lunes, junio 29, 2020

primavera escamoteada




Van saliendo reseñas de La vida en suspenso y un servidor se siente muy agradecido. Parece mentira tanta actividad. Es como si todos quisiéramos pasar cuanto antes la página de estos meses, y el hecho mismo de leer y pasar las páginas de un libro ayudara a recuperar la normalidad: la vieja, la de antes; la imperfecta (porque era nuestra), la insustituible (porque era nuestra).

Voy colgando los enlaces oportunos en la columna izquierda de esta bitácora, debajo de la cubierta del libro. Pero algunas reseñas no son accesibles en la red ni están al alcance de los buscadores. Es el caso de la lectura cómplice que firma el escritor extremeño Enrique García Fuentes en el suplemento «Trazos» del diario Hoy. Se titula «Primavera escamoteada» y para leerla basta con pulsar en la imagen superior. Como dicen al otro lado de la raya, «muito obrigado».

jueves, junio 25, 2020

auden / cuarenta poemas




Después del parón repentino al que nos vimos forzados por la pandemia, el mundo editorial parece estar recobrando su ritmo habitual. Y estos días, entre otras muchas novedades, llega a las librerías este volumen de pequeño formato que recoge una selección de los poemas de W. H. Auden (1907-1973) que traduje en su día para Galaxia Gutenberg con el título de Los señores del límite. Selección de poemas y ensayos (1927-1973). Un título en el que había, por cierto, un guiño al poeta Geoffrey Hill, que tomó esa expresión de Auden para bautizar uno de sus libros de ensayos.

Aquel viejo volumen se publicó a comienzos de 2007 y hace tiempo que está descatalogado, así que parecía oportuno recuperar una parte al menos de ese material y darle nueva vida. El resultado es este librito, titulado Cuarenta poemas, en el que se incluyen las piezas más célebres de Auden: «El agente secreto», «Considéralo», «Musée des Beaux Arts», «Gare du Midi», «En memoria de W.B. Yeats», «España, 1937», «Elogio de la caliza» y tantas otras.

Dada la naturaleza de la colección –creada explícitamente para ofrecer «selecciones portátiles que recojan lo mejor y más significativo de cada poeta» y hacer de introducción a su obra–, el libro solo incluye la traducción española. De todos modos, casi todos los grandes poemas de Auden se pueden encontrar en internet, de forma que es fácil tomar la traducción como punto de partida para viajar al original inglés.

Doy seguidamente la ficha del libro y mi versión de uno de sus poemas cantarines de madurez, «Law Like Love», que más de una vez estuve tentado de compartir –con ánimo más irónico que otra cosa– durante las semanas de estado de alarma. Es un botón de muestra que da una idea del tono entre mundano y cómplice de su autor, pero también de las dificultades (formales, sobre todo) que plantea traducirlo:

W. H. Auden, Cuarenta poemas
Traducción y prólogo de Jordi Doce
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020
112 páginas
ISBN: 978-8417971618
PVP: 11 €



La Ley como el amor

La Ley, dicen los jardineros, es el sol,
y la Ley es aquel
a quien los jardineros obedecen
mañana, hoy y ayer.

La Ley es la sabiduría de los ancianos,
abuelos impotentes que riñen sin aliento;
sacan su lengua bífida los nietos:
la Ley son los sentidos de los jóvenes.

La Ley, afirma el clérigo con ojos clericales,
echando su sermón a los seglares,
la Ley son las palabras en el libro sagrado
y la Ley es mi altar y mi espadaña;
la Ley, afirma el juez ajustando sus lentes,
hablando clara y muy severamente,
la Ley es como ya les dije,
la Ley es como saben que supongo,
la Ley es pero déjenme explicarlo,
pues la Ley es La Ley.

Pero escriben doctores legalistas:
la Ley no es lo correcto ni lo erróneo,
la Ley son solo crímenes
castigados en ciertos momentos y lugares,
la Ley son los ropajes que viste el ser humano
aquí y ahora,
la Ley es Buenos días y Hasta luego.

Otros dicen, la Ley es el Destino;
otros dicen, la Ley es el Estado;
otros dicen y dicen
que la Ley ya no existe,
que la Ley se ha esfumado.

Y siempre la ruidosa y airada multitud,
muy airada y muy ruidosa:
la Ley somos Nosotros,
y siempre el necio Yo que insiste débilmente.

Si nosotros, querido, no sabemos
más que ellos de la Ley y lo sabemos,
si tú, al igual que yo,
no sabes bien qué hacer o qué no,
salvo aceptar con todos
alegre o tristemente
que la Ley es y existe
y que todos lo saben,
si absurdo me parece, por lo tanto,
equiparar la Ley a otra palabra,
a diferencia de otros hombres
no sabría decir la Ley es Esto,
igual que no podemos cancelar
el deseo global de adivinar
o escurrirnos de nuestra posición
hacia una condición despreocupada.

Aunque al menos haré
que nuestra vanidad
declare con tibieza
un tibio parecido
del que luego jactarnos:
como el amor, sentencio.

Como el amor no sabemos ni dónde ni por qué,
como el amor no podemos forzarla ni ignorarla,
como el amor lloramos a menudo,
como el amor rara vez la guardamos.


trad. J. D. / el original, aquí

lunes, junio 22, 2020

anne carson / el espacio entre idiomas





Traducir la escritura –poesía y ensayo, porque los dos géneros conviven en sus libros– de Anne Carson ha sido uno de los grandes desafíos a los que he tenido la suerte de enfrentarme a lo largo de los años. Un desafío y un juego inmensamente placentero, pues Carson es una lectora voraz y desprejuiciada, que toma toda clase de materiales y los echa a andar por el campo de maniobras de la página. Adepta al pastiche, el fragmento, la serialidad, el collage de citas y voces, el fragmento, el anacronismo y un largo etcétera, Carson ensaya una forma de intertextualidad que añade subtítulos irónicos o evasivos a la película de sus poemas.

El primero de los libros que traduje para Pre-Textos fue Hombres en sus horas libres (2007), que es un catálogo de (casi) todas las maneras en que podemos leer nuestro pasado cultural y darle nueva vida: una tertulia televisiva entre Tucídides y Virginia Woolf, descripciones de cuadros de Hopper en diálogo con citas de las Confesiones de San Agustín, revisiones biográficas de Safo, Artaud, Tolstoi o Ana Ajmátova… Recuerdo largas sesiones en la Biblioteca Nacional consultando ediciones de los clásicos que Carson citaba, casi siempre manipulando o adaptando el texto para sus intereses. El libro es un muestrario de todas las formas en que un poema sigue siendo un poema… aunque se vista con las sedas del documental, el ensayo o la prosa de diario. Un prodigio de inteligencia crítica y de sensibilidad para encontrar la puerta de entrada a las obras más diversas sin dejar de descubrir –o subrayar– parecidos y continuidades.

Ha escrito Carson que «me gusta el espacio entre idiomas porque es el lugar del error o la equivocación, el ámbito donde se dicen cosas no tan buenas como uno quisiera, o donde no se puede decir nada. Y esto me parece útil a la hora de escribir, porque siempre es bueno perder el equilibrio, desplazarse de esa posición de autocomplacencia con la que tendemos a mirar el mundo y decir lo que percibimos». Esa es en gran medida la experiencia de su traductor, enfrentado a una escritura seca, equívoca, que parece desdeñar los atributos tradicionales de la poesía –ritmo, metro, una prosodia más o menos amable– para construir el poema desde fuera, martilleando las palabras hasta encajarlas con violencia, forzando sus junturas. El resultado es un poliedro con superficies engañosas que pueden parecer frías, pero que basta girar lentamente para que brillen.

Traductora ella misma, Anne Carson ha dedicado una parte importante de su trabajo creativo a actualizar la escritura de Esquilo, Safo o Catulo en versiones que liberan toda la energía latente en los textos originales o que establecen analogías con ciertos poetas contemporáneos. La filóloga experta convive con la creadora instintiva que sabe que la poesía es siempre presente (como decía Ezra Pound, «buenas nuevas que se mantienen nuevas») y que lo interesante de la escritura es justamente su capacidad para escenificar el yerro, el errar, la errancia, el desacuerdo constante entre el mundo y nuestro afán por decirlo. Pese a todo, desde hace años sus libros no han dejado de cruzar la frontera del idioma y acompañarnos, y somos nosotros los que salimos ganando con el trato.


[Publicado originalmente en El País, 19 de junio de 2020]

sábado, junio 20, 2020

anne carson / la poesía desde fuera




Se suele olvidar que Anne Carson se dio a conocer relativamente tarde, y que lo hizo además como ensayista, con la publicación en 1986, mediada la treintena, de Eros the Bittersweet [Eros el agridulce], una lúcida y sugestiva exploración del concepto de «eros» en la filosofía y la literatura clásicas. Ahí comparecía la helenista, la filológa experta que ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a los textos de Safo, de Tucídides, de Simónides de Ceos, capaz de analizar hasta el más pequeño detalle de un poema lírico y darnos una imagen fiel, por veraz, del universo intelectual y emocional que lo produjo. Pero descubríamos también a una lectora activa, curiosa, que ponía a dialogar a Simónides con Paul Celan, o a Tucídides con Virginia Woolf, y extraía de esa yuxtaposición, a veces violenta, un motivo para seguir leyendo. A Carson no le interesa tanto demostrar cuanto mostrar, hacer visible. Los corolarios posibles de su pensar quedan apuntados, entrevistos, pero nunca se explicitan. Así ocurre, por ejemplo, en «Desprecios», uno de los cuadernos de su último libro, Flota, subtitulado «Un estudio del lucro y la ausencia de lucro en Homero, Moravia y Godard», que pone en contiguidad pasajes muy concretos de sus obras respectivas. No es que ella no saque sus propias conclusiones, pero lo hace sin énfasis, como quien no quiere la cosa. Y el lector es empujado así a hacer suyo el descubrimiento, participar de él.

El ensayismo es una veta sustancial de todos sus poemarios desde aquel primer libro de poemas en prosa que fue Short Talks (1992). Y el hilo conductor de una escritura que oscila sin trauma entre el impulso lírico y la pasión académica. Ella misma ha declarado que nunca ha tenido un problema con esa frontera, «porque en mi escritorio los proyectos académicos y los, digamos, creativos comparten espacio, y me muevo o traslado frases de unos a otros, y así hago que se impregnen mutuamente. De modo que las ideas en ambos casos no son tan distintas». Carson concibe la poesía desde fuera, como una forma de jugar o combinar el lenguaje para llegar así a la realidad o a los libros que la dicen. Ese espíritu lúdico y perverso a la vez la lleva a recurrir a todo tipo de formas, géneros y materiales: el poema serial, el fragmento, el pastiche, el collage de citas y voces, la entrevista imaginaria, el anacronismo, etcétera. O la ficción narrativa, que es la matriz de Autobiografía de rojo, uno de sus libros centrales y el que cimentó muy pronto su reputación: una «novela en verso» de 47 poemas o «capítulos» que nos cuenta la vida y milagros de un joven llamado Gerión, que es y no es el monstruo de alas rojas y tres torsos que protagoniza el décimo de los doce trabajos de Hércules. Pero que es, sobre todo, y así lo relata el libro, un niño enmadrado, consciente de su diferencia, que sufre el acoso sexual y psicológico de su hermano y halla refugio en la fotografía y el amor de un Heracles presentado como un émulo de James Dean. Carson deforma el mito y cultiva el anacronismo con la seguridad que da conocer ese mito sin fisuras. Lo hace por ese afán suyo de yuxtaponer lecturas, etimologías o referencias culturales. Leer a Carson remozando a Safo o reescribiendo a Catulo como poeta beat es una experiencia mágica, y lo es porque permite redescubrir todo lo que guarda nuestro pasado, toda la energía latente o reprimida por una idea demasiado estrecha de la tradición.

El resultado es una poesía que puede resultar dura o áspera en primera instancia, que carece tal vez de la sensualidad de sus contemporáneos (Ashbery, Strand o Jorie Graham), pero que sin embargo se ampara en su rudeza, diría casi que su primitivismo, para construir artefactos fascinantes por la calidad de su pensamiento, la intensidad de su lectura y el coraje de su estilo. La escritura de Carson puede parecer neutra, incluso fría a veces, pero alienta en ella un trazo feroz, expresionista, que ilumina la página desde dentro.

Carson dijo una vez que «cuando viajas por las palabras griegas, tienes la impresión de estar entre las raíces de los significados, no arriba en la copa del árbol». Y eso es lo que ocurre en sus libros: su poesía no se va nunca por las ramas; toda ella es raíz.


[Publicado originalmente en El Cultural, 18 de junio de 2020]

martes, junio 16, 2020

la vida en suspenso





Mañana miércoles 17 de junio llega a las librerías La vida en suspenso. Diario del confinamiento, que firma un servidor y publica con su mimo y elegancia habituales Fórcola Ediciones. Comento en el breve texto preliminar que este libro (aquí la ficha correspondiente) es «una anomalía, un imprevisto», como todo lo que hemos vivido desde hace poco más de tres meses, pero creo que no está de más añadir alguna explicación al respecto.

Empecé a redactar este diario el domingo 15 de marzo: lo que vi y sentí mientras paseaba por el parque a Layla, nuestra perra, fue tan raro, tan espectacularmente anormal, que no tuve más remedio que ponerme a escribir. Sucedió también que a lo largo de los días que precedieron y siguieron inmediatamente a la declaración del estado de alarma, toda mi actividad como editor externo, profesor y conferenciante quedó paralizada o en suspenso. Todas las citas que tenía marcadas en mi agenda de marzo y abril –clases, lecturas de poesía, presentaciones– se fueron cancelando una a una y de pronto me vi desocupado, con una extensión insólita de tiempo libre ante mí. Una vez hechas las cuentas y resueltas las cuestiones de intendencia doméstica, me pareció que lo más razonable era dejarse llevar por la corriente y asumir el parón con naturalidad. Pero no pude evitar que en ese vacío dejado por la falta de cargas laborales brotara la escritura. Lo hizo sin estridencias, como respondiendo a la necesidad de sosegar y ordenar la mente.

El carácter excepcional de lo que vivíamos me llevó de manera espontánea al diario, que es tal vez el género más flexible y mejor dotado para dar cuenta del día a día con una palabra que, siendo fiel a las circunstancias, permita mantener la tensión literaria y una cierta voluntad de estilo. No es solo que en el diario quepa todo, sino que en sus páginas es posible ensayar tonos muy diversos: reflexivo, narrativo, irónico, lírico, etc. Y así fueron pasando los días. Una expresión que utilicé a menudo en los mensajes a los amigos fue: paciencia y buen humor. Y esa actitud de ecuanimidad fue lo que traté de mantener en mi vida cotidiana y de trasladar a mi escritura. No siempre con éxito, por desgracia.

El impulso de escritura se prolongó durante ocho semanas, dos meses justos, y se cerró el lunes 11 de mayo. Lo hizo tan naturalmente como había surgido. Poco antes de esa fecha había recibido la llamada atenta y generosa de Javier Jiménez, que me propuso publicar el conjunto en forma de libro. Acepté, no sin dudas, y el resultado es este pequeño volumen de 160 páginas realzado por el dibujo de Haritz Guisasola en cubierta, un breve y generoso texto de contracubierta de Eloy Tizón y un espectacular trabajo de producción marca de la casa. La verdad es que por ese lado no puedo estar más satisfecho ni agradecido.

Hay libros que tardan ocho o nueve años en cerrarse, como No estábamos allí. Otros recogen un trabajo discontinuo que puede llegar a abarcar dos décadas, como La puerta verde. Pero nunca me había pasado escribir y publicar un libro en menos de tres meses. Es obvio que esto en sí no tiene mucha importancia ni puede configurar un juicio de valor. Lo anoto únicamente como una cifra más en la columna contable de esa extrañeza que produce publicar, como es el caso, un libro de circunstancias

El mismo día que cerré este diario pensando que no quedaba (casi) nada por anotar, vi a un jubilado haciendo prácticas de golf en la hondonada que se abre entre la cuesta de Ruperto Chapí y las vías del tren de cercanías. Al volver de mi paseo con la perra, tres de las conversaciones de los ancianos achacosos con los que me crucé en Ferraz tenían que ver con la comida… Comprobé una vez más que el mundo hará todo lo posible para que sigamos prestándole atención; lo que sea con tal de no pasar desapercibido. Así que el único mérito del diarista es abrir bien los ojos y recoger el guante lanzado por las cosas. (Ese es también, por lo demás, uno de los designios primeros del poema, de ahí que la poesía se halle tan presente en estas páginas).

Mi primera intención fue que estas notas formaran parte de un libro más extenso que habría sido la continuación de Perros en la playa, publicado en 2011. Pero me alegra haber cambiado de opinión y darlas en libro aparte, para diferenciarlas del resto de mi diario. Hay en ellas un tono distinto, una concentración emocional o sensorial que no percibo en otros cuadernos. O eso me parece, al menos. En todo caso, ahí están, listas para encontrarse con los lectores. Ojalá no resulten demasiado impertinentes.

jueves, junio 11, 2020

jericho brown / versos como balas


No me pegaré un tiro
en la sien, ni me pegaré un tiro
por la espalda, ni me ahorcaré
con una bolsa de basura, y si lo hago,
te prometo que no será
en un coche de policía con las esposas puestas
ni en la celda de la comisaría de algún pueblo
cuyo nombre conozco solamente
por tener que atravesarlo
para volver a casa. Sí, puede que corra peligro,
pero te lo prometo, confío en que los gusanos
que viven debajo de los tablones
de mi casa harán lo que tienen que hacer
al cadáver de un animal más de lo que confío
en que un agente de la ley del país
me cierre los ojos como haría
un buen cristiano, o me cubra con una sábana
tan limpia que hasta mi madre
me arroparía con ella. Cuando me mate, lo haré
como la mayoría de los americanos,
te lo prometo: con humo de tabaco
o atragantándome con un trozo de carne
o tan arruinado que me congelaré
en uno de esos inviernos que insistimos
en llamar el peor. Te prometo que si oyes
que he muerto cerca de algún
policía, entonces es que ese policía me mató. Me arrancó
de nosotros y abandonó mi cuerpo, que es,
no importa lo que nos hayan enseñado,
más grande que la indemnización
que una ciudad ofrece para que una madre deje de llorar,
y más hermoso que la bala reluciente
extraída de los pliegues de mi cerebro.

el original, aquí.




Llevaba un tiempo queriendo traducir y compartir este poema de Jericho Brown (Luisiana, 1976), «Bullet Points», que leí hace semanas, justo cuando se anunció que su tercer libro, The Tradition, había ganado el premio Pulitzer de poesía en su última edición (el ganador en 2019, por cierto, fue Forrest Gander, gran traductor de nuestra poesía, por su libro Be With). Luego vino el asesinato de George Floyd a manos de la policía en Minneapolis y todo se aceleró de repente. El español –o mi español, al menos– nunca podrá recrear la frescura y la agilidad de la lengua conversacional de Brown, pero con la ayuda de mi buen amigo el escritor y traductor Lawrence Schimel creo que la cosa no anda muy descaminada. Hay un Vimeo un clip del poeta leyendo «Bullet Points» en público, y esa lectura es como un blues rapeado, con una respiración lenta y arrastrada que constrasta, en parte, con el ritmo vivo de las anáforas y la sintaxis.

El propio Brown, hablando de este poema, ha dicho que «no surgió de un impulso de protesta. Es un poema que hace de un sentimiento de desesperación que surge, a su vez, de una circunstancia de mi vida. No quiero que nadie diga que me suicidé si alguna vez soy detenido por la policía».

El título original, por cierto, es un juego de palabras bastante intraducible. Hemos mantenido la referencia a las «balas» porque es el elemento importante de la expresión original, «Bullet points», literalmente: «puntos de bala», pero en realidad «puntos de una lista, de un listado». Pero también podría traducirse, tal vez, como «Verdades como balas» o «Versos a bocajarro». El jurado sigue reunido.

viernes, mayo 22, 2020

sueño


Estábamos en Nueva York, en pleno lockdown. Habíamos salido de un concierto en el que nos movíamos con total inconsciencia hasta que de pronto nos dimos cuenta del peligro de contagio. Entonces la acción se trasladó a una pequeña cafetería en la que buscamos mesa para dos. Solo ofrecían custard pies, un mostrador entero de tartas de crema pastelera. Parece que nuestro afán por mantener la distancia social enfadó a un cliente, un tipo astroso que se parecía a Russell Crowe y que llevaba bombín y gafas redondas, como de timador o vendedor ambulante en el Medio Oeste. Ahí el sueño volvió a derivar en violencia, como tantas veces desde que empezó la pandemia: el tipo sacó un cuchillo de carnicero y empezamos a forcejear y a dar tumbos por el local. Todo muy extraño: la pelea cesó tan bruscamente como había empezado y el hombre se sentó en su silla y nos habló con perfecta afabilidad. Entonces me fijé en que a una de las lentes le faltaba el cristal y tenía, en su centro, a la altura misma de la pupila, una mosca sujeta por hilos que salían de la montura. Solo una lente. La otra seguía teniendo su cristal, que parecía velado o manchado por el uso. No podía apartar la mirada de la mosca, que se debatía y agitaba las patas entre los hilos negros. Una imagen de película fantástica (de ahí que volviera a pensar en Russell Crowe). Y entonces desperté.

lunes, mayo 11, 2020

cuaderno del encierro / y 40

lunes, 11 de mayo

No deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros, canales de televisión, etc., y todos con un patrón similar, como si fueran variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la cercanía con el espectador. Me llama la atención –perdón por la ingenuidad– que estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante: si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay que vivir.


Pienso en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada nota. Haría falta un camión basura –o un centón– para recoger estos restos: frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.


Me entero por Paula –así voy de rezagado– de que los puntos de información de BiciMad se llaman oficialmente «tótems». Lo dice la página web del servicio con fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha metálica que las enfermeras llaman «árbol». Ahora te traemos el árbol. Nada de «fármaco», «quimio», «cáncer»… Son palabras que no se dicen. Solo «árbol», dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento en que la hacemos nuestra. Hablar de «tótem» para referirse a una columna de circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado, o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un «árbol» es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es casualidad. Las palabras lo saben.


En el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo, no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de «Historial de un libro», cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba] ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde, cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido, ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.

sábado, mayo 09, 2020

cuaderno del encierro / 39

sábado, 9 de mayo

Me despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos, que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.


Me gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.


Vuelven los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este, en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás, y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:

Ángel y búho, en secreto concierto,
volaban juntos, cazaban juntos
ratones y lémures al anochecer.
Solos en el sombrío escalón del poniente,
así hermanos en la ferocidad.

            Pensé en estos versos de hace ya treinta años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable». Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor versión de nosotros mismos.


55 días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva (como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva, y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles. La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas iluminaciones domésticas.