jueves, octubre 29, 2015

cinquillo



Escribir con las entrañas, sí. Échalas bien sobre la mesa. Ya puedes escrutar y jugar a las adivinaciones.



Dio un paso, un solo paso irreparable, y se desprendió de su piel como de un mono de trabajo. Luego la enrolló con firmeza, como un saco de dormir, y siguió camino.



Pone palabras entre él y la meta para no terminar de llegar nunca.



Respira en el espacio abierto por sus exageraciones.



Días en los que nada brota. Días desérticos. Días exhaustos. Días que expían la presunción, por discreta que sea, de las épocas de abundancia; que hacen perdonar, antes o después, el orgullo satisfecho de la fecundidad.

lunes, octubre 26, 2015

notas de un impostor / 2





Desde hace un año no he dejado de escribir, de hacer crítica, de traducir, de responder a este o aquel encargo; sin embargo, la sensación final es de dispersión, de no haber hecho gran cosa, o de que lo hecho pesa muy poco. Trabajar en respuesta a estímulos externos puede ser benéfico si nos saca por un tiempo de nuestras casillas y nos alivia de esta difícil convivencia con nosotros mismos que puede ser el día a día (todo sea por perdernos de vista), pero llega un momento en que a base de cumplir con las órdenes o las peticiones que vienen de fuera no sabemos dónde estamos; hemos perdido nuestros puntos de referencia. Queríamos evitar el extravío del solipsismo, ese momento en el que de tanto mirarnos al espejo dejamos de reconocernos, y ahora nos sorprendemos en el extremo contrario, incapaces de avanzar si alguien no nos dice de hacerlo.

Es fácil engañarse pensando que basta con llevar el agua del encargo a nuestro molino. La labor de acarreo puede ser útil y hasta rentable por un tiempo, pero al final ese esfuerzo adicional se paga. Y es que el encargo parte siempre de una necesidad ajena, de criterios y puntos de vista que sólo con esfuerzo podemos hacer nuestros. Es primordial resistirse, o mejor dicho: sustraerse, rehuir la respuesta, el requerimiento. El encargo es un engaño sutil: nos hace sentir importantes –falsamente importantes–, porque nos convierte en medio de la importancia ajena, en instrumento para su realización. El encargo crea un campo magnético donde la naturaleza de los distintos elementos que trabajan para él queda reducida fatalmente, supeditada a un cumplimiento que, por lo demás, apenas nos devuelve algo de la energía que le dimos.

Sí, todo trabajo literario es en el fondo un trabajo de colaboración; no se escribe sin ayuda, sin el pie que nos dan ciertas palabras, el eco de una lectura o la conversación de un amigo; todo remite a otra cosa, ninguna frase surge del vacío, etcétera. Pero estas razones tan razonables (y que se reducen, en esencia, a que el lenguaje, la materia misma que empleamos, es una creación colectiva que nos antecede) nada tienen que ver con jugar en el campo del contrincante aceptando sus normas. Ahí llevaremos siempre las de perder. Puestos a ser medio, mejor serlo de las palabras. Puestos a escuchar y obedecer, mejor escuchar los dictados aleatorios –pero nunca caprichosos– del sueño y el deseo, de la memoria y la imaginación. Sin olvidar que servirnos de las palabras es en gran medida servirlas a ellas. Si el encargo ofusca o nos hace olvidar esta obediencia primera, mala cosa.

No se trata de engolar la voz y hablar de inspiración o de llamada interior, términos especiosos sobre cuyo sentido nadie se pone de acuerdo. Basta con reivindicar una fuerza tan humilde y poderosa como el apetito, la necesidad, las ganas puras y duras de llevarse algo a la boca, de saciar el hambre con que celebramos cada regreso a casa. Se ha hablado en ocasiones del vacío que debe acompañar la creación, de ese vacío que debemos hacer en nuestro interior para que la obra surja o comparezca debidamente. Ese hueco no es ninguna abstracción, no es un bonito juego conceptual diseñado para deslumbrarnos. Existe de verdad y es el hueco –palpable, material, urgente– que deja en el estómago el hambre: el escritor tiene ganas de mundo, quiere comer mundo, necesita llenar el buche con esto (en) que vive y que le rodea por todas partes. 

El escritor es, sí, «un artista del hambre», aunque en un sentido algo distinto del que le dieron Hamsun o Kafka. El hambre es su motor, la fuerza que impulsa y orienta su escritura. El ayuno sólo es prerrequisito de la creación en la medida en que abre el hueco que quiere ser llenado –que necesita ser llenado– por el mundo. Pero tampoco hace falta llegar a esos extremos. Basta con salir a la calle y echar a andar. Basta con vagar sin rumbo cierto hasta que el dolor en las piernas haga aconsejable un respiro. Y dejar entonces que el relato tome el relevo.

jueves, octubre 22, 2015

seamus heaney / san kevin y el mirlo



Clive Hicks-Jenkins, Tender Blackbird


Y luego estaba el caso de San Kevin y el mirlo.
Brazos en cruz, el santo se arrodilla
en su celda, pero la celda es estrecha, así que

la palma de una mano sale por la ventana, rígida
como un travesaño, cuando un mirlo desciende
y se acurruca y monta ahí su nido.

Kevin siente la tibia puesta, el pecho diminuto,
las garras y la limpia cabeza arrebujada
y, al descubrirse parte de la cadena eterna de la vida,

siente piedad: ahora tendrá que estarse semanas
con el brazo extendido como una rama a la intemperie,
hasta que los polluelos nazcan y cobren fuerzas y aprendan a volar.

*

Puestos a imaginar la escena,
imaginad que sois Kevin. ¿Cuál de todos es él?
¿Olvidado de sí o viviendo un suplicio

con dolores entre cuello y muñeca?
¿Le hormiguean los dedos? ¿Siente aún las rodillas?
¿O es que el vacío subterráneo

ha trepado por él a ciegas? ¿Hay distancia en su cabeza?
A solas, y reflejado limpiamente en el río profundo del amor,
reza: «trabajar y no buscar descanso»,

una oración que eleva de cuerpo entero
pues ha olvidado el ser, olvidado el mirlo,
y en la orilla el nombre del río ha olvidado.


trad. J. D. / el original, aquí.



Clive Hicks-Jenkins, St Kevin and the Blackbird


Hace más de dos años que Seamus Heaney nos dejó: una muerte quizá anunciada por sus problemas de salud, pero no por ello menos triste. Me gustaría recordarle aquí con uno de los poemas más célebres de su última etapa, este «San Kevin y el mirlo» en dos partes que apareció originalmente en su libro The Spirit Level de 1996. Un poema que toma como punto de partida una vieja fábula referida al eremita irlandés Kevin de Glendalough, fundador de la abadía del mismo nombre, que según se dice llegó a vivir 120 años (del 498 al 618 d. C.), pero que es también una metáfora espléndida sobre el trance poético y el don para ser uno con aquello que se concibe desde la imaginación. Keats lo llamaba «capacidad negativa». Es también un poema sobre la piedad y el amor por todo lo vivo, como si Kevin fuera un heraldo irlandés de San Francisco.

En cualquier caso, se convirtió en uno de sus poemas más célebres, y quienes se lo escuchamos decir en público no olvidamos el placer con que lo hacía, el guiño travieso que subrayaba el vaivén de sus manos al dibujar en el aire la celda y el vuelo del mirlo, el brazo extendido para recibirlo, la voz tranquila y un poco sonámbula con que leía la segunda parte, como si hablara de memoria o recordara algo de lo que había sido testigo. Y, en el fondo, era así.

lunes, octubre 19, 2015

buckets of rain





Ayer por la noche, casi a punto de dormirme, el ruido de la lluvia en las persianas… Mediados de octubre y el agua cae con ganas, en rachas generosas que ponen un filo de hielo en el aire. Pensé que la escritura debía tener ese ritmo, esa soltura, llegar al cuaderno como quien no quiere la cosa y a la vez sin reservas, insistente y pródiga, impulsando sus frases como gotas de agua en el cristal. Me dormí con ese ritmo en la cabeza y hoy, al despertar, tardé en salir de mi sueño, como si las aventuras de la noche fueran la casa en cuyo techo la lluvia debía seguir repicando, incubando palabras.

sábado, octubre 17, 2015

volver


Algunas frases que han ido a volcarse, un poco al azar, en mi cuaderno. Las reúno aquí para delimitar el espacio propicio donde esta bitácora pueda volver a respirar, no sé por cuánto tiempo. Cruzaré los dedos:



Thoreau: «Conoce tu propio hueso, mordisquéalo, entiérralo, desentiérralo, y sigue royéndolo con los dientes».



Orlando González Esteva (en carta de hace algunos días): «La inteligencia alarma a quienes les avergüenza un tanto, como debe ser, tenerla».




Miguel Fisac (creo que leído en un periódico): «La arquitectura es el aire que queda dentro de lo que construimos».




Francisco León (2009): «Los aforismos no pueden ser tomados como leyes para los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe. En eso creo: escribo mis aforismos como “lemas de memoria” que trato de aplicar únicamente en mi escritura».