miércoles, junio 25, 2014

roy fuller / un poema


en memoria de mi gato domino: 1951-1966 

Me levanté a primera hora para orinar, y me pareció verte
curvado en una silla, la cabeza vuelta hacia mí,
como hacías cada mañana. Pero casi al instante,
más hecho a la penumbra, solo había una jarra
y una toalla de mano. Tiempo de sobra, sin embargo,
para que recayeran sobre mí las responsabilidades
del amor.
.......  .....El carácter único de los muertos
es la fuente de nuestro sentimiento de pérdida y de luto;
ya de vuelta en la cama, traté de no evocar
cuanto sé que está intacto en mi mente: tu vida,
sujeta como estaba a mi cuidado.

No puedo concebir que estés muerto; tan sólo
te has ido antes que yo a un mundo que nos envía
indicios decrecientes de sus seres…
al fin y al cabo, seguro que les parecemos
patéticos, valiosos aunque poco importantes.

Fue tanto el tiempo que pasamos juntos
que no se me ocurrió que pudiera quedarme rezagado.
Hasta cuando sostuve el pelo familiar
y te envolvió la ola dulzona del sedante
pensaba que era yo quien viajaría…
Pero al mirar atrás solo hay vacío,
tus viejas medicinas y el retrato
que nos hicieron: triste modo de vida del que te has desprendido. 


trad. J.D. / el original, aquí.





No conozco bien la figura de Roy Fuller (1912-1991), más allá de que parece representar un modelo de escritor que se extinguió hace años. Descontando los cinco años (1941-1946) que pasó en la Royal Navy, trabajó toda su vida como abogado en una sociedad de préstamo inmobiliario. Ello no le impidió ser un poeta y novelista prolífico, que aprovechaba las tardes y los fines de semana para cumplir con su vocación; un perfecto «hombre de nueve a cinco [nine-to-five man] que vio la poesía» –como describió Heaney a Philip Larkin–, algo que solo es posible en sociedades tan reguladas y estructuradas como la Inglaterra de los años cincuenta y sesenta, y en un momento en que las obligaciones laborales no habían colonizado aún todas las horas del día.

Por las fotografías, Fuller parece haber sido el típico hombre de clase media, pulcro y ordenado, pilar del establishment, al que John Cleese interpretaría con vocación satírica en los sketches de Monty Pithon. Y las apariencias no andaban del todo descaminadas, pues una de los rasgos de su obra es su sentido del equilibrio, su ecuanimidad; esa impresión de madurez tranquila de quien tiene a sus demonios bajo control. Él mismo era consciente de que su imagen de hombre práctico o de negocios se prestaba a ser malentendida. En un poema titulado «War Poet» hace repaso de las dolencias y desequilibrios de sus predecesores (de Swift a Coleridge, de Donne a Lawrence, pasando por Blake, que «vio pulgas y elfos») antes de concluir: «Les envidio no solo su talento / y su fértil carencia de equilibrio / sino que parecieran elegir / el sesgo de su voz, triste y fatal».

Fuller se educó en la obra de Auden y Spender, con los que compartió un interés temprano por los problemas sociales y el marxismo. Después de un breve coqueteo con el surrealismo, el trauma de la guerra le convenció de que la poesía, como recuerda su hijo, el también poeta John Fuller, «estaba en contar la verdad tal como la veía». Como Auden, era un virtuoso, capaz de expresarse en moldes formales muy diversos, aunque quizá sin el atrevimiento –la impertinencia– de su maestro. Ese virtuosismo lo convirtió con los años en un excelente poeta de circunstancias, como demuestra este poema que dedicó a su gato Domino: una muestra de esa poesía de lo cotidiano en la que los ingleses son maestros; y también una confirmación, por si hiciera falta, del afecto que profesan por sus mascotas, hasta extremos que a los poetas de nuestra lengua nos suelen parecer insólitos o vergonzantes. Es verdad que a nosotros, en general, el género de la poesía de circunstancias nos pilla lejos, no sé si porque entendemos la intimidad de otra manera o porque –directamente– no tenemos un lenguaje público y más o menos aceptable para ella.

viernes, junio 20, 2014

tómbola






Cuando el periodismo no es más que miedo al silencio.



Nunca perdía los papeles. Esperaba venderlos a buen precio.



Se quita la cabeza, la coloca en el suelo lejos de sí, y vuelve donde estaba. Al instante en que la cabeza lo reclama con angustia a su lado lo llama pensar.



Habla y habla sin descanso, suelta palabras por la boca como quien suelta lastre y arroja sacas por la borda. Sigue hablando mientras sube por el aire y se vuelve más ligero, más pequeño. Al final es un punto que se esfuma en el horizonte.



Es el tendón de Aquiles de su propia vida.



Después de mucho esfuerzo, logró desprenderse de su nombre. A la luz, parecía la costra de una herida.



Con cada nueva frase va dibujando una boca en el rostro de las cosas.



Callar como quien respira. Escribir como quien contiene el aliento.



Toma lecciones de sintaxis estudiando el culebreo del gusano en la manzana.


lunes, junio 16, 2014

haya paz





Siempre me ha parecido que en el trabajo crítico de Octavio Paz tuvo mucho peso la idea del «Museo imaginario» de Malraux, ese colección subjetiva, hecha a medida, que mezcla épocas y estéticas y cuyo hilo conductor es el afecto, la simpatía natural que uno siente por ciertas obras, las relaciones de contraste y semejanza que las sostienen en el aire como extremos de un imán invisible. Paz se convirtió, por carácter o destino, en un curador experto de su propio «Museo imaginario», capaz de escribir con autoridad sobre los escritores, artistas e intelectuales más variados, de ponerse en su piel y entender sus motivos, sus impulsos secretos, hasta sus desatinos. Digo entender, no justificar las faltas morales ni comulgar con ruedas de molino ideológicas; pero el reproche, cuando surgía de un trasfondo de admiración, se enmarcaba en un contexto argumental que intentaba desvelar la raíz de la obra, su horizonte posible. En este ejercicio desplegó –él, que siempre quiso escribir una novela y que sintió esa limitación como una herida– la empatía de un narrador clásico, el don para desdoblarse en distintas sensibilidades, para verlas desde dentro y deducir sus motivaciones. Empatía de narrador y también, por qué no decirlo, del gran traductor que fue. Sabemos que el otro nombre del traductor es «intérprete», y Paz fue, en efecto, un intérprete espléndido, un actor de singular temperamento dramático capaz de desdoblarse en muchos yoes sin dejar de ser él mismo. Quizá de ahí, en primera instancia, su interés temprano por Pessoa y el juego de los heterónimos; o su reconciliación tardía con Antonio Machado, al que volvió por el lado de sus apócrifos, el cancionero de Abel Martín y los apuntes de Juan de Mairena.

Paz lo mismo era capaz de hablar de Eliot que de Ginsberg, de Cernuda que de D. H. Lawrence, de los Vedas que de un haiku de Bashô, y a todos dedicó páginas que cabría llamar deslumbrantes si no fueran a la vez iluminadoras: en ellas la luz no ciega los ojos sino que permite ver más allá, más adentro. Esta facilidad para pensar lo más diverso, para disfrutar de la poesía y el arte más formalistas y a la vez aplaudir los desarrollos más tensionados por la vanguardia –para admirar, por ejemplo, la conciencia escindida de Baudelaire y emocionarse con el versículo de exaltación democrática de Whitman o el vitalismo nietzscheano de Yeats–, está en Paz desde siempre y anima la escritura de El arco y la lira, uno de sus libros centrales y a la vez más enigmáticos, pues es un intento exuberante y hasta desmedido de abarcarlo todo, de no dejar un palmo del reino de la poesía por explorar, y en el curso de ese empeño parece que la poesía, a fuerza de serlo todo, no fuera nada en concreto, perdiera definición, los límites que hacen de algo lo que es. El ensayista posterior, más sereno y maduro –el autor de Cuadrivio o Los hijos del limo–, aprende a limitar el campo de actuación y ceñirse a su argumento, dosificando las digresiones y apartes ilustrativos.

Sospecho que esta facilidad suya para ponerse en la piel de creadores que solo podían congeniar en las salas de su «museo imaginario» perjudicó la recepción de su poesía, cuyo desarrollo va incorporando muchos de los acentos y sensibilidades que él mismo explora en la obra de otros, hasta llegar a ese libro de libros que es Árbol adentro, donde conviven el versículo y el haiku, el instante lírico y el epigrama irónico, la meditación extensa y el apotegma sentencioso, el diamante de Mallarmé y la pulsión narrativa de Wordsworth… La variedad de tonos y registros de esta poesía, lejos de verse como una riqueza, se ha recibido en ocasiones con desconfianza, como si surgiera del manantial de la inteligencia crítica más que de la emoción, y como si la inteligencia, a su vez, no pudiera ser emocionante o estar cargada de emoción; o como si esta facilidad para ser muchos o ser en muchos no fuera el resultado de largos años de esfuerzo, el fruto de una destreza que no excluye, ni mucho menos, el talento, la aptitud natural. Paz no dominó la poesía, no la vio desde arriba, sino que trató de ser su sirviente, un oficiante a la espera de esa llamada sin la cual no hay poema que valga (ni salga). Otra cosa es que, entretanto, fuera uno de sus grandes misioneros, alguien capaz de dar voz y aliento a los santos de su breviario.

[Revista Quimera, núm. 367, junio 2014, p. 66]

lunes, junio 02, 2014

ruskin / sobre el trabajo





Sabemos a ciencia cierta que entre los planes de Dios no está el que los hombres vivan en este mundo sin trabajar; pero me parece no menos evidente que Su intención es que los hombres sean felices en su trabajo. Está escrito que «con el sudor de tu frente» comerás pan, pero no «con el dolor de tu corazón»; y descubro que, si por un lado, ríos infinitos de miseria nacen de la existencia de gente ociosa que no hace lo que debe y que despierta toda clase de conflictos en asuntos que no son de su incumbencia, por otro, un río no menor de miseria nace de gente infeliz y abrumada por el trabajo, por la sombría idea de trabajo que se forjan y que inoculan en los demás. Incluso si esto no fuera cierto, creo que el hecho de que sean infelices es por sí solo una violación de la ley divina, un síntoma de locura o de pecado en su forma de vida. Ahora bien, para que alguien sea feliz en su trabajo se precisan tres cosas: debe estar cualificado para su tarea; esta no debe ser excesiva; y ese alguien debe sentir que la ha culminado con éxito; no una percepción dudosa que necesite del testimonio o la confirmación de otras personas, sino la certeza, o más bien el conocimiento, de que ha cumplido bien y de manera productiva con su tarea, sin importar lo que piense o diga el mundo. Así pues, para que una persona sea feliz no solo hace falta que sea competente, sino también que sepa enjuiciar su propio trabajo.