viernes, octubre 23, 2009

un gato


Los poemas sobre gatos son todo un subgénero poético dentro de la literatura inglesa moderna. Desde las piezas tempranas de Edward Thomas o de Yeats (creador de la memorable Minnaloushe) hasta «Esther’s Tomcat», de Ted Hughes, o «Music and the Cat», de Charles Tomlinson, pasando por el célebre Old Possum’s Book of Practical Cats de T. S. Eliot, la lista de poemas gatunos es interminable y cubre todo el espectro de visiones o puntos de vista sobre la presencia de este felino en nuestra vida cotidiana (y no olvido el largo y hermosamente excéntrico poema de Christopher Smart sobre su gato Jeffrey que colgué hace meses). Peter Redgrove también ha cultivado este subgénero con un breve y hermoso poema sobre el gato de su hija, una viñeta que recuerda a Ted Hughes y que se cierra, muy sugestivamente, con la palabra «luz». Lo traduzco para celebrar que el gato de mi hija, Bigotes, cumple medio año de vida traviesa y algo enloquecida, aunque todavía no le he visto perseguir las gotas de aire condensado en el cristal del ventana. Todo se andará, supongo.


El gato de Zoe

Es joven y delgado, y de un negro tan terso
como si hubiera emergido de un salto
desde el oscuro huevo de la noche. Con ojos

dorados como yemas, escudriña
sobre el cristal helado las gotas de rocío
de nuestro aliento: piensa que son ratones.

Un anillo de gotas patina por el vidrio
y estalla contra el marco: su zarpa se dispara
y observa el agua escasa mientras la hace girar

con ceño inquisidor y, sin dudarlo,
la lengua se dispara y lame ávida,
toma el agua inocente que da un grito de luz.


Trad. J.D.

miércoles, octubre 21, 2009

umberto eco / entrevista

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Foto: Eva Sala


Contra las supersticiones. Acostumbrado a la fuerza y la calidez del icono, sorprende enfrentarse a un Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932) sin su consabida barba y su sombrero, aferrado a un bastón que hace las veces de ancla o de estilete con el que subrayar cada giro de la conversación, cada vuelta del pensamiento. La rueda de prensa ha terminado con más retraso del previsto y se adivina cierta impaciencia en sus maneras, pero pronto las bromas y el afán por compartir anécdotas significativas introducen cordialidad en sus palabras. Eco está en el Círculo de Bellas Artes para recoger la Medalla de Oro que ha recibido por una vida de intensa actividad intelectual y aportaciones sustantivas en el campo de la semiótica, la crítica literaria, el debate de ideas y la creación literaria.

JD: El título de su último libro de artículos, A paso de cangrejo, es explícitamente pesimista y enlaza con un viejo ensayo titulado «Hacia una nueva Edad Media» en el que, apoyándose en un estudio de Roberto Vacca, venía a establecer que ciertos rasgos de la sociedad tecnológica parecen preludiar una nueva Edad oscura (aunque ya entonces aclaraba que la presunta oscuridad de la Edad Media es un mito interesado de la mente renacentista). Uno de los pilares básicos de este paralelismo es el que se establece entre la Pax romana y la Pax norteamericana. ¿Llevaríamos esta idea demasiado lejos, en un sentido simplista, equiparando el ataque del 11-S con el Saqueo de Roma por Alarico en el 410 d. C.? Después de todo, el imperio está ahora en manos de un presidente que ya no pertenece a la gens patricia, que no es un romano/americano de pura cepa. Y los ejércitos que combaten en Irak o en Afganistán, como los que combatían en Vietnam, son ejércitos de bárbaros, incluso de mercenarios reclutados por empresas de seguridad.

Al mismo tiempo, otros fenómenos señalados por Vacca, como la vietnamización del territorio (edificios privados protegidos por empresas de seguridad, barrios convertidos en ghettos, aislados como las «comarcas» medievales) o el neonomadismo (es más fácil viajar de Nueva York a Roma que de Barcelona a Jaén, por poner un ejemplo) han cobrado un vigor significativo.

Umberto Eco: Después de haber escrito el artículo, soy poco dado a decir que haya un paralelismo entre nuestro tiempo y la Edad Media. Cuando aquella discusión tuvo lugar hallé paralelismos, pero ahora respondo siempre que por cien euros encuentro paralelismos entre nuestra época y la de los neandertales, o entre nuestro tiempo y la sociedad minoica… Lo que sea. Sin embargo, algunos de aquellos fenómenos que señalaba entonces siguen desarrollándose, siguen teniendo vigencia. Así, por ejemplo, el hecho de que la alta burguesía viva, a todos los efectos, aislada en castillos blindados con guardianes que los protegen. Esto es verdad, se ha acentuado el aislamiento de los barrios ricos respecto de los pobres...



[Así comienza la entrevista que le hice a Umberto Eco el pasado mes de mayo en el Círculo de Bellas Artes y que acaba de ver la luz en el número 12 de la revista Minerva. Un encuentro rápido, poco más de treinta minutos -los que tuve entre el final de la rueda de prensa y el comienzo de su almuerzo- en los que traté de repasar algunas de sus ideas en clave contemporánea. Sospecho que no lo conseguí. Podéis leer la entrevista íntegra aquí.]

lunes, octubre 19, 2009

james wrigth / mineros

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Si hay un poeta norteamericano que recibió a conciencia el influjo de nuestra vanguardia, de los poemas surrealistas de García Lorca, Alberti, Aleixandre o del Neruda de Residencia en tierra, ése es sin duda James Wright (1927-1980). Director junto con Donald Hall de la influyente revista The Fifties, en la que publicó numerosas traducciones de poesía alemana y española, ganador del premio Pulitzer en 1971 con sus Collected Poems, Wright fue un poeta de vida difícil y algo desafortunada. Nacido en el cinturón industrial de Ohio, hijo de un trabajador siderúrgico, Wright siempre se consideró un outsider, separado de sus colegas por una fortísima conciencia de clase que reaparece una y otra vez en su trabajo. Tuvo problemas de alcoholismo (como Berryman), fue sometido a electroshock (como Plath) y acabó harto de las obligaciones docentes (como otros muchos de su generación). Justo cuando parecía haber encontrado la serenidad con su segunda mujer, Edith Anne Runk, dedicado casi en exclusiva a escribir y viajar por Europa gracias a una beca providencial, le diagnosticaron un cáncer de lengua. Murió en marzo de 1980 después de una rápida agonía.

Encontré la traducción de este poema, «Mineros», en una carpeta donde guardo borradores y trabajos inconclusos (la mayoría escritos a mano) de mis primeros años en Inglaterra, allá por el 92-95. No la recordaba, pero la hoja tenía hasta el número de página del libro original, Contemporary American Poetry, la antología de Donald Hall en Penguin que ya he mencionado en otras entradas. Releyendo los poemas que incluye Hall, y otros que he ido encontrando un poco por azar, me pregunto por qué entonces no me fijé más en su trabajo. Este poema es un buen ejemplo de su destreza para combinar un asunto de corte, digamos, social con la pulsión imaginativa y metafórica de la vanguardia. El resultado es un modelo de sequedad y sugerencia, de emoción contenida y fuerza simbólica que nos deja, también a nosotros, oyendo extraños ruidos en la noche.


Mineros

La policía está rastreando los cuerpos
de los mineros en las aguas negras
de las afueras.

Unos pocos se arrastran
buscando más abajo, hasta que aferran
los dedos del mar.

En algún sitio, al otro lado
del chapaleo y las marmotas soñolientas,
un hombre fuerte, a solas,
aporrea la puerta de una tumba, gritando
Dejadme entrar.

Muchas mujeres
se adentran en los pozos por largas escaleras
y aparecen en los palacios tambaleantes
de cisternas abandonadas.

En medio de la noche
oigo vagones moviéndose sobre rieles de acero,
[chocando
bajo tierra.


Trad. J. D.

domingo, octubre 18, 2009

con los ojos abiertos, a la orilla del mundo

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Fueron los tiempos de la nueva austeridad.
Lunas rotas en los escaparates
y el viento atravesando los relojes;
rostros que los espejos no apresaban
y palabras manchadas por el hambre.

Los perros iban y venían por el barrio
imitando las formas grotescas de los árboles.
En sus paseos dibujaban una selva de aromas
y al fondo de la selva un templo reluciente,
lleno de pájaros que nunca oiríamos.

Todo el mundo salía con maletas,
estábamos en tránsito sin ganas de viajar.
Lejos de la sospecha de los patios
el cielo planteaba ecuaciones incomprensibles
como el habla de los amantes.

Muchas veces el sol brilló por su ausencia,
muchas veces lo hicimos brillar en sueños.
Cada día durante un año
llegaron cartas de lugares por explorar,
cartas en blanco para mi padre muerto.

Y el cartero, con las primeras luces,
descansaba en un banco de la esquina
para calmar su sed
en la niebla insistente
que mordía sus pasos.
.
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viernes, octubre 16, 2009

otras alas

La fábula de Ícaro no es sólo, como se nos recuerda una y otra vez con dedo admonitorio, un aviso a navegantes demasiado ambiciosos, empeñados en franquear o transgredir el espacio que se les ha asignado, el papel que deben representar. Es también una crítica al modo en que ciertas voluntades proceden a plasmarse e intervenir en el mundo. El fracaso de Ícaro no se desprende, en realidad, de ese exceso de hybris que le lleva a rivalizar con el sol, aunque así lo parezca y así haya quedado registrado al margen de la fábula. Su verdadero error está en haberse contentado con una solución mecánica, esto es, en confeccionarse unas alas con plumas y cera que, llegada la hora de la verdad, no resisten el embate del calor. Nosotros no volamos, el avión lo hace por nosotros.

La genuina voluntad no debe contentarse con este atajo mecanicista; aun a sabiendas de que puede lograr poco o nada por esta vía, no debe plasmarse en el tener, en el simple hacer, sino proyectar su energía y sus vectores en el querer ser, en la creencia disparatada, fuera de todo lugar y razón, de que a fuerza de querer volar nos saldrán alas.

jueves, octubre 15, 2009

a ticket to ride / 2

Charlan de sus achaques y visitas al médico como soldados que repasan y enumeran sus hazañas bélicas. Cuentan por medallas cada sesión de rehabilitación, cada palabra de alabanza de las enfermeras. Están encantadas de conocerse y poder comparar datos, informes, experiencias. Hasta que empiezan a recordar sus conversaciones con los médicos. Entre el ruido del autobús en marcha y los timbrazos de un móvil cercano me llega sólo el final de una frase: «Así me lo dijo, mira: ‘Tiene que pensar que su cuerpo es como una vela que se apaga’». Sentado en silencio junto a la ventana, no sé qué más reprocharle a ese médico desconocido, si la crudeza del comentario o el que lo aliñara cínicamente con un toque de falso lirismo.

miércoles, octubre 14, 2009

5 secretos

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Cultivé con entusiasmo el único punto en que estábamos de acuerdo: su hartazgo de mí.

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Su inmadurez sería encantadora si su cuerpo no la desmintiera una y otra vez.

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Sé bien que he decepcionado al joven que fui: todos sus sueños, sus inquietudes, sus aspiraciones, convertidos en bosta para estercolar. ¡Pero ya quisiera yo verle en mi situación!

*

Su inteligencia era como un cuchillo sin mango. No sabía cómo emplearla sin cortarse.

*

¿Aprender otra lengua? Pero si dice siempre lo mismo.
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lunes, octubre 12, 2009

yeats / la segunda venida

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Girando sin cesar en la espira creciente
el halcón ha dejado de oír al halconero;
todo se desmorona; el centro se doblega;
arrecia sobre el mundo la anarquía,
arrecia la marea rebosante de sangre, y en todas partes
la ceremonia de la inocencia es anegada;
los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores
están llenos de brío apasionado.

Sin duda una revelación es inminente;
sin duda la Segunda Venida es inminente.
¡La Segunda Venida! Apenas digo estas palabras
cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi
perturba mi visión: oculta en las arenas del desierto
una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
de pupilas vacías y crueles como el sol,
mueve sus lentos muslos, mientras en torno fluyen
las sombras indignadas de las aves del yermo.
Cae de nuevo la oscuridad;
pero ahora sé que veinte siglos de pétreo sueño
fueron mortificados hasta la pesadilla por el mecerse de una cuna,
¿y qué bestia escabrosa, llegada al fin su hora,
se arrastra hacia Belén para nacer?

1920


Trad. J. D.

sábado, octubre 10, 2009

pausa publicitaria

Como reza un pequeño recuadro informativo que colgué a mediados de septiembre en la columna izquierda de esta bitácora, del lunes 2 al viernes 6 de noviembre, de 17.00 a 20.00 h., impartiré un taller de poesía en La Casa Encendida de Madrid. Una oportunidad, creo, para compartir lecturas y escrituras, desterrar tópicos e ideas preconcebidas y profundizar en el ejercicio de la composición, la creación de imágenes, el desarrollo de ideas e intuiciones… La matrícula cuesta 45 €. Por desgracia, sólo podemos tener 15 alumnos por taller, así que habrá selección previa. Me dicen desde La Casa Encendida que el plazo de inscripción termina el próximo viernes día 16 de octubre. Si queréis más información, pulsad en el logo de LCE que aparece a la izquierda y accederéis a un documento en pdf con toda la información pertinente.

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Mi buen amigo el poeta José María Castrillón y un servidor hemos abierto una revista/bitácora llamada Las razones del aviador. Un lugar donde ir colgando cada cierto tiempo ensayos, artículos, poemas y traducciones de los autores más diversos. Una forma de satisfacer nuestra pulsión editora, algo adormecida durante cinco años después del cierre de la revista Solaria. Contamos con el apoyo y la ayuda de otros dos buenos amigos: Jaime Priede y Tomás Sánchez Santiago, y con un buen cargamento de colaboraciones que irán viendo la luz cada diez o quince días, más o menos. La idea es crear un lugar abierto y ecléctico, un foro de creación y reflexión crítica, pero sin concesiones al «todo vale», la actualidad periodística o muchos de esos presuntos valores mediáticos que se disipan tan pronto damos un paso en su dirección. A ver si lo conseguimos.

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Desde hace algunas semanas vengo colgando mis poemas, antiguos y recientes, en una bitácora que toma el nombre del libro que publiqué en Pre-Textos hace casi diez años, Lección de permanencia. Voy a poema por día, más o menos, así que calculo que a finales de año habré dado cuenta de la mayor parte de los textos que aún considero dignos o al menos publicables, aunque pertenezcan a otra época de mi vida o hayan dejado de responder a lo que pido de un poema. Es una curiosa manera de hacer balance y de revisar viejos papeles, con lentitud y también con feliz constancia, porque de alguna manera, al recogerlos ahora, vuelven a formar parte del presente. En cierto modo, es como si estuviera escribiendo o preparando mi primer libro de poemas. Ahora que llevo algo más de cincuenta entradas, creo que es hora de anunciar de viva voz (o de viva letra) su existencia. Quedáis invitados.

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Y para terminar con una nota totalmente distinta, un fragmento de diálogo que oí el otro día en la calle, dos adolescentes que caminaban por delante de mí y que dejaron en el aire esta pequeña perla:

Ella: ¿Has visto La vida de Brian?
Él: No… Bueno, vi partes…
Ella: Los Monty Python son geniales.
Él [rotundo]: Si te digo la verdad, yo creo que no les he pillado el punto porque nunca me he puesto a verlos en serio.

jueves, octubre 08, 2009

hipótesis

Un lugar, en la calle atestada de gente, por el que nadie ha pasado nunca. Un lugar intacto. ¿Un lugar muerto?

miércoles, octubre 07, 2009

mark strand / traducción


Uno de los textos más divertidos y sugerentes sobre traducción poética que he leído nunca es esta breve pieza en cinco partes que su autor, el poeta norteamericano Mark Strand (aunque nacido en Prince Edward Island, Canadá, en 1934), incluyó originalmente en su libro de poemas The Continuous Life (1990; La vida continua). Once años después, en 2001, volvió a ver la luz dentro de un compendio de ensayos titulado The Weather of Words (Alfred A. Knopf, 2001; El clima de las palabras). El texto (¿poema? ¿ensayo?) habla por sí solo y no requiere glosa o comentario. Es irónico, es ameno, y en sus cinco partes Strand desmonta con frescura y rotundidad algunos tópicos sobre el tema, además de rendir un sentido homenaje a Borges. ¿Qué más se puede pedir?

 
 
Traducción

I

Hace algunos meses, mi hijo de cuatro años me dio un sobresalto. Se había agachado y estaba limpiándome los zapatos cuando alzó los ojos y dijo: «Mis traducciones de Palazzeschi no van por buen camino».


Retiré el pie de inmediato: «¿Tus traducciones? Ignoraba que supieras traducir».


«No me has prestado mucha atención últimamente –respondió–. He tenido grandes dificultades a la hora de decidir cómo quiero que suenen mis traducciones. Cuanto más atentamente las miro, menos seguro estoy de cómo han de ser leídas o comprendidas. Y, dado que soy un poeta incipiente, cuanto más se parezcan a mis propios poemas, menos probable es que tengan alguna calidad. Trabajo sin cesar, haciendo infinidad de cambios, con la esperanza de llegar por algún milagro a la versión adecuada en un inglés que no soy capaz de imaginar. Ha sido duro, papá.»


La visión de mi hijo bregando con Palazzeschi hizo que me saltaran las lágrimas. «Hijo mío –dije–, deberías traducir a un poeta joven, alguien de tu edad, que no haya escrito buenos poemas. De este modo, si tus traducciones son malas, no tendrá importancia.»


 
II

La maestra de mi hijo en la guardería vino a verme. «No sé alemán», dijo, mientras se desabrochaba la blusa y el sujetador y los dejaba caer al suelo. «Pero siento la necesidad de traducir a Rilke. Ninguna de las traducciones que he leído me parece buena. Si las combinara todas, estoy segura de que podría conseguir algo mejor.» Se bajó la falda. «He leído que Rilke es una especie de Gerald Manley Hopkins en alemán, así que tendré El naufragio del Deutschland a mano. Algo me tiene que influir, a la fuerza. No sé bien qué poemas traduciré, pero me inclino por las Elegías de Duino, pues se parecen más a mis propios poemas. Por supuesto, asistiré a clases de alemán mientras trabaje.» Se quitó las medias. «Bien –preguntó–, ¿qué te parece?»

«Eres una de esas personas –dije–, que piensa que la traducción es una lectura, no del texto original, sino de todas las demás traducciones que están a su alcance. ¿Por qué gastar dinero en clases de alemán si tu traducción se nutre en realidad de traducciones ya publicadas?» Luego, mientras extendía la mano para espantar una mosca de su cabello, proseguí: «Tu estrategia es la del editor: corriges la traducción de otro hasta que suena como tú quieres, sorteando la etapa más importante en la conversión de un poema en otro: el estadio inicial que cifra la originalidad de tu lectura y que consiste en encontrar equivalentes aproximados. Incluso si trabajas con alguien que sepa alemán, no serás más que el editor de esa persona, pues será ella quien dé el primer paso, y, por mucho que racionalice su elección, la habrá hecho de forma intuitiva o automática».

«¿Me estás diciendo que no debería traducir?», dijo ella.


 
III

«¿Qué sucede?», le dije al marido de la maestra de la guardería.

«He decidido no dedicarme a la traducción a fin de salvar mi matrimonio –dijo–. Había pensado en traducir los poemas de Jorge de Lima, pero no sabía cómo.» Se secó la humedad del labio superior con un pañuelo de papel arrugado. «Pensé que tal vez una traducción debía sonar como una traducción, de modo que el lector supiera que aquello que estaba leyendo tenía una vida anterior en otra lengua y no había sido concebido en inglés. Pero no era capaz de escribir en un estilo que hiciera pensar al lector que lo que estaba leyendo era mejor cuando aún no había pasado por mis manos. Dignificar el poema a costa de la traducción me parece un procedimiento tan perverso como borrar el original con una traducción. No sólo eso», dijo, mientras secaba mi labio superior con el pañuelo, y me acariciaba la mejilla con el dorso de su mano, «sino que si el idioma poético dominante de una época determina cómo ha de traducirse un poema (y en general es así), también ha determinar qué poemas deberían ser traducidos. Es decir, en un periodo dominado por un estilo coloquial y de bajos vuelos, las formulaciones barrocas y exhibicionistas no están bien vistas. Así pues, ¿qué debería hacer un traductor? ¿Debería adoptar un estilo antiguo? ¿O ello resultaría en una parodia de la vitalidad, candor y naturalidad del original? Aunque Jorge de Lima es un poeta del siglo veinte, su variedad de modernismo está pasada de moda y no encaja bien con la poesía que se escribe hoy en día. Hasta donde se me alcanza, con sus poemas no se puede hacer nada.» Y acto seguido echó a andar por la calle hasta esfumarse.


 
IV

Para huir de este parloteo incesante sobre traducción, me fui a acampar solo en el sur de Utah. Estaba a punto de encender la hoguera cuando un hombre desnudo de cintura para arriba salió de la tienda vecina, se incorporó, y comenzó a cortarse las uñas. «Usted no sabe quién soy –dijo–, pero yo sí sé quién es usted.»

«¿Quién es usted?», pregunté.

«Me llamo Bob –dijo–. He pasado los veinte primeros años de mi vida en Pôrto Velho y creo que Manuel Bandeira es el gran poeta desconocido del siglo veinte. Desconocido, claro está, en el mundo de habla inglesa. Quiero traducirle.» Luego entrecerró los ojos. «Enseño portugués en la Universidad del Sur de Utah; el portugués es una lengua muy necesaria ya que pocas personas saben que existe. Esto no le va a gustar, pero la poesía norteamericana contemporánea no me interesa y no veo por qué esta circunstancia debería impedirme traducir poemas. Siempre puedo conseguir que uno de los poetas locales le eche un vistazo a lo que he hecho. Para mí, lo que importa es el significado.»

Aturdido por sus cejas perfiladas y su fino bigote, le respondí en un tono algo injusto: «Ustedes, los profesores de lengua, son todos iguales. Poseen un conocimiento de la lengua original y tal vez cierto conocimiento del inglés, pero eso es todo. Lo más probable es que sus traducciones sean versiones literales sin resonancia ni personalidad poéticas. Ustedes son los primeros en declarar la imposibilidad de traducir, pero menosprecian cualquier intento de reducir esa dificultad.» Y acto seguido guardé mis cosas, deshice la tienda y regresé a Salt Lake City.


 
V

Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. «Tenga cuidado, Borges –grité–. El suelo es resbaladizo y usted está ciego.» Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: «Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que supone en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados tan general que permite no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?»

«Sí», me dijo, con aire resignado.

«¿Entonces no piensa –le dije– que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.»

«Sí», dijo. Parecía entusiasmarse.

«Digamos, pues –le dije–, que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?»

«Descubrirá usted –dijo Borges– que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otro Quijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.»

«No casi –le dije–, sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.» Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. «Borges…» Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. «Borges…» Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.

 
Traducción J. D.

martes, octubre 06, 2009

la última vez


Vivir es despedirse, leo en un poema de mi amigo Juan Malpartida. Y pienso que muchas de las imágenes (cuadros, retratos, fotogramas) a las que vuelvo con insistencia tienen un poco ese aire de despedida perpetua, quizá porque saben capturar a sus protagonistas cuando están a punto de ser otra cosa, o de ser nada, o de hundirse lentamente en su propia sombra; quizá porque todos procuramos enseñar nuestro lado mejor al despedirnos.

Como si fuera la última vez, solía decirles Nicholas Ray a sus actores antes de rodar cada escena.

lunes, octubre 05, 2009

sobre ruedas

Tener una cámara en las manos es subirse a un vehículo que nos pasea entre las cosas sin tocarlas. Barremos la escena para encontrar el asunto, el encuadre, giramos el objetivo para acercar o alejar la imagen, ajustamos la velocidad, graduamos la luz, nos adentramos en el mundo desde un recuadro que podría ser la ventanilla de un coche o de un vagón de tren. Es la cámara la que toma las riendas, la que dirige nuestro mirar y nuestra impaciencia, la que media con las cosas a fin de hacerlas más presentes, destacarlas y revelarlas, ponerlas a desfilar con descaro ante nosotros. Es la cámara la que nos conduce, la que nos lleva y nos trae por éste, el imposible mundo, y lo hace posible.

viernes, octubre 02, 2009

furtivos

A veces me pregunto si no escribimos como excusa o medio para ver cómo es el mundo cuando nosotros no estamos, empujados por un deseo de sorprender a las cosas en su soledad enigmática, de volver furtivamente al mismo lugar donde antes o después, en otro tiempo, tuvo lugar el ensayo general, siempre insatisfactorio, de nuestra vida.