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viernes, noviembre 11, 2022

rafael cadenas, contención y reticencia

 

 


Tuve la suerte de descubrir la poesía de Rafael Cadenas a la vez que su persona, o mejor dicho: su voz, su presencia. Fue en Londres, hace casi veinte años, en un pequeño encuentro de poetas de lengua española organizado por la Universidad de Westminster. Recuerdo que su lectura vino precedida por el recital caudaloso y enfático de un poeta ecuatoriano del que solo recuerdo su homenaje inaugural a la figura de Bolívar y su aversión manifiesta a dejar el estrado. El contraste no podía ser más vivo: Cadenas se plantó delante del micrófono y procedió a leer con laconismo, en voz que parecía más baja y más titubeante de lo que era en realidad, algunos de los poemas que había dado a conocer años antes –en 1992– con el título de Gestiones. Fue una revelación. Poco después, leyendo sus «Anotaciones», reconocí de inmediato al poeta de aquella tarde londinense: «Casi siempre al ponerme a escribir, balbuceo; eso es mi literatura últimamente, y no me siento mal en el seno de esta pobreza». O lo que es lo mismo, dicho a modo de sentencia: «El poeta moderno habla desde la inseguridad». Más que inseguridad, lo que uno percibía en aquel poeta era malestar, un cierto desagrado. Y lo curioso y paradójico de ese malestar es que resultaba persuasivo justamente porque no era consciente de serlo. Uno se veía envuelto de pronto en un clima hecho a partes iguales de contención y reticencia, de humildad y candor. La voz y la presencia eran de una pieza, tal para cual, y decían palabras con dificultad, como venciendo una gran resistencia interna. Podría decirse, exagerando un poco, que Cadenas se hizo oír por el difícil método de hacerse casi inaudible.

 

Durante un tiempo hube de conformarme con la docena de poemas suyos que se incluían en un cuaderno no venal impreso con motivo de la lectura. Poemas que leí y releí hasta sabérmelos de memoria. Uno o dos años más tarde, la antología editada por Ana Nuño en Visor (2000) confirmó aquella impresión primera. El acceso a una selección amplia y ordenada de esta obra me permitió profundizar en la comprensión de un trabajo literario cuya trascendencia reside precisamente en que se sitúa, o quiere situarse, fuera del espacio de lo meramente literario. Quiero decir: de lo literario como técnica y oficio de expertos, de especialistas; de lo literario como un campo de las bellas artes que se puede dominar o explotar. La poesía, para Cadenas, tiene que ver con la vida. Y más específicamente: con la búsqueda afanosa, incansable, de un suelo sapiencial que permita salvar la brecha que las palabras y la conciencia han abierto en nuestra relación con la vida. Cadenas pertenece, así pues, a la rara estirpe de los poetas moralistas. Rara en sentido literal, pues no abunda en nuestra tradición, tan dada hasta hace bien poco al exhibicionismo retórico y la falacia sentimental. Pero rara también en un sentido más hondo, pues condena al poeta a una relación espinosa, contradictoria, conflictiva, con su herramienta principal de trabajo: las palabras. Y es que la poesía parece presuponer de suyo –está en su naturaleza, por así decirlo– una visión idolátrica del lenguaje, una deificación de las palabras. Pero no puede quedarse ahí si quiere ser algo más que un objeto bello, si quiere y tiene algo que decir sobre la vida. El poeta en el sentido encarnado por Cadenas ama la poesía, se ha educado en ella, guarda con las palabras una relación apasionada que sigue deparando instantes de iluminación, de intensidad lúcida, pero sospecha asimismo que las verdades de la sabiduría verdadera, la que hace habitable el mundo y deseable la existencia, ni se dicen del todo con palabras ni pueden atraparse con esos artefactos verbales que llamamos poemas. ¿Cómo podrían decirse con palabras, si ellas son justamente fruto y testimonio de la escisión primera, si son el idioma de esa conciencia de nosotros que nos convierte en espectadores y vigilantes de nuestra propia vida?

 

Esta condición centáurica del poeta moralista es la fuente de su malestar, de ese disgusto íntimo que uno percibía en aquella vieja lectura londinense. Y es un disgusto que Cadenas ha razonado impecablemente en sus ensayos y aforismos. Una prosa crítica, por lo demás, que a menudo ha tomado la forma del fragmento y la anotación, avecindándose así a la poesía, a los ritmos y texturas del habla personal que sustenta su poesía. Y es que ahí precisamente, en el apego al habla, en la gestualidad del enunciado, es por donde Cadenas encontró la salida a su impasse. Como ha escrito él mismo, «me interesa más expresarme que componer, y uno puede expresarse en tantas formas». La poesía es el testimonio de un decir difícil, a duras penas, de un hablar que se cumple muy cerca de la boca y los pulmones. «En cuanto a hablar, je suis si lent. Mis pausas son largas, imposibles para los rápidos». Regreso a ese musitar en el que Cadenas cifra su escritura. Esa pobreza deliberada. Sus poemas oscilan entre la cualidad del apunte más o menos espontáneo, pespunteado al calor del momento, y lo que se forma por agregación, pasivamente, lo que se gesta largo tiempo y aflora ya hecho, envuelto de sí mismo. Decía José Ángel Valente, poeta con el que Cadenas guarda cierta afinidad, que «en realidad, el poema no se escribe, se alumbra», y también que «la palabra poética ha de ser ante todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición» (Cómo se pinta un dragón). Son palabras que me parecen aplicables a muchos tramos de esta poesía, con la diferencia de que en Cadenas siempre hay un suelo cordial y un afán expresivo que secan de raíz toda tentación fetichista. Por algo ha expresado nuestro autor que «soy prosa, vivo en la prosa, hablo prosa» y que «la poesía está allí, no en otra parte». Pero es –o era– una prosa vuelta sobre sí misma, matérica, llena de grumos y también de silencios, de cambios de sentido y cortes repentinos. Una prosa que la tijera de la elipsis modela en forma de poema.

 

Sus dos libros más recientes, y en concreto este que hoy llega a nosotros, En torno a Basho y otros asuntos, han traído consigo un nuevo tono, más suelto, más relajado, quizá también más optimista en cuanto a la capacidad de la poesía para saber algo del mundo… y de quienes lo habitan. El viejo rigor alerta sigue ahí, sobre todo en poemas que denuncian oblicua o astutamente –sin entrar a un trapo capaz de envilecer sus propias palabras, pues sabe muy bien que «reñir ya es perder»– la degradación del lenguaje en manos de los nuevos demagogos. Sin embargo, me parece que poemas como los dedicados a Marco Aurelio («A un querido emperador»), Hölderlin o Anna Ajmátova habrían sido impensables hace veinte o treinta años. En el primer caso, por su extensión y fluidez, entre el retrato y el apunte ensayístico. Pero también, en los demás, por el modo en que el lenguaje se ha ido aligerando y perdiendo su antigua tirantez, su densidad a veces impenetrable. La lección de la poesía oriental, explícita en el título y muy particularmente en el primer apartado del libro, ha sido decisiva. Una lección bien aprendida que permite sortear la trampa del yo exhibicionista y rasga el velo de Maia de la conciencia, de la percepción miope, demasiado apegadas al deseo y el afán de permanencia. Algo que ya estaba latente en aquella humildad incómoda con que el poeta leía en voz alta sus poemas y que ahora, en este libro, se plasma en un lenguaje de rara inmediatez y transparencia, poemas ágiles como las gotas que hace saltar la rana de Basho al zambullirse en el estanque y en los que Cadenas, por si fuera poco, nos revela una veta de humor insospechada con que soportar estoicamente el zumbido de las moscas idiotas del poder. Un balbuceo, en efecto. Pero acompañado por la sonrisa de la reconciliación.

 

 

[escrito para el homenaje a Rafael Cadenas celebrado en Casa de América el 30/5/2016 con motivo de la publicación en Pre-Textos de En torno a Basho y otros asuntos].


lunes, agosto 01, 2022

incursiones en un pasado que nunca se fue

 


 

 

Ada Salas, Arqueologías, Valencia, Pre-Textos, 2022, 100 págs.

 

 

Es una fortuna ser contemporáneo de Ada Salas (Cáceres, 1965) y asistir en primera línea al desarrollo de una poesía que no deja de crecer y ramificarse y que cada poco, con puntual regularidad, nos acerca una muestra cabal de sus virtudes. Desde Esto no es el silencio (2008), y con un jalón decisivo en Limbo y otros poemas (2013), la escritura de Salas se ha movido fuera del minimalismo estricto de sus inicios para sondear el mundo y mancharse con sus texturas, sus accidentes. El poema-nudo se ha ido desovillando con los años, volviéndose más locuaz, más explícito, y ahora es un poema-filamento que se descuelga sin prisa, con una cadencia ensimismada que de pronto se resuelve en quiebro, en latigazo. El movimiento de los versos se parece al zigzag de las gotas de lluvia que bajan por el cristal de una ventana y aceleran de pronto al atrapar nuevas gotas. El rigor métrico convive con la inventiva formal –en forma de encabalgamientos, anáforas, aposiciones y elisiones sintácticas– para crear un tono, un decir propio que es uno de los placeres inmediatos de esta poesía.

 

Buena parte de Arqueologías se escribió antes o a la par que Descendimiento (2018), su predecesor, que dialogaba con el cuadro homónimo de Rogier van der Weyden para sanar una mente y un corazón trastornados. Las piezas de este nuevo libro insisten en la idea de descenso, de catábasis, de ingreso en «lo oscuro» (la frase reaparece una y otra vez), pero ahora el correlato es el ámbito de los yacimientos arqueológicos y sus hallazgos, sus tesoros, que protagonizan o dan título a muchos poemas: «Cuenco», «Diadema», «Vasija», «Sortija», etc. Dividido en dos secciones más o menos simétricas, «Antiquarium» y «Civitas», con un poema suelto a modo de introducción, este libro está obsesionado con lo oculto, lo que vive bajo tierra, lo que es exhumado y vuelve a la luz. Pero esta realidad material lo es también temporal: se trata de restos y objetos del pasado, presencias («instantes») que hablan de un tiempo que ya no es pero que sigue existiendo a través de ellos; y nos interpela.

 

Toda la escritura última de Ada Salas toma la forma del soliloquio, de un diálogo con ese «tú» –aprendido en Cernuda y en Valente, entre otros– que es uno mismo, pero que engloba al lector y lo vuelve oyente privilegiado de lo que ahí se dice. La naturaleza forzosamente teatral del soliloquio incluye apartes, momentos de duda o vacilación, acotaciones de orden ensayístico («La arqueología habla de los siglos como si fueran / tiempo. Como si hubiera en ellos / sucesión. Pero esos huesos eran un instante») y también, cada cierto tiempo, la exhalación del verso rotundo, sentencioso: «es preciso cantar / como si el mundo // comenzara de nuevo»; «No hay tumba más profunda que el propio / corazón»; «sólo es puro el silencio». Propio del soliloquio es también el fraseo insistente, la indagación tentativa, como si el poema fuera un rodeo, un merodeo, sin dejar de ser también el camino más corto.

 

Arqueologías se abre con el verbo «Acceder» y se cierra con la frase «un azul / que nunca has conocido». El viaje de este libro es, en última instancia, un viaje sanador, que salva la atracción por «lo oscuro» (una negrura magnética como en la cacería de Uccello) para llegar a ver la claridad celeste. Por el camino, la quema de rastrojos, las moras dulces de septiembre, el tacto del trébol: formas de la reconciliación.

 

Muchos de los poemas de Arqueologías son meditaciones sobre el objeto: su don prodigioso para evocar el pasado y así alterar el presente. Otros, como «Moras», «Tiempo» o los trípticos «Pájaros», «La espina» y «Orión» (hermosa elegía al padre), son epifanías, escenas del pasado que exploran el vínculo con la naturaleza y buscan, una vez más, curar la herida del tiempo. Pero Salas deja lo mejor para el final, esto es, los poemas que cierran cada una de las dos secciones del libro y que son la cara y cruz de una misma moneda. Si «Tuffatore» vuelve a dar voz, después de Montale y Valente, al saltador pintado en una tumba de Paestum, «Bañista» es la evocación de un momento íntimo: un baño al amanecer. El primer poema es la cruz mítica y acaba con la muerte de su protagonista («creo / que no quise / despertar de esa noche»); el segundo, más personal, es su reverso afirmativo: el baño como trance purgativo y oportunidad de recomienzo. Tal vez la salvación no esté tan lejos, después de todo.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 22 de julio de 2022.

 

 

 


 

Aljibe

 

En medio de la tierra algo se abre.

Una rama en el mármol te recibe

viajero. Una rama. La gracia.

El brillo

de algún pez.

 

El reflejo más puro.

 

Un agua densa inmóvil un cuerpo

transparencia.

 

Tú quieres estar viva en esa nada.

 

 

jueves, julio 07, 2022

todo lo que la tierra esconde

 

 

Lucian Blaga, La luz que siento. Antología poética, edición bilingüe, traducción de Corina Oproae, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2022, 316 págs.

 

 

Cuando fue apartado de su cátedra en 1948 por negarse a apoyar el nuevo régimen comunista, el poeta y filósofo rumano Lucian Blaga (1895-1961) decidió traducir el Fausto de Goethe. El dato no es casual. Si el poema que abre esta antología, «Yo no aplasto la corola de milagros del mundo», parece una glosa nada velada de la célebre frase de Mefistófeles –«Gris es toda teoría y verde es el árbol dorado de la vida»–, su evolución dibuja un arco muy goethiano, desde el expresionismo neorromántico de sus comienzos hasta el tono más clásico y contenido de los libros que escribió en el exilio interior (y que vieron la luz en 1962, un año después de su muerte).

 

Como muchos, Blaga se vio envuelto en el torbellino ideológico de la Europa de entreguerras, pero siempre a distancia de unos y otros, como dejó zanjado Marta Petreu en su libro de 2021, donde desmiente el viejo mito de su filiación fascista.

 

La obra de Blaga se postula desde un inicio como una celebración amorosa del «misterio del mundo»: «no mato / con la mente los secretos que encuentro / en mi camino». Un misterio recorrido por la conciencia de la muerte, que encarna en la naturaleza, en los árboles (por ejemplo, en ese roble «en la linde del bosque» del que «tallarán / un día mi ataúd») y en la tierra misma, símbolo también de la fuerza vital y del amor. Y este sentimiento oceánico no tarda en mezclarse, en fin, con el acento nocturno y gótico propio del expresionismo de entreguerras.

 

Con los años, el tono se vuelve más sobrio y la escritura se vierte en toda clase de formas, desde la canción popular al verso meditativo («El cementerio romano», «La milagrosa semilla») pasando por el poema breve, donde su peculiar lirismo se tiñe de acentos epigramáticos. Esta muestra, seleccionada y traducida de manera ejemplar por la poeta Corina Oproae, nos permite subir de nuevo a una de las cimas de la poesía europea moderna: «tan sólo el amor me edificó, afable».

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 3 de junio de 2022.

 


 


miércoles, junio 01, 2022

cuaderno de bitácora

 

 

 

João Luís Barreto Guimarães, Nómada, traducción de José Ángel Cilleruelo, Valencia, Pre-Textos, 2022, 134 páginas.

 

 

Muy al comienzo de este nuevo libro de João Luís Barreto Guimarães (Oporto, 1967) se afirma: «elegir es excluir / excluir es entender / entender es conservar». Es una muestra del tono sentencioso que atraviesa Nómada, su segundo libro publicado en España (el primero fue Mediterráneo, que Vaso Roto nos acercó en 2018), pero es también una poética y una confesión vital, la de quien vive escindido entre el deseo de mundo y la búsqueda de sentido. Pero la paradoja solo es aparente. Si la poesía importa o tiene sentido, es porque al tomar un fragmento de ese mundo –esto es, al hacer el vacío a su alrededor– nos permite hacernos una idea de la totalidad.

 

El aire de estos poemas es ligero, nervioso, como si las dos manos bailaran por turnos sobre la página. La conjunción de versos largos y breves, el uso de apartes y aclaraciones parentéticas, el ritmo veloz de las transiciones, todo crea un efecto de torbellino (en un vaso de agua) y levedad impresionista, que la traducción de José Ángel Cilleruelo recrea con soltura. Lo dice el autor mismo con un juego de palabras: «Yo erraba por el mundo y […] cuanto más erraba más / acertado estaba».

 

Escribir poemas sobre Auschwitz corre el peligro de convertirse en una moda, pero João Luís Barreto pasa la prueba con nota. De hecho, «Los cuervos en Birkenau» es un punto álgido del libro, una viñeta a la vez delicada y precisa del campo que evoca los detalles consabidos sin que la emoción –la impresión de verdad– se resienta.

 

Esta actitud vitalista recorre los 42 poemas del conjunto (divididos en seis secciones de igual extensión) como una descarga eléctrica: el viaje es una constante –París, Ámsterdam, Grecia–, pero también los encuentros familiares, las escenas de interior, la reflexión de carácter moral sobre el arte… En el apartado quinto, la escritura se vuelve ácida, casi epigramática, lo que no siempre la beneficia. Gana, por el contrario, cuando hace del poema un «silencio que trabaja» y se deja guiar por su entusiasmo, su impulso celebratorio: «Sólo tengo que / ir donde me lleva».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 6 de mayo de 2022.

 

 

 


miércoles, abril 27, 2022

ausencias que acompañan


  


Esperanza López Parada, Un tiempo de gracia, Valencia, Pre-Textos, 2022, 86 págs.



Las circunstancias hicieron de Las veces (2014) un libro visiblemente elegíaco, en el que Esperanza López Parada (Madrid, 1962) partía de la muerte de la madre para reflexionar sobre la memoria, el vacío, la herencia familiar, su cadena de ejemplos y contraejemplos… La elegancia reticente y pudorosa de su escritura se despeinaba sin miedo para incorporar materiales de fuerte carga emotiva, que, además, en el extenso poema final, se impregnaban de un acento meditativo que actuaba a modo de recapitulación: del libro, pero también de la vida, de sus vueltas y revueltas.

 

Ahora Un tiempo de gracia, surgido de una nueva etapa de duelo, profundiza en estas claves, pero con un tono menos oscuro, más esperanzado y conforme: «el simple hecho / de estar hoy aquí / y haber sobrevivido». Hay algo sorprendente en esta poesía, y es la manera en que lo conceptual, lo abstracto incluso, convive sin fisuras con lo dramático, lo confesional (que brota en forma de ramalazos, de breves y casi invisibles aperturas hacia lo íntimo): «ahora yo como sola / un solo mantel una pieza de fruta […] eres lo que digiero / esta lágrima y la sal del almuerzo».

 

Si el poema inaugural nos da la «fecha hipotética [en que] dios hizo el mundo / lo redondeó del todo», otro nos habla de ese «punto antes del punto / en que se decide todo el resto de la historia». La visión de López Parada es fatalista, sí, pero da margen para respirar y también para construir ese olvido sanador que llamamos «gracia».

 

El tiempo es aquí la hebra que articula las piezas del libro. Un tiempo que comparece en los títulos de los poemas, fechas todos ellos, y de las tres secciones en que se dividen, pero que es la sustancia misma de la vida, una fuerza inerte que «no se para nunca», «una entropía sin alma» condenada desde su germen a la extinción. Un tiempo-eternidad en el que todo coexiste y que permite a la poeta, finalmente, asumir sin desconsuelo la presencia de sus muertos y convivir con su silencio: «esto es el misterio / voy por el mundo tan habitada / que apenas me sostengo».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 8 de abril de 2022.

 

 



domingo, marzo 20, 2022

ensayos sobre el simio parlante


 

 

Sandra Santana, La parte blanda, Valencia, Pre-Textos, 2022, 58 págs.

 

 

Ensayista, profesora universitaria y traductora –de la poesía de Karl Kraus y Peter Handke, entre otros–, Sandra Santana (Madrid, 1978) tiene a su nombre una breve pero exigente obra poética. Ocho años después de Y ¡pum! un tiro al pajarito llega este nuevo libro, La parte blanda, que cabe leer como un solo poema extenso. Y es que sus 35 «piezas», la mayoría de corta extensión, configuran un todo unitario que se ordena según criterios no sólo rítmicos y tonales, sino también conceptuales.

 

La voluntad teórica del libro se manifiesta muy pronto, desde la cita inicial de Roland Barthes. «La parte blanda» es, en efecto, la lengua, «molusco sin concha», «animal [que] / que despierta en la guarida / de la boca», y Barthes contrapone esa «lengua visceral» al «habla civilizada», aquella que necesita la articulación de lengua y dientes, la corrección del hueso, la parte dura. Surge así la palabra, el signo que denota la cosa y la suplanta, forzando un desplazamiento. Surge también una asepsia que nos vuelve ciegos a nuestra propia condición animal, los deseos y compulsiones que nos atraviesan sin apenas darnos cuenta. Todo el libro viene a explorar esta suplantación, esta ceguera, con una escritura sobria, pegada a su trama, que fluye sin estorbos y distribuye con astucia las repeticiones, los encabalgamientos, las elipsis: «Porque si el brazo / sacude violento / la correa, la correa / también tira fuerte. Es, / en definitiva, su propia rabia / el animal / que muerde al dueño».

 

Y todo el libro, por lo mismo, está escrito en una voz que interpela a un «vosotros» que es el lector, que somos todos: «Lo habéis visto», «os pensáis libres», «así aprendisteis»… Es una voz, una lengua, que nos habla desde el arriba del tiempo y parece juzgarnos sin impaciencia, con piedad. También con tristeza objetiva, la que merecemos.

 

El libro sabe que nuestra fragilidad de «especie desprotegida» es indisociable del don para referir lo que no está, decir mañana o mentir. Lo sabe y lo expone con una escritura que no agota sus sentidos e invita, más que nunca, a la relectura.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 25 de febrero de 2022.

 




jueves, febrero 24, 2022

contra la muerte

  



Eduardo Moga, Tú no morirás, Valencia, Pre-Textos, 2021, 86 págs.

 

 

Alguna vez ha dicho Eduardo Moga (Barcelona, 1962) que toda su obra es un acto de rebeldía contra la muerte: la muerte, ese escándalo, que envenena la existencia y nos condena a bracear en el absurdo. A pesar de la tensión existencialista de sus últimos libros, Moga ha sido siempre un poeta barroco, empeñado en combatir ese falta de sentido con el placer de una palabra feraz, casi palpable, y Tú no morirás lo confirma plenamente, con su visión del amor como fuerza primordial que eleva y salva a sus protagonistas. «Amor todo lo vence», sí, como quería Virgilio.

 

Dividido en doce largos poemas que combinan el verso y la prosa –más un soneto en alejandrinos que hace las veces de pórtico–, estamos quizá ante el libro más condensado y a la vez formalmente más diverso de su autor. Desde el inicio mismo, la amada comparece como ausencia, pero es una ausencia corpórea, «desnuda […], acuciada por las dentelladas del no ser, húmeda de penumbra y de madrugada»; una ausencia material que no cesa de mutar y transfigurarse gracias al poder reproductor de la imagen. Amor y desamor conviven en una alternancia de la que salen más unidos que nunca: el dolor es alegría, el aliento es ahogo, todo baila los ritmos de la paradoja y el principio de contradicción. Y el yo se explaya en toda clase de formas –el versículo, la prosa sin puntuación, la tirada anafórica– para desvanecerse justo al final, en los poemas en prosa que reconstruyen el mal de amor de personajes reales o ficticios como Larra o Yuri Zhivago, entre otros. Por el camino, el poeta revisita el tono de sus primeros libros (La luz oída, Premio Adonáis) en dos largos poemas –el VI y el VIII– que confirman su maestría en el verso clásico y son, a la vez, el punto más alto y luminoso del libro: «Me lacera decir / tu nombre: me redime».

 

La poesía de Moga es a la vez minuciosa y expansiva, como si las palabras que pone ante la muerte crecieran hacia dentro, como matrioskas. Y aquí, además, las anima una urgencia, una necesidad, que el lector no tarda en hacer suya.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 4 de febrero de 2022.

 

 

 


 

viernes, enero 28, 2022

tiempo ganado


 

Clive James, Fin de fiesta. Últimos poemas, edición y traducción de Luis Castellví Laukamp, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2021, 160 págs.

 

 

Desconocido en España, el australiano Clive James (1939-2019) fue una celebridad en Inglaterra, su país adoptivo, primero como crítico de televisión para The Observer en la década de 1970, donde creó un estilo propio, culto y desenfadado; y luego como presentador en la BBC, donde destacó gracias a su inteligencia curiosa y su ironía risueña. Pero su pasión primera fue la literatura, y en concreto la poesía. Autor de novelas, letras de canciones, libros de viaje y de divulgación, se inició como autor de poemas épico-satíricos que retomaban el ejemplo de Swift o Alexander Pope. Y es que había algo decididamente dieciochesco, en el mejor sentido del término, en su relación con la escritura, que encaró sin prejuicios, con un dominio absoluto del oficio y la voluntad horaciana de «entretener y aleccionar».

 

Gran lector de Larkin, al que dedicó un libro ejemplar (Somewhere Becoming Rain), su poesía se fue haciendo más íntima y reflexiva con los años. En 2010, la enfermedad lo apartó de los focos y le permitió centrarse en la creación. De esa etapa datan dos libros señeros, Sentenced to Life (2015) e Injury Time (2017), que son los afluentes que nutren esta muestra de 41 poemas, modélicamente traducida por Luis Castellví Laukamp con rigor métrico y un oído impecable. Basta leer la elegía inicial, conmovedor homenaje al padre, enterrado en el cementerio de guerra Sai Wan de Hong Kong, o los poemas en que dialoga sin almíbar con su nieta, la pequeña Maia, o el tono estoico, lejos de todo patetismo, de sus soliloquios, para comprender que estamos ante un poeta genuino, en el que inteligencia y emoción van en todo momento de la mano. Así estas «lecciones de tinieblas», como él mismo las llama, que son también la ocasión para mirar atrás sin ira y hacerse perdonar sus errores: «Mi experiencia… Debí ser más amable. Es mi destino / reconocerlo tarde y a deshora». Una revelación.

 


Publicado originamente en La Lectura de El Mundo, 14 de enero de 2022.

 

 

 

miércoles, noviembre 24, 2021

novedad



«Somos las abejas de lo invisible», escribió Rilke al final de su vida. Y a este libar «desesperadamente la miel de lo visible» para alimentar la gran colmena de la imaginación se dedica el poeta en cuerpo y espíritu, en un ejercicio de diálogo con el mundo que va revelando sus formas, colores y relieves, abriendo con los sentidos un espacio para la conciencia. Todo esto será tuyo, publicado justamente diez años después de Perros en la playa (2011), su predecesor, es el cuaderno de notas de un poeta que no abdica de la viñeta narrativa, la excursión ensayística o el aforismo perspicaz para estar a la altura de las cosas y hacerse digno de ellas; sólo así, tal vez, nos darán a conocer su secreto, que es también el de quienes convivimos con ellas. Jordi Doce se pasea como un detective distraído por entre lo cotidiano visible y observa el acontecer del mundo, el aquí y ahora de sus gentes, el modo en que las cosas se despliegan ante nosotros a poco que les prestemos atención. Una mirada hacia afuera que no descuida las sombras de interior ni el sondeo curioso y hasta extravagante sobre un puñado de obsesiones musicales y literarias. Todo esto será tuyo es el retrato algo borroso de alguien que insiste en no llamar la atención; alguien que ha elegido dar un paso atrás para que las palabras hablen por él.

 

Más información, aquí.


Lectura del poeta Álvaro Valverde en su blog.


Imagen de cubierta: Segimón Vilarasau, Delta de l'Ebre. Óleo sobre tabla. 2017.


lunes, octubre 28, 2019

ana blandiana / poemad



Ana Blandiana leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


En los poemas de Ana Blandiana, por lo común breves, suceden muchas cosas y se imaginan otras tantas. O, mejor dicho, cada elemento baila con los demás en una coreografía incesante de causas y consecuencias, de mutaciones vertiginosas que señalan el camino de la extrañeza y el asombro: los párpados caen «como la cuchilla de una guillotina / sobre el cuello del mundo exterior»; «las iglesias / se deslizan sobre el asfalto / como navíos / cargados de terror»; o, en fin, «el horizonte se parece a / una bola de ámbar / en la que / fosilizados dioses / y proyectos inconclusos de ángeles / se transparentan / con asombrosa exactitud / y casi se mueven». Si, como quería Elias Canetti, el poema «es el custodio o garante de la metamorfosis», esto es, el modo en que el mundo se reinventa y se recrea sin cesar para eludir la cárcel de nuestras definiciones conceptuales, de nuestros dogmas, la escritura de Ana Blandiana es un ejemplo supremo de esta energía transformadora, de esta fuerza de la imaginación que establece relaciones y analogías y revela el modo en que las cosas, para persistir en su ser, se convierten en otras y aceptan –sin reproches, con una paciencia que ha sido puesta a prueba cientos de veces– lo que les toca en suerte.

Lo dice su traductora Viorica Patea en un texto reciente: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Nacida en 1942 en la ciudad de Timisoara, muy cerca de la frontera occidental de Rumanía con Serbia y con Hungría, la poeta fue objeto constante de represalias por parte del régimen comunista, que prohibió su obra hasta en tres ocasiones. Hija de un sacerdote ortodoxo que había sido preso político –y «enemigo del pueblo», nada menos–, la poeta fue castigada a los diecisiete años por publicar su primer poema en una revista. Esta primera prohibición fue quizá la más dura, la más determinante: no solo duró cuatro años, sino que supuso «la privación del derecho de cursar estudios universitarios» y la obligó a trabajar por un tiempo como peón de la construcción.

Su regreso como poeta en 1964, con la publicación de La primera persona del plural, supuso su confirmación como parte del grupo de jóvenes poetas que traían la renovación estética a la poesía rumana: una poesía que oscilaba entre un tono intimista y el vuelo imaginativo, el impulso subjetivo y la tensión órfica, y que conectaba con la escritura vanguardista de entreguerras. De estos años data Octubre, noviembre, diciembre (1972), libro editado por Pre-Textos en 2017, en el que el sentimiento amoroso –teñido de panteísmo y hasta de misticismo– encarna en una escritura llena de plasticidad, de imágenes sugerentes y oblicuas, de viveza.

Con los años, y conforme el régimen de Ceacescu fue estrechando su cerco represor, la poesía de Ana Blandiana fue haciéndose más limpia y reflexiva, también más irónica. Lo resume muy bien Viorica Patea: «Sus temas recurrentes son el compromiso ético, el sentido de culpa y la confrontación de la pureza con los registros simbólicos de la degradación». Libros como Estrella predadora (1985) y La arquitectura de las olas (1990) dan cuenta de ese esfuerzo ingente del individuo por mantener su dignidad y una imagen ecuánime de sí mismo en la atmósfera sofocante de una sociedad manchada por la mentira, la sospecha y la vergüenza. Con la caída del régimen en 1989, la poeta participó –entre otras iniciativas– en la fundación de la Alianza Cívica, organización no partidista que luchó por mitigar las secuelas de la dictadura comunista. Libros como Mi patria A4, El sol del más allá o El reloj sin horas testimonian el viaje de esta poesía hacia una mayor sencillez o depuración verbal. El resultado es una escritura sabia y crepuscular, llena de preguntas sin respuesta y de respuestas provisionales. Una escritura perpleja, obsesionada por el estatuto de la verdad en un tiempo de imposturas y sucedáneos, de reclamos mendaces.


Se podría hacer un pequeño compendio con las reflexiones, llenas de lucidez, que Ana Blandiana ha hecho sobre poesía. Quizá la más importante sea su defensa de la inspiración y su retrato del poeta como un servidor atento: «La poesía –dice– no se puede inventar, hay que descubrirla. La poesía depende sólo en cierta medida del que la compone. […] Esta dependencia de una voz que a veces puede permanecer callada mucho tiempo […], me hace sentir feliz como ante un milagro que me sucede, a la vez que humillada por esta dependencia de la que no puedo librarme».

Claro que estamos ante una poeta que descree de las definiciones y las cajitas conceptuales, menos aún cuando se habla de algo tan misterioso como la poesía: «Decía Lao-Tse, refiriéndose a la realidad suprema, que quien no la ha conocido no habla de ella, y que quien lo hace es porque no la ha conocido. Así es. Una vez di una definición algo cómica, pero veraz: dije que la poesía es como un halo, una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero».

Y, por último: «Siempre he soñado con un texto que tiene varios planos, perfectamente inteligibles, cada uno autónomo y distinto, parecido a los murales de los monasterios medievales en cuyos paisajes se vislumbran, desde ciertos ángulos, las figuras de los santos». Así, como los frescos de las iglesias bizantinas de su país, es esta poesía: un calidoscopio de imágenes y formas, de ideas pintadas y metáforas que piensan, de extrañezas que acompañan y compañías que no dejamos de extrañar.


Tuve miedo

Tuve miedo de nacer,
Es más: hice
Todo lo que dependía de mí
Para que esta desgracia no tuviera lugar.
Sabía que tenía que gritar
Para demostrar que estoy viva.
Pero me obstiné en callar.
Entonces el médico tomó
Dos cubos llenos de agua
Fría y caliente
Y me sumergió
Varias veces
Como en un bautismo alternativo,
En nombre del ser y del no ser,
Para convencerme
Y yo grité furiosa NO
Olvidando que el grito significa vida.

Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa