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domingo, abril 18, 2021

la nueva españa / entrevista

 

Y sí, otra entrevista, otro cuestionario. Este invierno ha estado lleno de ellos. En este caso, fue una propuesta del poeta y periodista asturiano Luis Muñiz para el suplemento literario de La Nueva España: hablar de La vida en suspenso (Fórcola, 2020) cuando se cumplía un año de su escritura, en aquel primer confinamiento inicial que nos dejó a todos paralizados. Luis, además, tuvo la buena idea de acompañar la entrevista con unas pocas entradas del diario. No tengo la sensación de estar diciendo nada nuevo ni original, pero estuvo bien poder ordenar algunas ideas al respecto del libro… y de aquellos primeros meses de pandemia.

 

 

La vida en suspenso fue uno de los primeros diarios del confinamiento. Y le sirvió, decía en mayo de 2020, para reencontrarse con la escritura. ¿También para reencontrarse con la poesía? ¿O ya lo concibió de mano como un ejercicio poético en prosa, como ha hecho otras veces?

Como digo en el propio diario, no hubo plan ni premeditación. Fue uno de esos casos en los que el impulso de la escritura surgió espontáneamente, con naturalidad: había que aguzar la atención y registrar la extrañeza, el pasmo incluso. El mismo domingo 15 de marzo me vi anotando lo que percibía, como una forma de articular o amansar la sensación de incertidumbre que vivíamos y de la que, en el fondo, no nos hemos desprendido. Y fue un impulso muy íntimo, más acá de la decisión de compartir esas entradas en mi blog (donde, en todo caso, no podían tener más que un puñado de lectores). Todo se paró, de repente. Y ese hueco, ese espacio-tiempo vacío, fueron a ocuparlo las palabras.

 

¿Fue un acto de consuelo, como quería Joan Margarit que fuera siempre la poesía, o de lo contrario, de indocilidad, de rabia serena?

Ni una cosa ni la otra, en realidad. La idea de que la poesía es consuelo nunca me ha convencido, y en todo caso lo será siempre a toro pasado. Al principio hay una extrañeza, algo que está ahí y que me interpela. Y uno responde a esa realidad extraña con palabras que quisieran sondear el enigma sin destriparlo ni quitarle su gracia, su sentido. No sentí tampoco, me parece, indocilidad ni rabia. Más intenso fue el sentimiento de irrealidad, de incertidumbre, y el malestar causado por la yuxtaposición de experiencias contrarias: por la ventana asistíamos al estallido de la primavera y en la pantalla se sucedían los recuentos de muertos, de ingresados en la UCI, los testimonios angustiosos del personal hospitalario…

 

¿Siente que lo que escribió entonces sigue siendo válido ahora? No como literatura, sino como informe de lo ocurrido. ¿Escribir sobre los efectos del virus hace que uno sea más consciente de la volatilidad de lo que escribe?

El diario, desde luego, no se libra de incurrir en ingenuidades. Pienso en un pasaje en el que enumero lo que me gustaría hacer después del confinamiento, y en el que está claro que no me había enterado de la verdadera naturaleza del virus. Ya entonces se hablaba de contar con vacunas fiables para inmunizar al grueso de la sociedad, pero yo insistía en pensar, en querer pensar, que era poco más que una gripe estacional. Asumo el error y ahí queda, como un síntoma y una prueba de mi ignorancia. Por lo demás, yo no podía escribir «un informe de lo ocurrido». Escribo de lo que percibo desde mi humilde esquina. Y eso tiene que bastar. Una de mis bestias negras de este tiempo es esta manía universal de opinar de todo –algo que las redes sociales han convertido en epidemia– y de confundir la escritura con la opinión. Yo no escribí el diario para opinar. No me interesaba reducir la realidad con prejuicios ni valoraciones. Quería acogerla en toda su riqueza, su complejidad contradictoria. El mundo es mucho más grande que nuestro pobre yo opinante, y reducirlo al blanco y negro binario de tantos tuits y columnas de periódico me parece un índice de pobreza mental.

 

Desde entonces, ¿de qué manera ha modificado la pandemia, en hábitos, en punto de vista, en lo temático, la poesía que usted escribe?

Es demasiado pronto para decirlo, quizá, pero no siento que haya modificado nada. El trabajo editorial y creativo exige, al menos en mi caso, un cierto grado de soledad y reclusión, de modo que el confinamiento de estos meses ha sido en realidad una versión extrema de lo que solía ser mi rutina cotidiana. Echo de menos, eso así, como todo el mundo, los encuentros en libertad con los amigos, los viajes, los conciertos, etc. Por lo demás, mi poesía es de digestión lenta, quiero decir que no suele reaccionar en caliente a lo que pasa. Primero hay que desplegar las antenas, percibir la vibración en el aire, y luego ya veremos cómo se transmuta todo eso en palabras.

 

¿Cree que podrá hablarse, también en poesía, de un antes y un después de la pandemia del covid-19?

Es posible. Quizá no de forma directa, más allá de algún poema de ocasión sobre el uso de mascarillas y la distancia social. Pero es evidente que la pandemia refuerza la sensación de incertidumbre, de falta de horizonte y hasta de desastre inminente que recorre este comienzo de siglo XXI. El «no future» del punk es ya un peligro cierto. Y todo eso se filtra en la escritura, en la pintura, en el cine, en el arte que estamos haciendo entre todos. Es inevitable. La pandemia es solo un ingrediente más, quizá el más aparatoso por su inmediatez, de un caldo tóxico que sube al mismo ritmo que el nivel de las aguas marinas.

 

¿Puede un poeta, como poeta, no como ser humano, sustraerse a la pandemia, ignorarla, y que no deje huella en lo que escribe, aunque, por así decir, no sea el covid-19 el asunto de su poema?

Veo que ya estoy dando mi opinión, como todos. Bueno, el poeta puede ser muy «poeta», pero sigue siendo un ser humano. Así que sustraerse a las circunstancias me parece francamente difícil. No es cosa de ponerse dramático, o tal vez sí, pero es evidente que la especie humana es ya una plaga que amenaza la diversidad y el equilibrio de los ecosistemas del planeta. Nuestro modelo económico favorece la avaricia consumista, la desigualdad social, el expolio de los recursos naturales y la muerte de otras especies. Y este es el marco, entiendo, en el que deberíamos situar los debates sobre el virus y su impacto en nuestras vidas y nuestra imaginación.

 

¿Qué estímulo lingüístico, de vocabulario, piensa que hallarán los poetas en lo venidero en palabros como «trazabilidad» expresiones como «contacto estrecho»? ¿Ve posibilidades significantes en esa neolengua del covid, teniendo en cuenta que la noción de «contacto» ya había quedado seriamente tocada con el simulacro de relación social que han impuesto las redes sociales?

Las redes sociales no imponen sólo simulacros de relación social, sino también, por extensión, de lenguaje, de afectividad. Aunque muchos las usamos y las encontramos útiles, mejor no mitificarlas. Que algunos conviertan un tuit o un post de Facebook en literatura no significa que estos espacios sean propicios para la creación. La prisa compulsiva y la egolatría exhibicionista de las redes es justo lo contrario de lo que quisiera para la poesía, para la escritura. Creo sinceramente que nos falta sosiego, lentitud y, sobre todo, humildad, capacidad de atención.

 

¿Pronostica una explosión creativa para los próximos años, como la que sobrevino en la década de 1920, tras la I Guerra Mundial y la mal llamada gripe española?

Soy mal augur, así que no lo sé. Pero es evidente que las épocas de crisis suelen serlo en todos los planos, también en el intelectual y el creativo. Si esto sirve para remover un poco la tierra y orearla, no estará todo perdido.

 

 

 

jueves, noviembre 29, 2012

epifanía de lo cotidiano


Así se títula la reseña del libro de John Burnside que el poeta y crítico Luis Muñiz publicó hace justamente dos jueves en el suplemento cultural de La Nueva España; lúcida y perspicaz, como todas las suyas. También generosa. Como generoso ha sido el poeta Antonio Lucas al escribir en El Mundo de la Poesía completa de Paul Auster. Sí, lo sé, tanto Luis como Antonio son también periodistas, y de los buenos, pero aquí lo que me importa es subrayar su compromiso, también crítico, con la poesía. Gracias a los dos, de corazón.

PS. Por si alguien tiene curiosidad, aquí va el enlace con la entrevista que le hice el año pasado a José Manuel Caballero Bonald y que se publicó en el número 17 de la revista Minerva. De nuevo el Premio Cervantes va a parar a un escritor que ha vivido por y para la poesía. Bien es verdad que el autor de Entreguerras ha incursionado en muchos otros géneros: novela, artículos, libros de memorias... Pero tampoco es casual que haya vuelto una y otra vez a la poesía y que haya recurrido a ella en el tramo final de su viaje creativo. Ha sido el eje de toda su actividad literaria, su manera de ser fiel a los imperativos no siempre convergentes de la palabra, la imaginación y la propia existencia.

jueves, noviembre 04, 2010

la ciudad consciente / reseña

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Días de mucho trabajo, de nervios y plazos de imprenta que se nos echan encima sin apenas darnos cuenta. En tales circunstancias ha sido muy difícil tener actualizada esta bitácora, disponer de las horas y la tranquilidad necesarias para escribir o revisar lo escrito. Hoy, sin embargo, una buena noticia. El poeta y crítico asturiano Luis Muñiz ha tenido la gentileza, la generosidad, de escribir una atenta y muy detallada reseña de mi libro La ciudad consciente (Vaso Roto, 2010), que vio la luz a finales del pasado mes de junio. La primera reseña, y me temo que la última. Ya se sabe que el ensayismo literario... La leo, no obstante, con cierta incredulidad. ¿Puede uno imaginarse esta reseña publicada en algún suplemento literario madrileño? A esto hemos llegado, supongo, a convertir los mal llamados suplementos de los grandes diarios en listados de fichas técnicas y solapas descriptivas.

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La ciudad de los poetas.
Jordi Doce reúne sus ensayos sobre Eliot y Auden


La Nueva España, Culturas, 4 de noviembre 2010

El poeta, traductor y crítico literario Jordi Doce (Gijón, 1967) reúne en La ciudad consciente todos sus ensayos sobre T. S. Eliot y W. H. Auden, dos autores a los que ha vertido al español con enorme acierto (formidables son, por ejemplo, sus trabajos sobre «Burnt Norton» o «Marina», del primero, y «Calibán al público» o «España», del segundo). Doce es uno de los mejores traductores de poesía en lengua inglesa con los que cuenta ahora mismo nuestro país, pero, si bien sus versiones de Auden (Los señores del límite, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007) llegaron a ocupar espacio en las librerías, no ocurrió otro tanto con las de Eliot, pues la antología de éste que él y Juan Malpartida prepararon en 2001 para Círculo de Lectores no fue distribuida más que entre los socios del club por un problema con los derechos de autor. Una lástima, porque todas las traducciones incluidas en ese volumen tienen gran interés, empezando por la de Cuatro cuartetos de Doce y la de «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» de Malpartida.

Precisamente dos de los ensayos que contiene La ciudad consciente son los prólogos que el gijonés escribió para introducir sus versiones de ambos po
etas, cuya obra, según afirma en el prefacio del libro, «señala un momento de transición en el desarrollo de la poesía moderna en lengua inglesa. Un momento –prosigue– que cabría definir como el epílogo del legado simbolista y el preludio de otra edad, en la que aún estamos, caracterizada por la incertidumbre sobre el rumbo a seguir». Como lector, Doce considera la postura de Auden «más sensata o provechosa a estas alturas de la partida», pero admite que la poesía de Eliot es «una cima de perfección estética que ningún poema de Auden está cerca de emular». Sin embargo, rompe una lanza por el segundo al reconocer que su trabajo «da carta de naturaleza al poeta como ciudadano burgués maniatado por las contradicciones de su condición», que es justo el lugar más alejado del «púlpito de superioridad solitaria» desde el que lanzaron sus prédicas Eliot, Yeats, Valéry o Juan Ramón Jiménez; una tribuna que «nuestro tiempo, teñido de ironía y descreencia», ya no permite levantar.


Eliot y Auden, poetas modernos, tienen como nexo la ciudad, aunque, por más que ambos sigan a Baudelaire, difieren en el tratamiento que conceden al tema. Para el primero, sobre todo en su obra inicial, la ciudad no es un escenario, sino el otro protagonista del poema, que agrede al flâneur en sus paseos y sacude al insomne en sus vigilias; un personaje al que, de acuerdo con los dictados del simbolismo finisecular, pero también de conformidad con su exigente fe puritana, condena por «su materialidad grosera» y porque es «el espacio de la caída». Más adelante, en Cuatro cuartetos, ya definitivamente embarcado en su proyecto de recuperación del dogma religioso, le otorgará «de manera invariable rango infernal o de pesadilla».

En cambio, Auden («tal vez nuestro primer poeta posmoderno») no ve en la ciudad sino el ámbito donde se desarrolla la vida cotidia
na, y su presencia, explica Doce con sumo tino, «se traduce en la irrupción de la prosa en el poema», algo que en su día ya percibió con claridad Jaime Gil de Biedma, quizá su primer valedor entre nosotros. En su obra, como expone el gijonés, la poesía se contamina «de datos circunstanciales y epocales, reinventándose como enunciado de un sujeto consciente afincado en un lugar y un tiempo muy concretos». Y esto es así porque, para él (como luego lo será para John Ashbery), la ciudad también es el centro emisor de la jerga periodística y el territorio de la vulgar reflexión a la que se entregan los urbanitas en sus tiempos muertos. Sin embargo, esta reivindicación de lo apoético que Auden inaugura, esta propuesta democratizadora que reacciona contra la voz absolutista de los herederos del simbolismo (Eliot entre ellos), no estaría completa si antes el autor no hubiera quedado marcado por lo que Doce llama «el estigma del poeta moderno», que es, al mismo tiempo, «la fuente de su poder»: la voluntad de creer cuando creer es una actividad que «el escepticismo y la duda» sabotean sin descanso; voluntad que es una maldición para quienes, como dejó escrito en «Monumento a la Ciudad», «fieles sin fe, murieron por la Ciudad Consciente».


De esas dudas está llena la poesía de Auden; de dudas y, a veces, de contradicciones tan visibles que el autor se sintió impelido a corregirlas. Quizá la más famosa sea la que afecta a su poema «España», compuesto en 1937 al calor de su viaje a nuestro país. En plena contienda bélica, el poeta cede al entusiasmo revolucionario con el que hasta entonces sólo había coqueteado intelectualmente y se granjea críticas muy severas con el verso: «La aceptación consciente de culpa ante el asesinato necesario». Tres años después, incómodo con los reproches, trueca su última parte en el impreciso sintagma «el hecho del crimen». Finalmente, en la edición de su poesía reunida publicada en 1966, lo excluye con el argumento de que es un poema «deshonesto», aunque, para probar esa deshonestidad, no cita el verso en cuestión, sino las dos líneas finales: «La Historia a los vencidos / puede ofrecer su pena pero no ayuda ni perdón». Y razona: «Decir esto es equiparar bondad y éxito. Haber sostenido esta doctrina perversa ya habría sido bastante siniestro, pero haberla puesto por escrito sólo porque me sonaba retóricamente eficaz resulta imperdonable».

Otro ejemplo de esta pulsión correctora es el verso de «1 de septiembre de 1939» que reza «debemos amar al prójimo o morir», luego transmutado en «debemos amar al prójimo y morir». Doce dedica a este largo poema, que Auden también decidió dejar fuera de su poesía reunida, gran parte de su último ensayo, «El poeta en la ciudad», quizá el más valioso del conjunto. Como nos recuerda el crítico asturiano, la pieza (y, en concreto, sus dos versos iniciales: «Estoy sentado en uno de los antros / de la calle Cincuenta y dos») suele ponerse como ejemplo de la superación de la concepción vática que instauraron los románticos y que, con todos los matices que se quiera, llega hasta Eliot. Joseph Brodsky, entre otros, ha intentado probar que en este poema Auden se transforma en una suerte de informador con veleidades de moralista, alguien que puede plasmar los temores de una época poniéndose a la altura de quien los padece. Sin embargo, si es así, lo hace sin acabar de decidir qué papel le gusta más: si el del cronista en pugna con el oráculo del vate o el del «legislador no reconocido» del mundo que propugnaba Shelley. De esa indefinición, de ese no saber si bajarse o no del púlpito, Doce extrae una idea iluminadora: Auden no está rompiendo con el linaje alto romántico, lo está adecuando «a las nuevas circunstancias imperantes», aunque sea a través de una disfunción en la que cabe ver la consecuencia de una nueva contradicción: aquélla en la que sume al poeta el desdén de la misma sociedad a la que intenta acercarse.

Luis Muñiz
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miércoles, diciembre 27, 2006

tiempo de offa

Llevo casi tres semanas sin añadir nada a esta bitácora. En parte, se debe al exceso de trabajo (un libro que debo entregar sin falta estos días y que me tiene amarrado al duro banco). Pero también a la dichosa actualización de Internet Explorer que descargué a mediados de este mes y que me ha descompuesto el sistema. Supongo que es algo sin importancia, pero no he logrado solucionarlo. Y la falta de tiempo no ayuda, precisamente.

Entretanto, ha habido algunas novedades de las que no he dado cuenta aquí. Una de ellas, la estupenda reseña de Himnos de Mercia que el crítico asturiano Luis Muñiz publicó la semana pasada en Culturas, el suplemento literario de La Nueva España. Es una reseña modélica, muy superior a lo que estamos acostumbrados a leer en Babelia, por ejemplo (con excepción de Antonio Ortega). ¿Por qué gente como Luis o Jaime Priede no están haciendo crítica en los suplementos de los grandes periódicos nacionales? No espero que nadie responda a esa pregunta, pero ahí queda, por si algún redactor jefe se cansa de su actual cuadrilla.


Tiempo de Offa

Poeta prácticamente desconocido en España, el británico Geoffrey Hill (1932) blande por igual en su obra las armas de la parodia y la mirada visionaria, y en su tercer libro, Himnos de Mercia (1971), se sirve de ambas para erigir un monumento al reino del mismo nombre (integrante de la llamada heptarquía anglosajona) y su monarca legendario, Offa, que lo gobernó en la segunda mitad del siglo VIII. Monumento, a veces, en sentido literal, pues muchos de los treinta poemas en prosa que componen el volumen parecen tallados en piedra, como las Estelas de Víctor Segalen; pero monumento, también, devastado por la ironía y el sarcasmo, porque la hímnica de Hill, su calculado artificio lingüístico, que juega deliberadamente al cultismo y la adición de fragmentos, es asediada de continuo por la intromisión de un tiempo mucho más próximo al nuestro (el de la infancia del propio autor), que se filtra al marco temporal de partida y permite inocular el veneno del presente en el relato de un pasado que, ya de por sí, se nos aparece envuelto en brumas, cuando no en el aura de violencia y duras consonantes del viejo anglosajón, la lengua que se hablaba en la isla antes de la conquista normanda.

De la influencia rítmica y aliterativa que ejerce en los Himnos aquel antiguo inglés (cuyo sustrato aflora de vez en cuando en las obras de, entre otros, Ted Hughes o el primer Auden), así como de la genealogía del poema (Pound, Eliot, Bunting, Saint-John Perse, el citado Segalen, añadimos nosotros), dan cumplida cuenta la introducción de Julián Jiménez Heffernan y el epílogo del gijonés Jordi Doce, quienes, además, firman conjuntamente una estupenda traducción; una de ésas que hacen posible leer en español a un poeta inglés sin que parezca que su lengua materna es la de Cervantes. Lo contrario, tratándose de Hill, hubiese sido estúpido, ya que su escritura no encuentra parientes próximos ni lejanos en nuestra tradición, excepción hecha, quizás, del Antonio Gamoneda de Lápidas, cuyas concomitancias con Hill son señaladas por Jiménez Heffernan con su proverbial olfato para la literatura comparada. Es cierto que las viñetas en prosa del libro del asturleonés ofrecen un similar entrecruzamiento de tiempos (el infantil de posguerra y el León medieval de los mercados), pero los respectivos talantes son tan distintos (el último premio «Cervantes» no acostumbra a vestir la tragedia con los ropajes del sarcasmo) que la invitación a una lectura en paralelo resultará más placentera por el contrapunto que por la semejanza.

De cualquier manera, y sea mucha o poca la vecindad que haya entre Hill y Gamoneda, toda la obra del británico (y los Himnos, dentro de ella, más que ningún otro libro) se inscribe en una tradición netamente anglófona, la del poema que se construye a base de fragmentos, de ruinas lingüísticas; en este caso, de las ruinas enterradas del viejo anglosajón, sobre las que han ido superponiéndose sucesivas capas de inglés afrancesado. Como, además, la perspectiva del poemario es histórica, tenemos que hablar necesariamente de épica y, más en concreto, de épica poundiana, esta vez propulsada por versículos de aparente salutación a un gran monarca. No obstante, la mofa y el chiste de bar acechan en cada esquina del texto, como ocurre en el tercero de los himnos, donde un chef y «un rey con su sombrero recién erguido» (Offa en pleno siglo XX) se funden en un mismo, cómico, personaje, que ofrece mostaza a sus compañeros de farra; una escena que, según Heffernan, habría que situar en 1936, año de la coronación de dos reyes ingleses, Eduardo VIII y Jorge VI. El solapamiento de tiempos es deudor de Eliot y Pound, pero Hill no viaja hasta la alta Edad Media para poner orden en el presente, tal como hicieron sus maestros con la cultura grecolatina, el Renacimiento y, también, el medievo; busca, como el Joyce de Ulises con Homero, el contrapunto irónico que le proporciona la yuxtaposición de su época y la de Offa; aunque, de paso que se hace eco de los hechos del rey, permite que el anglosajón que hay en él emerja a la superficie del poema (no en vano su región natal, Worcestershire, era parte de Mercia en el momento de mayor esplendor del reino). Y es aquí donde su apuesta diluye las fronteras temporales y crea, mediante el lenguaje, un tiempo, el de los Himnos, que es a la vez las dos épocas y ninguna; porque, al dejarse contagiar por el viejo inglés germánico, por sus ritmos entrecortados y sus chasquidos consonánticos, el poeta se contagia, asimismo, de su cultura trágica y violenta, lo que le lleva a incrustar en una recreación de viejas crónicas medievales escenas de su propia infancia, marcada por la posguerra de la segunda gran conflagración mundial.

Luis Muñiz

La Nueva España, 21 de diciembre de 2006