparcados sine die y metidos en cajones. Estos últimos cuatro o cinco años han supuesto, entre otras cosas, la posibilidad de abrir viejas carpetas y retomar los trabajos de aquel tiempo: trabajos que quedaron interrumpidos o que ni siquiera tuve la oportunidad de empezar. Mal que bien, los hilos que entonces se rompieron vuelven a tensarse, borrando aquel breve paréntesis de nervio y desánimo.

La buena fortuna ha querido que Circe Maia me haya vuelto a recibir, casi diez años después, sin quejas ni reproches. La indulgencia paciente que transpira su escritura es también un rasgo central de la persona. Desde luego, ha sido una buena década para ella: en 2007 publicó su Obra reunida, libro que volvió a reeditarse en 2010 y con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Uruguay. Mantiene en la red una cuidada página personal. Y tanto en Inglaterra como en Estados Unidos se han publicado traducciones de su obra. Tiene lógica, porque su poesía, con esa atención que muestra hacia el mundo físico (plantas, animales, los accidentes naturales), su énfasis en la percepción sensorial y su curiosidad por los objetos cotidianos, guarda cierto parentesco con la tradición anglosajona; yo la veo como una prima lejana de Charles Tomlinson, más suelta y espontánea, menos cerebral quizá, pero igualmente fascinada por las incesantes idas y venidas del mundo, sus diligentes metamorfosis. Lúcidos y atentos, ambos han comprendido que, en todos los órdenes (la poesía, el amor o la naturaleza), lo superficial es muchas veces lo más profundo.



Aún así, Circe Maia sigue siendo, a mi juicio, una autora infravalorada y escasamente conocida en el ámbito hispanohablante. Fuera de Uruguay y de Argentina, no se le ha dado el trato que merece, quizá por la aparente modestia de su dicción, su falta de solemnidad, su rechazo de la pompa retórica y el exhibicionismo técnico. También porque la modernidad de su propuesta es tan sutil como discreta, capaz de pasar desapercibida en un primer momento.

Copio seguidamente, a modo de adelanto, uno de los poemas suyos que más prefiero, «El medio transparente». Y cuelgo en Las razones del aviador, con permiso de mi buen amigo y compañero José María Castrillón, una breve
secuencia, «Poemas de Caraguatá», que es un poco un compendio de las potencias y virtudes de su escritura. Por algún sitio hay que empezar. Y lo importante es que esta obra, hecha con laboriosa reserva durante años, vaya encontrando nuevos lectores, nuevas rutas de difusión.


Circe Maia

EL MEDIO TRANSPARENTE

Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.

Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
–¿qué verías detrás?– y no adornarlas.

Por mirar el adorno en la ventana
no miraste hacia fuera.
El más breve vistazo
hubiera sido al menos suficiente
para mirar la luz del otro lado.

Sí, esa luz de afuera
sobre un rostro que pasa.