miércoles, octubre 31, 2018

refutación



 
Gerhard Richter, 22.01.2000 [Florence]



La vida divina es presente eterno.
—Ernst Jünger

1

En la lengua del infierno
no hubo pasado
ni habrá futuro

todo tiene un nombre
y hay un nombre para cada cosa:

limpia
fija
da esplendor

su nudo palpable

plomada

deteniendo el tiempo


2

Nuestras vidas
un tren que se aleja
en la planicie

de nosotros
queda tan solo
la silueta del humo

en la distancia


3

Quien habla futuro
habla esperanza

en el principio fue el Verbo
arma cargada de futuro

la vida:
alguien corre detrás de una bala


4

Allí
han prohibido los verbos:

sin tiempo
sin actos
sin movimiento

tan solo los nombres
mirándonos muy fijamente
con sus tercos ojos negros


5

Y nosotros:

estatuas
cuyos dueños han abandonado

quién dijo
esperanza
deseos

la vida está
demasiado lejos


1995

sábado, octubre 27, 2018

david kuhrt / relojes de sol





Somos relojes de sol
en un jardín olvidado.
Nuestros cuerpos,
oscura sustancia,
crean tiempo
al hurtar la luz.




Entre las versiones que quedaron fuera de Libro de los otros, sigo teniendo cariño por este breve poema de David Kuhrt que leí en un viejo número de la revista Agenda (de 1995, nada menos). Me parece francamente apropiado para el día de hoy, víspera del tradicional –y para mí enloquecedor– cambio de hora del otoño. Nada o muy poco sé de su autor, salvo que trabaja como artesano cartelista en un pueblo de Sussex y escribe poesía y artículos de comentario social. Esta miniatura suya siempre me ha parecido un aforismo disfrazado de haiku.

martes, octubre 23, 2018

poética del sueño


Creo haber leído una de las primeras afirmaciones anti-modernas de un escritor moderno en las memorias de Canetti cuando, a propósito de su desencuentro juvenil con Joyce –que había reaccionado con penosa extravagancia a la lectura pública de La comedia de la vanidad–, reivindica el poder y la integridad de la palabra y se opone a cualquier intento de «atomizar» el lenguaje. Entiendo que por atomización Canetti se refería al recurso vanguardista de romper o fragmentar el lenguaje en los planos bien morfológico –de las palabras– bien sintáctico –de la frase–. El autor de Masa y poder fue siempre un maniqueo y aquí vuelve a establecer una oposición que debe leerse más por lo que nos dice de su mundo que por lo que ilumina a otros escritores (aunque sirva para entender la peculiar forma de modernidad de su admirado Musil). Basta leer Trilce para saber que la fractura lingüística puede tener un alto valor expresivo y metafísico y conllevar un mundo insospechado de significaciones.

Nunca he olvidado el comentario de Canetti, aunque entonces no entendiera del todo su causa ni su sentido último. Y recuerdo que algunos de los poetas norteamericanos a los que he traducido –Anne Carson y Jeffrey Yang, muy en particular– son maestros en el arte de la ruptura y han sabido sacarle un partido sorprendente un siglo después de los primeros experimentos dadaístas. Hasta que hace unos años se me hizo evidente, en la práctica, que el recurso de la atomización verbal había dejado de tener valor expresivo o creativo para mí. Lo leo, lo traduzco y lo admiro en otros, pero la evolución de mi trabajo me ha ido llevando de manera natural a un trato muy distinto con las formas. Hubo un último coletazo en Monósticos, escrito en el otoño de 2011, pero incluso ahí la sintaxis sigue patrones más o menos normalizados: el experimento consistía más bien en yuxtaponer con violencia versos que eran frases cerradas sobre sí mismas y ver si las explosiones (controladas, por supuesto) liberaban alguna clase de sentido. Ciertos lectores amigos me dijeron que la serie suponía un soplo de aire fresco y que abría la puerta a nuevas experimentaciones. A mí, en cambio, me pareció una oportunidad para decir: «Hecho», y pasar a otra cosa. Es muy posible que esté equivocado.

Cuando hablo de «un trato muy distinto de las formas» me refiero a que casi toda la poesía que he escrito recientemente es figurativa y, en muchos casos, tiene un espinazo narrativo. Al mismo tiempo, esta voluntad narrativa convive con una visión, esta vez sí, fracturada del mundo. La ruina, el fragmento, el agregado de restos y retales, están inscritos en una mirada que se declara incapaz de poner orden o sentido en lo que ve. Pero recrear esta visión en un lenguaje similarmente fracturado me parece la opción más literal –ergo: la más aburrida– y la manera más segura o inmediata de abdicar de los poderes de la imaginación. «One builds a house of what is there», escribe Charles Tomlinson en un verso que Octavio Paz traduce como «La casa se construye con lo que ahí encontramos» (Hijos del aire, I, 1), y creo que la frase resume bien el sentido de un trabajo que parte de lo dado, eso que está ahí, a nuestros pies, eso que nos encontramos en el suelo, los cascotes, la ruina del tiempo, para convertirlo en una casa, un hogar de la imaginación para la imaginación (ajena y propia). De ahí la importancia, en el original, de la preposición «of» [de], que Paz normaliza echando mano del más esperable «con»: de lo que está ahí, a partir de lo que tenemos, de lo que ahí encontramos, se hace una casa. La visión final está ligada indefectiblemente a los materiales de partida –que son, no lo olvidemos, materiales de derribo–, pero el propósito es hacer de ellos una casa, algo habitable y congruente, aunque también mordido –es inevitable– por el diente roedor del tiempo. Sin olvidar, como recuerda Tomlinson, que la casa se hace «(a partir) de lo que traemos». A la mesa, claro. Al escritorio con su cuaderno abierto.

Desde hace años me interesa el poema como una forma de sueño lúcido, de sueño con los ojos abiertos que fluye con naturalidad en medio de la niebla, con personajes que no saben qué hacen ni por qué están donde están, inmersos en un trasfondo que tiende a mutar o transformarse sin aviso, o que incluso desaparece bajo sus pies. Exagero, desde luego, pero la hipérbole apunta a un ideal del que los poemas se alejan más o menos según las circunstancias o su naturaleza. La noción de relato me parece cada vez más seductora, una corriente que fluye por un territorio fantasmal, a menudo poco más que entrevisto, y que se compone de fragmentos encadenados, saltos de nivel y transiciones inesperadas pero que van configurando, de poema en poema, su propia lógica. Un relato fluido, ágil si es preciso, en el que las transformaciones propias de la metáfora se desplazan por necesidades del guión al plano de la sintaxis, de la relación entre frases. Y todo esto para decir que estas nociones complementarias de sueño, de relato, de corriente narrativa y algo sonámbula me parecen ahora el medio mejor, al menos en mi caso, para restituir a la imaginación el rango que nunca debió perder en poesía.

Decía Canetti –vuelvo a él– que la poesía es el territorio de la metamorfosis: el reino de la transformación y la analogía, del esto es aquello, de la extrañeza que deslumbra y alecciona. Pero podemos llevar el poema a los terrenos de caza del relato, allí donde esto nos lleva a aquello y a su vez a una tercera cosa que arroja luz sobre el conjunto antes de dejarse atrás a sí misma. Esto es lo que ahora me parece escuchar en un poema reciente, «Primer acto»: estamos, empezamos, nos vemos «aquí… con las ruinas», y terminamos «siempre lejos, siempre volviendo a casa».

viernes, octubre 19, 2018

sobre eduardo arroyo





Eduardo Arroyo no fue solo un espléndido pintor y dibujante, un artista en toda la extensión de la palabra, sino un escritor más que notable. La lectura de sus memorias, tituladas Minuta de un testamento, me impresionó. De esa lectura, y de la frecuentación intermitente de su obra, surgió este escrito, «Retrato del artista en el ring», que publiqué en su día (allá por el 2012) en la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes. Creo que ahí se dicen cosas sobre la obra de Arroyo que son aplicables a la creación en general, o eso me ha parecido al releerlo. Descanse en paz.

lunes, octubre 15, 2018

visto / oído


Ni devolver el golpe ni poner la otra mejilla; basta con apartarse.



El adolescente que va por la calle con sus padres. Lo que tiene de guapo lo ha heredado claramente de su madre. Si tuviera un padre bien parecido podría ser incluso modelo. ¿Lo intuye al mirarse en el espejo? ¿Hará comparaciones? ¿Habrá empezado a odiar un poco a su padre sin darse cuenta?



En la sala de espera de radiología: «Ay, hija, el oído lo tengo más fino que el coral…».

jueves, octubre 11, 2018

w. b. yeats / recuerda la belleza olvidada





Cuando te estrecho entre mis brazos
arrimo al corazón una belleza
que se extinguió del mundo hace ya mucho;
coronas enjoyadas que al huir sus ejércitos
los reyes arrojaban a lagunas sombrías;
cuentos de amor que damas soñadoras
hilvanaban con seda
en telas que ha mordido la polilla asesina;
rosas que desde siempre
las doncellas prendían a su pelo,
lirios frescos como el rocío
que las damas lucían por pasillos sagrados
donde el incienso alzaba tales nubes
que sólo Dios podía abrir los ojos:
pues aquel pecho pálido y aquella mano persistente
provienen de una tierra más sumida en el sueño,
de un tiempo más sumido en el sueño que el nuestro;
y cuando entre dos besos tú suspiras
escucho suspirar a la blanca Belleza
por la hora en que todo ha de morir como el rocío,
mas llama sobre llama, abismo sobre abismo
y trono sobre trono, sumidos en letargo,
el peso de la espada en sus férreas rodillas,
cavilan sus altivos misterios solitarios.


trad. J.D. / el original, aquí



El que algunos lectores afines se hayan acercado a esta bitácora se debe, en gran medida, a las versiones poéticas que he ido compartiendo a lo largo de los años. Así que tocaba ya retomar esa veta de mi trabajo literario, y lo hago con uno de los poemas más impúdicamente románticos y «medievalistas» de W. B. Yeats, de su libro El viento entre los juncos, publicado en 1899, en ese primer momento de plenitud artística y creativa que lo puso al frente del llamado renacimiento celta. También Yeats, como nuestro Juan Ramón Jiménez, renegó en parte de la opulencia retórica y el tono sentimental de su poesía de juventud, pero este «He remembers Forgotten Beauty» [«Recuerda la belleza olvidada»] sigue siendo un poema hermoso, capaz de encerrar (y preservar) en unos pocos versos la fuerza melancólica de su amor por Maud Gonne. Nadie escribe ya poemas semejantes, la verdad; y quizá por eso disfrutamos aún más de su lectura.

domingo, octubre 07, 2018

¿hay alguien ahí?



Peter Redgrove, 1969 © Penelope Shuttle


Quizá el ejemplo más curioso de lector de poesía puro que conozco (o del que tengo noticia, al menos) sea el de un tal J. H. Barclay, que en su vejez se aficionó a la poesía de Peter Redgrove y se dedicó a coleccionar todos sus libros e incluso a recopilar sus publicaciones en periódicos y revistas. El señor Barclay había dejado la escuela a los trece años y trabajó hasta su jubilación como pastelero y fabricante de galletas (biscuit-maker) en un pueblo cerca de Liverpool. Dice Neil Roberts, el biógrafo de Redgrove, que llegó a viajar a Londres sólo para asistir a una lectura del poeta y que solía visitar los lugares que protagonizaban o aparecían en sus libros, «cuidando siempre de no molestar».

Así descrito, el señor Barclay parece un modelo de excéntrico inglés, que se aficionó a la obra de un poeta como otros se dedican a las maquetas de trenes o la jardinería. Sin embargo, su devoción por la escritura de Redgrove parece haber sido genuina. En una carta llegó a decirle que «no puedo expresar lo que sus poemas significan para mí. Espero no ser una molestia al ponerle estas letras». El señor Barclay no tenía lo que ahora suele llamarse «educación formal» y su experiencia vital estaba en las antípodas de la del poeta, que sí fue un excéntrico redomado que nunca se adaptó del todo a sus circunstancias (o que se imponía alegremente a ellas, como tuve ocasión de comprobar cuando le traté, a mediados de la década de 1990). Con todo, el viejo hacedor de galletas tenía imaginación suficiente para responder con entusiasmo y comprensión a poemas que nacían de un tiempo, un lugar y un horizonte estético muy distintos de los suyos. Por no hablar de una sensibilidad poco habitual para percibir el peso y la valencia de cada palabra, cada frase, las vueltas y revueltas de la sintaxis, los «extraños ciempiés» del inconsciente…

Parece que el diálogo con el señor Barclay fue un gran «consuelo» para Regdrove en un momento en que su reputación crítica estaba bajo mínimos: ¡por fin un lector puro que disfrutaba con sus poemas sin veladuras ni mediaciones, sin intereses ulteriores, sin los malentendidos que suelen arruinar la relación entre colegas! Tiene que haber sido reconfortante saber que uno podía escapar del gueto de la poesía profesional y establecer vínculos de lealtad y simpatía con un lector anónimo. Pero la curiosa desgracia del poeta moderno es que nada de todo esto, en ultima instancia, tiene mucha importancia. La biografía de Roberts demuestra que Redgrove se pasó la vida buscando el aprecio y el asentimiento de sus semejantes… y que sufrió como el que más por los reproches y los desplantes de que fue objeto. La sensación –la evidencia– es que ni siquiera la existencia de cien señores Barclay le habría compensado del desprecio que algunos poetas-críticos contemporáneos (como los jóvenes émulos de Larkin que empezaron a brotar como setas con el arranque de la era Thatcher) le tributaron en diversos momentos de su vida.

Hay algo en el trabajo creativo, cierta dimensión artesanal (análoga a la del fabricante de galletas), que necesita el refrendo del semejante, del iniciado. Podría entenderse como una flaqueza si no tuviera que ver, en última instancia, con la conciencia de pertenecer a un oficio tan antiguo como las palabras a las que sirve. Las posibles diferencias estéticas no anulan o cancelan esta afinidad profunda, esta conciencia gremial de ser practicantes de un arte colectivo: de ahí que la falta de respeto –la falta de muestras de respeto– pueda causar frustración y hasta ira. Es como si nos dijeran que no formamos parte del gremio: que no se nos considera, vaya.

Esta noción de respeto profesional puede parecer anticuada o incluso melodramática (¿en un sentido masculino de la palabra, tal vez?), pero existe, no tiene más remedio que existir, y ningún lector puro al estilo del señor Barclay, por sincero y profundo y conmovedor que sea su acercamiento, nos hará olvidar su ausencia. Redgrove lo sabía muy bien, y su larga correspondencia de años con Ted Hughes, amigo pero también rival, cómplice y antagonista, así lo confirma. Al fin y al cabo, las cartas de Hughes le obligaban a leer entre líneas, como un buen poema.



miércoles, octubre 03, 2018

nunca en doma





a Fernando Menéndez

La voz de Cassandra Wilson, esta noche, después de no haberla escuchado durante años. Una voz por turnos amarga, insinuante, colérica, llena de lentitud y temblor, tirando de un nudo que se deshace en cada tema, que parece juntar las cuerdas disímiles de la dulzura y la rabia.

El disco (Travelling Miles) es un homenaje a Miles Davis, y suenan en esta voz los riffs y vuelos del trompetista, el mismo golpe de aliento que los dedos moldeaban a su antojo, pero con la aparente desgana de quien está más allá de la canción, de quien ya no se preocupa por cantar porque todo su ser es canto, aliento, el alambre nervioso del ritmo hecho cuerpo. Corre por debajo un río de instrumentos acústicos cuyo frágil equilibrio nace y muere en la confusión, como si hubieran acertado sin saber, sin darse cuenta. Como quien tira un papel al azar y encesta de puro milagro. Turbia madeja que oscila entre el quejido y la duda, el acorde y la caída.

El milagro es aquí la duración. Tres, cuatro minutos, y la voz se derrama sobre ese campo de espinos con languidez premeditada, y se diría que hay en ella un acento de desprecio, como si todo fuera demasiado fácil, como si el oyente se dejara engatusar por nada. Y es nada, en efecto, la pura nada del existir, la nada de un cuerpo que respira y al respirar hace música, tan fácil, esa nada que encarna en una voz y tiende un hilo entre la noche y nuestro deseo, tan iguales.